Al menos una lágrima

05/10/2011
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Promediada la década de 1970 y un día de un mes que no recuerdo nos llegaron noticias de que el Ejército andaba tras los pasos de una columna guerrillera que había incursionado en el pueblo. Cuando la noche se asomaba, mi abuelo nos dijo que si los soldados llegaban hasta donde vivíamos nosotros, en la ruta del cerro Tecuamburro, no teníamos por qué irnos de la casa, pero que si era cierto que aquellos no andaban buscando quién se las debía sino quién se las pagaba, entonces que nos fuéramos nosotros y él se quedaría para enfrentar el destino. Nos señaló una ruta entre el monte por la cual se llegaba hasta la choza de Don Chilo y que allí nos podíamos refugiar.
 
En las primeras horas de la noche escuchamos unas ráfagas de ametralladoras y el pánico se apoderó de nosotros. Nos pusimos de pie y emprendimos la huída. Teníamos un sabuesito de dos meses que alguien nos había regalado, y antes de salir en estampida hacia el monte, mi abuelo me dijo: "Llévese al perrito, porque si han de matarme, por lo menos que no se lleven por delante a esta criaturita que nada tiene que ver con la insensatez de los seres humanos". Esta frase de mi abuelo la utilicé en "La conquista de la otra orilla", uno de los relatos de Los crímenes de Cerro Quemado.
 
El monte estaba tupido y, por desgracia, mi abuela quedó atrapada en unos zarzales. "Ustedes váyanse a la chingada", nos dijo y así lo hicimos. Dos de mis tíos se treparon a unos árboles de chico zapote y mi hermano y yo seguimos con el sabuesito por donde el instinto nos decía que era la ruta de la choza que nos había dicho mi abuelo.
 
De repente, otra ráfaga de ametralladoras se escuchó por el rumbo de nuestra casa. En ese momento me acurruqué al pie de un árbol y me puse a llorar en silencio. Ya lo mataron, pensé, pero mi hermano me tomó del brazo y me dijo que siguiéramos. Yo tenía seis años de edad y mi hermano ocho. Tal vez por eso lloré, porque estaba muy chiquito, pero también porque amaba tanto a mi abuelo.
 
Ya habíamos caminado como dos kilómetros entre el monte cuando el milagro ocurrió. Un perro viejo, cansado y triste ladraba con apuros muy cerca de donde mi hermano y yo estábamos. El sabuesito iba temblando, no de miedo, sino tal vez porque a saber cómo lo llevábamos. La luz de un candil iluminaba el interior de aquella choza de paredes de palos y techo de palmas. Una anciana menuda y ayuna de carnes nos abrió la puerta. En un rincón, Don Chilo estaba sentado en el suelo, sobre los petates en que dormían. Y Keno y Ramiro, los niños nietos, estaban de pie. Apagaron el candil y comenzamos a platicar en voz baja en la oscuridad de aquel cálido hogar que nos estaba dando refugio. Otras ráfagas se escucharon más lejos, más arriba en la ruta del cerro y de nuevo me puse a llorar en silencio, pensando en mi abuelo. También pensaba en mi abuela que se había quedado en el camino, enredada en los zarzales.
 
El sol nos descubrió despiertos y entonces ocurrió un episodio muy tierno. La anciana, cuyo nombre, desgraciadamente, ya no recuerdo, había ido a cortar unos tomates silvestres pequeños, del tamaño de un un nance, y comenzó a prepar desayuno. Don Chilo era ciego, entonces lo supimos. Sentados en círculo sobre el suelo, la anciana colocó en el centro sobre un pedazo de petate un pequeño guacal de morro con el chirmol de tomatitos y chile. Nos dio una tortilla a cada uno y nos dijo: "bueno, patojos, desayunemos". Mi hermano volteó a verme y en sus ojos adiviné una profunda tristeza. Luego bajó la mirada, partió un pedazo de tortilla y lo remojó en el chirmol. Y así lo hicimos todos. Creo que aquel ha sido el desayuno más sabroso que he probado en toda mi vida, porque lo habían preparado las manos más humildes y porque el acto de estar ahí al rededor de aquel plato era un episodio heroico, dignísimo, frente a la humillación más humillante que se le pueda infligir a un ser humano: condenarle a la pobreza extrema, aguda e inmisericorde.
 
Al rato apareció mi abuelo, pero ya no había comida. Les dio gracias a los ancianos y nos llevó de regreso a casa.
 
El sabuesito murió un mes después a causa de un empacho, mientras que el perro viejo, cansado y triste murió a manos de una soberbia presa: un coche de monte que lo hizo pedazos. Esa fue la última batalla de aquel noble animal que cuidaba de aquella familia abandonada.
 
Y hace un mes, más o menos, me encontré en una calle de la ciudad a un amigo de la infancia que me contó que los miembros de aquella generosa familia fueron muriendo uno a uno hace ya varios años. Una amargura despiadada me invadió, porque no pude al menos ir a dejarles una lágrima sobre sus tumbas.
 
Godo de Medeiros
Escritor
Guatemala, Centroamérica
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