El terremoto de 1985: fenómeno natural y gestión desastrosa

19/09/2010
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Los desastres naturales no existen. Los fenómenos naturales –terremotos, huracanes, erupciones volcánicas- sí. La palabra “desastre” hace alusión a las pérdidas humanas y materiales que se generan a raíz de los fenómenos naturales. Sin embargo, lo que puede ser verdaderamente desastroso es la gestión de las autoridades, antes, durante y después de que se produce un fenómeno natural de gran impacto. Por lo tanto, el terremoto del 19 de septiembre de 1985 (con sus numerosas réplicas, en particular la del día siguiente), fue un fenómeno natural que por su magnitud (8. 1 grados en la escala de Richter, seguido de un segundo sismo, el 20 de septiembre, de 7. 3 grados), su duración (cerca de dos minutos), sus características (oscilatorio y trepidatorio) y la afectación que produjo en zonas con una alta densidad demográfica (en el caso del Distrito Federal, las dos delegaciones más afectadas, Cuauhtémoc y Venustiano Carranza, son de las más pobladas) se convirtió en un gran desastre, debido a la parálisis e inacción de las autoridades.
 
El entonces Presidente de México, Miguel de la Madrid, tardó 39 horas para hablar de lo sucedido, y cuando lo hizo, retardó la solicitud de auxilio a la comunidad internacional. Era como si, para el gobierno mexicano fuera más importante “guardar las apariencias” y hacer saber al mundo que “todo estaba bajo control”, en lugar de reconocer la magnitud de la tragedia humana y solicitar toda la ayuda posible a las naciones del orbe. Toda proporción guardada, la actitud gubernamental fue semejante a la asumida un año después, por el líder de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, cuando se produjo el accidente de Chernóbil y tardó más de dos semanas en reconocer lo sucedido.
 
Es difícil explicar a las nuevas generaciones lo ocurrido el 19 de septiembre de 1985, pero quizá algunas cifras ayuden a poner en contexto lo que podría denominarse “el recuento de los daños.” El sismo en sí, liberó una energía equivalente a 1 114 bombas atómicas de 20 kilotones cada una. Si el lector considera que esto es una exageración, como testigo presencial del terremoto en Tlatelolco, quien escribe estas líneas puede afirmar que una vez que se colapsó el edificio “Nuevo León” –en realidad se desplomaron dos de sus tres módulos-, se levantó una nube de polvo, semejante a la que generan los bombardeos en los conflictos armados.
 
Las cifras oficiales señalan que el sismo produjo entre seis y siete mil muertos, pero hay quien considera que esos datos están muy alejados de la realidad. Años después, con la divulgación de información más fidedigna, se calcula entre 35 mil y 40 mil el número de víctimas fatales. La cantidad de heridos, se dice, ascendió a otras 40 mil personas. Unas cuatro mil personas fueron rescatadas de los escombros. 50 mil familias quedaron sin hogar. El estadio de béisbol del Parque del Seguro Social –que ahora alberga al centro comercial Parque Delta- fue habilitado para alojar y reconocer cadáveres.
 
Las pérdidas materiales se estima que ascendieron a cuatro mil millones de dólares –de aquellos años-, tan sólo en infraestructura. Casi tres mil edificaciones sufrieron daños estructurales. 880 edificios quedaron en ruinas. 13 hospitales, la mayoría del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales para los Trabajadores del Estado (ISSSTE) quedaron destruidos total o parcialmente, con lo que una de cada cuatro camas de hospital, se perdieron en los momentos en que más se les requería. Servicios como energía eléctrica, agua y teléfono se vieron interrumpidos y en algunos casos tardaron meses antes de restablecerse en su totalidad. Según el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), unas 700 mil personas emigraron del Distrito Federal a la zona conurbada del Estado de México tras el devastador sismo.
 
El país se encontraba a mitad del camino de la llamada “década perdida”, si bien el sistema político cada vez más mostraba su agotamiento y el terremoto no hizo sino poner en evidencia, la necesidad de democratizarlo, al posibilitar que la sociedad civil, convencida de que tenía que atender las consecuencias del cataclismo, contribuyó a mitigar la tragedia, amén de exigir viviendas y servicios –de manera muy organizada- a las autoridades. Hay quien piensa que los comicios de 1988 –aquellos en que “se cayó el sistema”-, cuando se proclamó la victoria de Carlos Salinas de Gortari sobre Cuauhtémoc Cárdenas, contribuyeron a gestar la transición democrática, y no precisamente de arriba hacia abajo.
 
A 25 años del terremoto del 19 de septiembre: ¿se puede afirmar que México aprendió la lección y ha desarrollado una cultura de la prevención? Todo parece indicar que no. Es verdad que cada cierto tiempo hay simulacros de evacuación, los cuales, dicho sea de paso, no son tomados muy en serio por la sociedad, ni están debidamente organizados. Por cuanto hace a las construcciones, si bien existen reglamentos de construcción y restricciones en zonas de suelos “blandos”, nuevamente es posible encontrar edificaciones donde las normas no son respetadas. En los lugares en que se colapsaron viviendas u oficinas, es posible observar construcciones nuevas, que, presumiblemente, debieron apegarse a las estrictas normas, si bien la corrupción y la posibilidad de sobornar a inspectores u otras autoridades, generan dudas sobre la seguridad que pueden proveer de cara a un sismo de gran magnitud.
 
La cultura de la prevención en la sociedad, no es muy amplia. Los simulacros ayudan, pero no son suficientes. En México, en el terreno de los seguros, sólo el 4. 2 por ciento de los propietarios de casas o departamentos, poseen una póliza que protege su patrimonio. Es verdad que cuando las familias solicitan un crédito hipotecario, hay un seguro que obligatoriamente deben adquirir, pero una vez que liquidan su adeudo, no lo renuevan. De hecho es en los estados con costas de la República Mexicana, donde más se adquieren seguros, hecho explicable por la recurrencia de huracanes e inundaciones, pero incluso en estos casos son los gobiernos y los magnates del sector turístico quienes compran pólizas. En las grandes ciudades ocurre algo parecido. En lugares como la ciudad de México, pese a que se experimenta con frecuencia movimientos telúricos de distintas magnitudes que provocan daños a los inmuebles y/o sus contenidos, los propietarios no adquieren seguros, y esto pude obedecer a razones como simple flojera, los costos, y la ignorancia, dado que además de un sismo, el patrimonio de una familia puede perderse por una erupción volcánica, un incendio y/o una inundación, y existen pólizas que cubren cada una y/o todas estas catástrofes.
 
Hace algunas semanas se comentaba en este mismo espacio (véase http://www.etcetera.com.mx/articulo.php?articulo=4492 ) la experiencia de Turquía, un país expuesto a devastadores terremotos, y que, en aras de crear una cultura de la prevención, ha desarrollado un simulador físico itinerante de sismos de gran magnitud en un camión que es llevado a escuelas y diversos lugares, donde concurren los ciudadanos comunes y corrientes, a quienes se explica la importancia de comprar un seguro para proteger su patrimonio, amén de las cosas que hay que hacer antes, durante y después de un sismo.
 
La Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) desarrolló un simulador patrocinado por compañías de seguros, y que consiste en un programa de cómputo que permite identificar la magnitud del daño que se produciría en una determinada vivienda, introduciendo datos sobre las características de ésta y la magnitud del sismo. Con este simulador es igualmente posible estimar los daños que se producirían a los contenidos de los inmuebles. Por supuesto que este es un esfuerzo valioso para sensibilizar a las personas, pero quizá sería importante pensar en estrategias de prevención de más “alto impacto”, como el camión turco arriba referido.
 
Por cuanto hace a las autoridades, con la creación del Centro Nacional para la Prevención de Desastres (CENAPRED) en 1988, en buena medida tras la desastrosa gestión gubernamental con motivo del terremoto de 1985, se dio un paso importante para intentar responder al desafío de los fenómenos naturales. Existe, igualmente, el Fondo de Desastres Naturales (FONDEN), aunque, como se ha visto a lo largo del año en curso, de cara a las 104 declaratorias de desastres que se han producido en todo el país, resulta insuficiente, amén de que se trata de recursos para usarse una vez que se ha producido el fenómeno natural y/o la catástrofe, y es evidente que siguen faltando los dineros para la prevención y la concientización de la población. Porque vale la pena insistir en que los fenómenos naturales son una constante desde que el mundo existe, por lo tanto, no son acontecimientos “novedosos.” Se sabe que van a ocurrir, y, en algunos casos, no se dispone de una fecha exacta, pero es muy factible que tengan lugar. Por lo tanto, en aras de honrar la memoria de las víctimas del terremoto del 19 de septiembre de 1985 –y sus réplicas- se imponen tareas coordinadas entre la sociedad y las autoridades en materia de sensibilización y prevención, además, de que, en general, México debe avanzar significativamente en la gestión de riesgos.
 
Para finalizar, hay que recordar que el segundo miércoles de octubre de cada año, se conmemora, a instancias de Naciones Unidas, el día internacional para la reducción de los desastres en todo el mundo. ¿Por qué no pensar en un plan, correctamente estructurado, de gestión de riesgos, de cara a los fenómenos naturales que enfrenta cotidianamente México, para darlo a conocer en ese momento (13 de octubre)? Después de todo, a juzgar por el gasto efectuado en los festejos del bicentenario, el problema no parece ser la falta de recursos materiales, sino, más bien, de voluntad política.
 
 - María Cristina Rosas es profesora e investigadora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México
 
 
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