Democracia y derechos humanos

13/05/2011
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En términos generales los defensores del statu quo advierten que la eliminación de la ley de impunidad sería una violación a la democracia refiriéndose en particular a las consultas ciudadanas.
 
Resulta de interés repasar la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre el caso Gelman ya que no elude esa cuestión. Dice: “La existencia de un verdadero régimen democrático está determinada por sus características tanto formales como sustanciales, por lo que, particularmente en casos de graves violaciones a las normas del Derecho Internacional de los derechos, la protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de mayorías, es decir, a la esfera de lo “susceptible de ser decidido” por parte de las mayorías en instancias democráticas”. Y reafirma: “la Suprema Corte de Justicia ha ejercido, en el Caso Nibia Sabalsagaray Curutchet, un adecuado control de convencionalidad respecto de la Ley de Caducidad, al establecer, inter alia, que “el límite de la decisión de la mayoría reside, esencialmente, en dos cosas: la tutela de los derechos fundamentales (los primeros, entre todos, son el derecho a la vida y a la libertad personal, y no hay voluntad de la mayoría, ni interés general ni bien común o público en aras de los cuales puedan ser sacrificados) y la sujeción de los poderes públicos a la ley”.
 
En la resolución de la CIDH nos encontramos con un diagnóstico que suscribimos. Hoy, en nuestro país, el régimen democrático sigue viciado por una ley que obstruye la investigación de las graves violaciones de los derechos humanos de la dictadura. Sin embargo, democracia y derechos fundamentales pueden y deben conjugarse. Oponer estos valores en la práctica va en detrimento de ambos. Si la Ley de Caducidad fue usada por los gobiernos conservadores para bloquear la verdad y la justicia, si aún hoy resulta un obstáculo, no basta con utilizar su propia inconstitucionalidad para acercarse más a la verdad y a la justicia. Se debe eliminar esta ley del ordenamiento jurídico para permitir la investigación y marcar el rumbo. En esto también es contundente la CIDH: “La persecución penal es un instrumento adecuado para prevenir futuras violaciones de derechos humanos de esta naturaleza y, asimismo, el Estado debe garantizar que ningún obstáculo normativo o de otra índole impida la investigación de dichos actos y, en su caso, la sanción de sus responsables”.
 
Por supuesto, hay viejos conservadores, defensores de torturadores, círculos y logias militares que festejan alegremente la Ley de Caducidad. También hay muchos liberales que manifiestan cierto pesar o se refieren con dolor a las circunstancias de excepción en que fue aprobada. Tal como reconoce la CIDH, hasta la asunción del primer gobierno del Frente Amplio la Justicia había sido maniatada por la obsesión de la amnesia. Hoy, los argumentos de la CIDH resultan más notables porque desde los tres poderes del Estado uruguayo se ha calificado esta ley como antijurídica y hasta abominable. Si como dicen legisladores de distintos partidos, la simbólica fecha del 20 de mayo conmueve la conciencia moral de los uruguayos, ¿qué justifica lo injustificable? ¿Qué impide la debida acción?
 
La CIDH reclama que “el Estado debe disponer que ninguna otra norma análoga, como prescripción, irretroactividad de la ley penal, cosa juzgada, ne bis in idem o cualquier excluyente similar de responsabilidad, sea aplicada y que las autoridades se abstengan de realizar actos que impliquen la obstrucción del proceso investigativo” . Pensaba que todo esto suponía un complejo debate filosófico y jurídico. Ayer, en la presentación del libro “Los padres de Mariana” de Francois Graña, a Macarena Gelman le bastó con una simple pregunta: “¿Por qué quienes robaron tanta vida tienen que quedar impunes?” El Presidente y sus ministros, diputados y senadores, jueces y fiscales deberían sentirse interpelados.
 
Publicado en La República, 12/5/11.
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