Entendiendo el triunfo de Bolsonaro en Brasil

07/11/2018
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Análisis
bolsonazi0.jpg
-A +A

Jair Bolsonaro será presidente de Brasil. Este ex capitán del ejército logró convertirse en figura nacional enarbolando un discurso abiertamente racista, machista y homofóbico. De los negros dijo que “no sirven ni para reproducirse”. A una diputada que le increpó en el Congreso le respondió que ella “no merecía que él la violara”. En una entrevista televisiva manifestó que prefería que un hijo muriera en un accidente a que fuera gay. En 2017, la población femenina en Brasil fue del 50,87%. Y los negros, mulatos y pardos constituyeron el 51%. Es decir, negros y mujeres son mayoría en ese país. ¿Cómo es que un racista y machista, despreciando a la mayoría, logró convertirse en presidente?

 

En nuestra perspectiva, varios factores se conjugaron para permitir que Bolsonaro lograra, primero, erigirse en una figura nacional que fue ocupando el espacio dejado por los partidos y figuras políticas tradicionales, y segundo, en presidente del país tras recibir el 55,1% del voto en segunda vuelta. Con estos factores podremos visualizar, porqué un negro o una mujer brasileños votaron por Bolsonaro; asumieron como una esperanza a quien los desprecia. En las elecciones en cuestión votaron sobre 94 millones de personas. Por tanto, para que el ultraderechista captara el 55% de ese voto, considerando cómo se compone la demografía brasileña, cerca del 40% de negros y casi el 50% de mujeres tuvieron que votar por él. Analicemos.

 

El discurso anticorrupción

 

Actores oligárquicos se aliaron al sector más conservador de los poderes del Estado brasileño, esto es, los jueces. Y los grandes medios de comunicación, a su vez controlados por determinadas familias multimillonarias, fueron usados por oligarquía y jueces para posicionar la narrativa del “combate a la corrupción”. De ese modo, se puso en marcha una maquinaria altamente efectiva enfocada en derrotar al Partido de los Trabajadores (PT) de Lula por fuera del juego electoral. El esquema fue muy claro: cooptar el sentido común colocando la corrupción como un significante desde el cual enojar y movilizar la gente; a fin de que los ciudadanos asocien PT con corrupción e inmoralidad. Al mismo tiempo, se vaciaba de contenido la política para que, en ausencia de principios ideológicos que movilicen las personas, ese espacio lo ocupe lo moral. Es decir, la política se moralizó para que el brasileño común asuma un entendido de que la actividad política se trata de buenos y malos; siendo los malos los “ladrones” del PT y políticos tradicionales, en tanto los buenos son los fiscales y jueces que por “patriotismo” acusan, enjuician y encarcelan corruptos.

 

Este diseño, desde luego, tuvo que disponer de condiciones favorables para lograr sus cometidos. El PT de Lula fue manchado por casos reales de corrupción en sus 13 años de gobierno. El proyecto desarrollista del lulismo, y que Dilma dio continuidad, implicó gigantescas inversiones en infraestructura y la explotación de recursos naturales para la exportación por medio de empresas estatales. A su vez, para aprobar sus medidas en el Congreso el PT entró en la dinámica de compra de apoyos que la lógica legislativa brasileña (por sus propias normativas que privilegian el consenso por sobre la mayoría de un partido) propicia. Así, un PT con una economía en expansión en la que abundaba el dinero y con casi el 60% de la población de su lado, cayó en esquemas corruptos que lo empantanaron. Lula nunca confrontó las oligarquías brasileñas en el sentido de eliminar o bien disminuir sustancialmente su influencia. Sino que, por el contrario, integró en su proyecto desarrollista a aquellos sectores oligárquicos que estaban dispuestos a enrolarse en un juego de poder político y dinero donde estos últimos no imponían todas las reglas como antes. De esa forma, se dio un maridaje entre políticos de izquierda (del PT y otros partidos), de centroizquierda y centroderecha en el Congreso (cuyos votos necesitaba el PT para convertir en ley sus propuestas) y grandes grupos empresariales donde no primaban ideologías sino intereses económicos concretos.

 

Lo cual derivó en una espiral de corrupción que enlodó al PT de Lula. Esto no quiere decir que Lula fue un corrupto. Todavía, al brasileño más perseguido e investigado de la historia de ese país, no se le ha probado, más allá de inferencias, un solo acto de corrupción directa. Lo que decimos es que Lula, gestionando un proceso desarrollista complejo, y con un Congreso donde de otra manera no hubiese podido avanzar con sus reformas, seguramente tuvo que ser permisivo frente a entramados dudosos de sus compañeros de partido y colaboradores. (Sin embargo, la “justicia” brasileña lo encarceló bajo la acusación de enriquecimiento personal de lo cual no hay ni una sola prueba).

 

En el momento de mayor vulnerabilidad del PT (a partir de 2014 cuando surge la crisis económica con Dilma en la presidencia) el tridente medios de comunicación, jueces anti PT y oligarquías sale con todo tras la cabeza de Lula y su partido. Con un esquema que ya se había implementado en otros países de la región contra gobiernos progresistas: asesinar moralmente a Lula y el PT bajo la premisa de que eran corruptos y, con el apoyo de una ciudadanía que mediáticamente ya los había sentenciado, armar casos judiciales con los cuales llevarlos a la cárcel aun sin pruebas. Una población despolitizada a causa de la desustancialización de la política, movilizada por un sentido común que moraliza la discusión pública, concluyó mayoritariamente que Lula y PT son sinónimo de corrupción.

 

En ese contexto, se socavaron las bases sociales del PT; sobre todo entre sectores de clase media que, otrora, ese mismo PT ayudó a salir de la pobreza o bien a aumentar sus niveles de consumo y les garantizó derechos laborales, pensiones y otros beneficios. Es decir, las élites lograron que los beneficiarios de los gobiernos del PT se les fueran en contra. Desde ese momento, la batalla cultural de significantes estaba perdida. Y, en esa tesitura, un pueblo despolitizado y moralista dejó las ideologías a un lado y comenzó a hacerle caso a las diatribas de un ex militar devenido en político que prácticamente cada día decía algo más escandaloso. Pero que era un “hombre honesto” que nunca robó.

 

La crisis económica

 

En 2015 se perdieron 1,5 millones de puestos de trabajo en Brasil. A su vez, el consumo de los hogares cayó 4% tras casi diez años en aumento sostenido (CEPAL, 2016). Antes, a partir de 2014, comenzó a agotarse el modelo desarrollista del PT que se sustentaba en la expansión del consumo interno basado en un crecimiento en torno al 7,5% (con lo cual se apuntalaron los ingresos fiscales y mantuvo controlada la inflación). Agotamiento causado por factores externos e internos. A nivel externo por la baja en la demanda de commodities de China, la caída del precio del petróleo y la lenta recuperación mundial tras la crisis bancaria de 2008. Esto llevó al límite de sus posibilidades, externamente, la economía brasileña. A nivel interno, pesó el aumento del desempleo con su correlato de disminución del consumo. Lo que incidió en la caída del ingreso real de las familias e individuos. Con la disminución de la inversión pública por la baja de la entrada de divisas (exportación de comodities) y de la captación de ingresos fiscales, la economía brasileña entró en una espiral de descenso sostenido de la cual apenas comenzará a salir el próximo año (según proyecta el FMI).

 

El PT sustentó su política económica en la expansión del mercado interno con la entrada al mismo de 30 millones de brasileños que pasaron de la pobreza a la clase media. Entretanto, programas como Bolsa Familia dieron recursos a millones de pobres con los que adquirir bienes y servicios. Los brasileños podían comprar más comida, bienes y ser sujetos de crédito en bancos estatales y privados. Bajo los gobiernos de Lula (y hasta el primer mandato de Dilma) millones de brasileños se convirtieron por primera vez en consumidores. Sin embargo, una vez la economía comienza a debitarse, y, consecuentemente, el modelo del PT se agota y se queda sin respuestas ante condiciones externas e internas desfavorables, esos millones de nuevos consumidores se vieron ante un gobierno que no respondía a sus nuevas demandas de clase media. Porque si antes lo que querían era comer tres veces al día, con eso garantizado, pidieron una mejor casa. Tras obtener crédito para una mejor casa, exigieron carros. Y luego poder viajar. Esto es, los antiguos pobres asumieron la lógica aspiracional de clase media que se proyecta en el imaginario del consumo como forma de vida.

 

Le pasó factura al PT el que se haya centrado demasiado en crear consumidores y tan poco en formar ciudadanía. Lula creó nuevos consumidores para un modelo económico que dependía de un ciclo finito. Cuando se acabó el ciclo, los nuevos consumidores, ante sus demandas no cumplidas, señalaron al PT como el responsable de sus males. Un proceso donde se crea nueva ciudadanía, con conciencia política y sentido de país, puede sortear mejor una situación de ese tipo. Puesto que antes que asumirse como consumidores, los ciudadanos asumen identidades políticas donde pesan factores de clase e ideológicos.

 

De ese modo, la crisis económica hizo que muchos de entre los 30 millones de brasileños que el PT sacó de la pobreza ahora sean los críticos más acérrimos de Lula y su partido. No hubo ciudadanía sino solo consumidores que querían más. Manipulados mediáticamente con el pivote de la corrupción, estos antiguos pobres pasaron al bando de los “indignados” por “la corrupción de Lula y el PT”. Si hay crisis económica y consumen menos que antes es porque el PT se “robó todo”.

 

La inseguridad y las clases medias blancas

 

El año pasado en Brasil hubo 63,880 homicidios. 7 de cada 10 de esos asesinados fueron jóvenes negros de entre las edades 16 a 35 años. Cada 23 minutos en Brasil se mata un muchacho negro (datos de la ONU). La violencia brasileña tiene color.

 

La inseguridad es uno de los temas que más preocupa a los brasileños. Sobre todo a las clases medias y altas acomodadas. Bolsonaro se posicionó como el candidato de la restauración de la seguridad mediante una política de mano dura contra los delincuentes. “Primero disparar y después preguntar”, fue un lema que posicionó fuertemente en redes sociales desde 2015 con el que justificó la idea de que los policías deben comenzar a liquidar delincuentes directamente. Partiendo de un entendido de que hay unos “malos”, cuyas vidas no son necesarias, que se deben eliminar. Con ese imaginario de hombre fuerte contra el crimen, el ultra Bolsonaro, logró granjearse la preferencia de las clases medias y privilegiadas de Brasil. Es decir, de los blancos.

 

Quienes son los que piden seguridad para que los delincuentes (los que no deben vivir) sean alejados de sus propiedades y vecindarios. Siendo los “delincuentes” los negros. Se dio así una alianza entre clases medias y militares (con Bolsonaro encarnando la simbología de lo militar vinculado a la dictadura de “cuando éramos felices”) propia de lo que, históricamente, ha sido el fascismo: una articulación entre militares y sectores medios en aras de protegerse de un “enemigo” interno o externo; de un otro al que hay que eliminar. Las clases medias abrazaron los militares para que las protejan de ese otro.

 

En el caso brasileño ese otro es el negro. El negro “peligroso” que con las políticas reivindicativas y antirracistas de Lula y el PT mejoró sus niveles de vida. El blanco brasileño se encontró con el negro en sus calles y en los alrededores de sus vecindarios. No solo con los negros que salieron de la pobreza por medio de las políticas redistributivas de Lula (que ahora podían montarse en aviones, compra carros, ir a centros comerciales, hacer filas en sucursales bancarias para solicitar préstamos, ingresar en universidades). Sino más bien con el negro todavía pobre de la favela que conoció un Estado que por primera vez de alguna manera lo interpelaba, y que, asimismo, en el plano simbólico y material (programa Bolsa Familia) lo dignificaba. En una sociedad profundamente racista como la brasileña, que nunca sanó sus heridas coloniales, este encuentro necesariamente iba a generar una reacción del blanco al verse con ese negro que a su entender debe vivir en la otra frontera por debajo de lo humano (la estructura colonial de Brasil, que da un lugar a las personas según su raza, nunca ha dejado de operar). Reacción que se dio en la política con el rechazo a los programas de cuotas de afrodescendientes y subsidios a familias pobres (negras mayoritariamente). Y en el plano que nos ocupa, la seguridad, apareció con un vuelco de las clases medias y altas blancas hacia idearios fascistas que reposicionan el militarismo en el sentido común. La idea de la dictadura “buena” que garantizaba felicidad y que la gente viviera bien (la gente blanca) encontró en Bolsonaro su portavoz y materialización.

 

Cuando Bolsonaro dice que los policías deben matar, en el fondo, se refiere a que maten negros. La imagen que traslada a la mente de las clases medias y altas blancas es la de un policía disparando a un negro “peligroso”. En tanto señalado como “peligroso”, en el contexto de un paradigma militarista de la seguridad, en el que matar a quien representa una amenaza adviene acto legítimo, el negro brasileño es ese ser deshumanizado y prescindible al que se puede eliminar en cualquier momento. Cuando se le pide a Bolsonaro que saque los militares a las calles para acabar delincuentes, la idea que subyace a esa demanda, es que se mate a los negros. Cuyas vidas no valen en tanto no son.

 

Así las cosas, Brasil ha regresado a sus bases coloniales en su forma más abyecta y violenta. A una sociedad en la que impera la lógica colonial de vidas prescindibles en función del color de piel y fenotipo. Donde ser negro significa no existir, o lo que es lo mismo, poder morir sin consecuencias. El Brasil donde se garantizan derechos a unos, los blancos, y se convierten en objetos desechables los negros y al no blanco en general. Cuando Bolsonaro comience a aplicar su programa de mano dura contra la delincuencia, con militares y policías en las calles con licencia para matar, van a morir grandes cantidades de jóvenes negros. Cuyas muertes no serán más que estadísticas. Morirán muchos negros y las clases medias y altas blancas lo asumirán como el camino a transitar hacia una “paz” necesitada. Será el fascismo operando sobre las bases de una sociedad colonial y excluyente donde las vidas negras nunca han valido.

 

Los valores

 

¿Por qué mujeres y negros votaron por Bolsonaro? La conjugación de los factores antes mencionados conduce a los valores. Votaron por Bolsonaro puesto que, en el marco de un imaginario de “pérdida de valores”, vieron en el ex militar la garantía de restauración de tales valores. Una mujer brasileña promedio de clase media a baja tenderá a no dar mucha importancia a que Bolsonaro sea un machista y misógino. Para ella será más importante si éste defiende la familia tradicional y que no se enseñe “inmoralidades” en las escuelas. En todo caso, la información que devela el machismo de Bolsonaro aparece en medios de comunicación que ella considera “controlados por la ideología de género”. A su vez, muchos negros otorgan mayor importancia a que Bolsonaro salvaguarde los valores de la familia tradicional a que sea o no un racista. Estas personas se informan más por Whatsapp que por los medios tradicionales. Y son, antes que todo, evangélicos y/o católicos tradicionalistas buena parte de ellos.

 

Vemos, pues, una conjugación de elementos a favor de un mensaje como el de Bolsonaro. Esto es, gente de las mayorías que se informan por redes sociales donde no se contrasta la información y fluyen con rapidez las fake news, que, al mismo tiempo, privilegia los valores que pregonan sus iglesias frente a ideas de igualdad que enuncian los “malos” (la izquierda y movimientos anti machistas y anti racistas). Un terreno fértil para que prosperen idearios que explican por medio de conceptos simples soluciones para problemas muy tangibles. Si hay corrupción es porque los políticos de izquierda que gobernaban “no tenían moral”; si hay crisis económica es porque “se robaron todo los corruptos”; si hay delincuencia es porque ya “no hay valores” sino libertinaje propiciado por los políticos de siempre. Entonces, aparece un “hombre honesto” afirmando que restaurará los valores; que todo los problemas se solucionarán aplicando mano fuerte contra los que impusieron “ideologías de género” y se robaron todo.

 

El protagonismo de los valores en la discusión pública vacía de contenido la política al convertirla en una cuestión eminentemente moral. Y los ciudadanos despolitizados son presa fácil de discursos emocionales que llaman a solucionar los problemas restaurando un “orden perdido”. La idea del viejo orden frente al desorden de los últimos años, que cada vez es más fuerte en sociedades cooptadas por la moral y los valores. Las iglesias pentecostales, que nuclean buena parte de estos imaginarios, y que, en los últimos 30 años han penetrado fuertemente en las capas medias y bajas brasileñas, ocuparon gran parte del espacio que dejaron las ideologías y partidos tradicionales. Estas iglesias trabajan de manera sistemática y organizada sobre comunidades e individuos. La cosmovisión pentecostal fortalece lo individual proponiendo una relación directa entre individuo y Dios, al tiempo que posiciona una ética de la prosperidad basada en un determinismo según el cual “cada quien tiene lo que Dios le da”. Bolsonaro, quien se convirtió en evangélico hace pocos años, habló en la clave de estos sectores y se granjeó su apoyo. Los evangélicos son casi el 30% de la población en Brasil: si votan en bloque por un candidato pueden determinar quién gana una elección.

 

Determinadas élites brasileñas, cuando comenzaron a aplicar la estrategia de manipulación mediática y judicialización de la política en aras de desbancar al PT, no previeron que en ese proceso estaban creando un monstruo. Un monstruo que, al final, sepultó a sus otrora instrumentos políticos (PSD y PSBD). Al colocar la corrupción como significante hegemónico en el sentido común popular, y dibujar una realidad en la que todos los políticos eran corruptos, se abrieron las puertas a la entrada de los valores como eje articulador de las preferencias ciudadanas. Lo cual, con Lula preso y un PT rechazado por más de la mitad del país, más unos partidos de centro desacreditados y sin discursos alternativos, Bolsonaro vio y simplemente aprovechó.

 

El triunfo de Bolsonaro en clave latinoamericana

 

La llegada a la presidencia de Bolsonaro, como el de otros gobiernos de derecha los últimos seis años, explica muchas cosas de las élites latinoamericanas. La aparición de este extremista es parte de la reacción de las oligarquías regionales contra gobiernos de corte progresista que, desde la elección de Hugo Chávez en 1998, comenzaron a ganar elecciones. En el caso que nos ocupa, dice aún más puesto que estamos hablando de un personaje abiertamente racista, misógino, violento, homofóbico y fanático religioso. Es decir, las élites se sienten cómodas con una propuesta fascista, anti mayorías y violenta que aplicará medidas estructurales que convertirían en papel mojado derechos que garantizan nuestras constituciones. Cuando de salvaguardar privilegios de clase y raza se trata, las élites latinoamericanas están dispuestas a todo.

 

En tal sentido, hay varios aspectos que debemos analizar. Primero, cómo piensan y operan las élites tradicionales latinoamericanas. Que no son un sector homogéneo. En función del modo en que generan riqueza es que sus actores asumen posturas. Por ejemplo, las élites financieras (dueñas de la banca) difieren en varios temas de las élites agroindustriales. Rivalizan en cuanto a las orientaciones fundamentales que, en materia económica, proponen deben transitar nuestros países. Se da entre estas élites una disputa intercapitalista que es preciso considerar para entenderlas. Las burguesías financieras latinoamericanas son globalistas; acaparan y concentran riquezas apropiándose de las rentas nacionales por medio del control de los términos financieros. Están articuladas a los grandes grupos financieros y fondos de inversión de los países centrales. A nivel interno, forman parte de los grupos que controlan las importaciones por lo que defienden una economía abierta al capital y productos foráneos. Ideológicamente, son liberales que, tendencialmente, se adhieren a discursos en favor de minorías sexuales y libertad de culto que les vienen del Norte.

 

Entretanto, las élites agroindustriales y las de industrias del capitalismo productivo nacional privilegian un Estado al servicio del capital nacional que ellas concentran. No son abiertas y, por ejemplo, no apoyan tratados de libre comercio que benefician al capital transnacional. Son, casi todas, familias que vienen siendo dueñas de latifundios desde las colonias o las independencias. Tienen visión de hacendados sustentada en relaciones de dominio según raza y clase. Ideológicamente, tienden a ser conservadoras y retardatarias. Están articuladas a lo más rancio de la iglesia católica, y, en las últimas tres décadas, se han vinculado a las iglesias pentecostales.

 

Sin embargo, estas élites se unen cuando entienden que deben defender intereses fundamentales. En el fondo, todas arrastran mentalidad de hacendados por lo que ven nuestros países como fincas privadas y a nuestras mayorías como sus braceros. Siempre controlaron el poder y los gobiernos. El fenómeno más significativo de los gobiernos de raigambre progresista (de Chávez a Lula pasando por Correa y Evo) de la última década, es que las sacaron de los gobiernos. Y pudieron, unos más que otros, mediante programas reformistas (y hasta cierto punto revolucionarios algunos) obligarlas a negociar bajo términos que ellas no imponían del todo. En ese contexto, Estados con amplios apoyos populares pudieron hacer frente a élites tradicionales que dejaron a un lado sus divergencias intercapitalistas para encararlos. Con economías en expansión en las que se ampliaban las clases medias y, por consiguiente, el consumo interno, al tiempo que las riquezas generadas por la exportación de materias primas (fundamentalmente a China) se desparramaban, estas élites ganaron -muchas de ellas- más que nunca. Hacer crecer y consolidar clases medias implicó estructuralmente que las oligarquías propietarias ganaran más con mercados internos en ciclos expansivos. Así, podemos ver que la oposición que ejercieron estaba más bien sustentada en cuestiones de clase y raza. En el miedo a que millones de plebeyos (negros, indígenas y pobres en general), al mejorar sus niveles de vida, pasaran a reclamar derechos. Lo que implicaría que perdieran privilegios y se anule su capacidad de ejercer biopoder sobre las mayorías.

 

Cuando notaron esto, y las condiciones fueron favorables, al agotarse los ciclos expansivos económicos con que las izquierdas en los gobiernos financiaban sus programas, las élites salieron con todo a disputar. A fin de sacar del panorama aquellos gobiernos, y figuras populares, que estaban viabilizando el que los pobres salieran del lugar al que, según su visión de hacendados, pertenecen. El caso brasileño muestra que, en esa empresa, las oligarquías latinoamericanas están dispuestas a optar por el fascismo. Mediante al apoyo a candidatos que, bajo la simbología fascista de la seguridad, el orden y la restauración de valores, puedan electoralmente derrotar las izquierdas. Bolsonaro, así las cosas, es una suerte de capataz que la oligarquía profundamente racista (muy blanca) y clasista brasileña usará para apaciguar la finca envalentonada poniendo a negros y pobres en su sitio; particularmente, por medio de la aplicación de un programa económico neoliberal que ensanchará distancias entre quintiles socioeconómicos y en política de seguridad confinará a los plebeyos en sus favelas.

 

Las élites regionales, como la brasileña ha hecho, ni siquiera permiten la experiencia de un gobierno reformista como el del lulismo y el PT (que al final nunca las confrontó directamente sino más bien las incorporó a su proyecto con nuevos términos). Esa clase blanca de apellidos altisonantes solo conoce una opción y es la de ella siendo dueña de todo. La nueva disputa que se abre en la región debe considerar este elemento (sobre todo tras esta experiencia trágica en Brasil), de élites que, aun cuando se hicieron más ricas con proyectos reformistas de corte izquierdista, tan pronto pueden traicionan estos gobiernos y ayudan a hundirlos. Incluso mediante la violencia.

 

Por otro lado, el triunfo de Bolsonaro supone el final del Brasil con vocación de actor clave mundial y regionalmente. Un Brasil que articuló procesos de integración regional en aras de hacerle frente a la hegemonía estadounidense en América Latina. Que gestionó su política exterior con autonomía y una manifiesta orientación soberanista, anti imperialista y latinoamericanista. Cuando la intentona de golpe de Estado a Evo Morales en Bolivia, el gobierno de Lula fue clave para frenarla. La diplomacia brasileña usó el peso específico que en la economía boliviana tiene Brasil para desarticular aquel plan de las élites bolivianas. Hizo lo mismo para imponer el interés latinoamericano sobre el norteamericano en importantes diferendos regionales a lo largo de más de una década.

 

Bolsonaro volverá a poner a Brasil al servicio del imperialismo rapaz y del capital financiarizado internacional. Abiertamente lo ha manifestado desdeñando la política latinoamericanista de Lula al afirmar que la misma ayudó “a expandir el socialismo en la región”. Su idea de integración está condiciona por su condición de militar derechista que ve en Estados Unidos un baluarte. Y su equipo económico estará liderado por Paulo Guedes, un chicago boy que trabajó para Pinochet en los 80, que, junto al Chile del derechista Piñera y la Argentina de Macri, impulsarán una Sudamérica abierta al capital transnacional y subordinada a los dictados del Norte.

 

Finalmente, Bolsonaro debe interpretarse en clave regional desde la perspectiva de la cada vez mayor influencia de las iglesias pentecostales. El papa Juan Pablo II, un anticomunista de extrema derecha, cercenó todos los lazos sociales que la iglesia católica latinoamericana, de la mano de la Teología de la Liberación, forjó con las mayorías desposeídas en las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado. Resultando de ello una iglesia católica esclerotizada incapaz de interpelar a los pobres. Ese vació lo ocuparon iglesias pentecostales financiadas desde Estados Unidos (cuna de este credo protestante) que penetraron en barrios pobres y zonas rurales olvidadas con una religiosidad emocional, pragmática que explica problemas mundanos con respuestas muy claras y que enseña al pobre a aceptar su condición como parte de un designio divino. Estas iglesias desarrollaron programas sociales a través de redes internacionales en las que se atendían necesidades concretas de alimentación, ropa y vivienda de millones de pobres. Al tiempo que enfatizaban en que si se está enfermo es porque no se reza ni teme a Dios, y si se tiene éxito es porque Dios te escuchó. Una teología de la prosperidad que dio sentido y cobijo a muchos pobres que la educación formal, y la izquierda política, nunca lograron alcanzar. En esas mentes vacías y temerosas penetró este credo altamente efectivo y organizado.

 

En Colombia los pentecostales fueron decisivos para el triunfo del No en el referendo por la paz en 2016. En Guatemala tienen un presidente en el ex comediante Jimmy Morales. Así como en la mayoría de nuestros países son instrumentales bloqueando medidas que legalizarían el aborto en algunas causales y reconocerían derechos a minorías sexuales. Y en Brasil, que los evangélicos constituyen cerca del 30% de la población, votaron a razón del 80% a Bolsonaro. Sin eso voto en bloque su triunfo no hubiese estado asegurado.

 

En el paradigma actual de los valores, y la sensación de decadencia moral y final de los tiempos “buenos”, idearios que han colonizado el sentido común popular, las iglesias pentecostales, con sus medios de comunicación y redes muy asentadas en sectores populares, son un actor de primer orden. Y le han dado a las élites racistas y clasistas un bolsón de votantes pobres que nunca habían tenido. ¿Cómo, desde propuestas progresistas que buscan emancipar mayorías y crear sociedades igualitarias, encarar este enorme desafío? Sin caer en un juego simplista de señalar como reaccionarios a todos los pentecostales, que, al final, es gente pobre en su mayoría. Gente a la que debemos interpelar desde la izquierda.

 

Bolsonaro representa muchos desafíos a nivel regional. Y en nuestra perspectiva, nada se ha perdido porque todo está disputa.

 

https://www.alainet.org/es/articulo/196377
Suscribirse a America Latina en Movimiento - RSS