Huracán y después

22/11/2010
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Tomás al fin
 
Ya no esperamos más, se desató el huracán. Anoche empezó a soplar y a soplar cada vez más fuerte y a caer una lluvia que ahora pega como granizo contra el techo de chapa. A las 8 de la noche saqué mi botella de vodka y me serví un vaso con jugo de mango. A las 10 me dolió la cabeza y guardé la botella de vodka. A las 11 el viento ya era huracán, definitivamente, pero a mí me dolía la cabeza y ya no podía sacar de nuevo la botella. Me dormí, me desperté, me volví a dormir. A las 3 de la madrugada el ruido de la naturaleza era infernal, iba hasta la ventana, miraba los árboles doblarse, los escuchaba crujir un rato y me volvía a la cama. Una vez, como a las 5, me incorporé, me senté, y el viento dentro de la habitación era tan fuerte que me levantó el pelo. Claro, hay dos ventanas sin vidrios, sólo mosquitero y reja, ¿para qué más, acá?, una ventana en la cabecera y otra en la pared contraria que hacen que el aire cruce por mi cuarto como perico por su casa.
 
A pesar de la violencia del viento me levanto como a las 8 y salgo afuera, muerta de hambre, desesperada por un café, pero la misma ráfaga me empuja adentro y cierra la puerta. Estoy presa de mi huracán, Tomás. Desde adentro de mi cuarto lo veo destrozar el jardín de mis caseros, árboles partidos, hojas, ramas caídas. A las 8 y media todo queda repentinamente en calma, es el ojo, sé que es el ojo por el silencio, porque de vuelta se escucha sólo a las ranas. Bajo rápidamente con la cámara, registro el desastre, y mientras filmo no sé qué cosa empieza a soplar de nuevo, empieza súbitamente y con fuerza, quedo atrapada en el jardín y bajo el techado de una habitación vacía. Debo apresurarme y subir a mi cuarto, debo ser prudente, debo cuidar mi seguridad, debo, debo, pero sigo fotografiando y filmando el que tal vez sea el único huracán de mi vida cuando Tomás me regala con una toma soberbia: la tierra se levanta a dos metros de donde estoy, el pasto y la tierra se elevan frente a mi nariz y a mi cámara y salen a la superficie las raíces de un pino grande, afloran más de un metro y medio, se balancean indecisas antes de que el árbol caiga como en cámara lenta. Filmo y después subo corriendo bajo la lluvia, subo a mi cuarto. Antes de entrar miro hacia atrás, huelo, el lugar se llenó de un olor a minerales, a sepultura orgánica. 
 
Televisión comunitaria
 
La televisión comunitaria es algo que yo nunca había visto ni sospechaba que existiera, pero en este país todo es posible, hasta lo insospechado, hasta la televisión comunitaria. No, no me refiero a un canal público, del estado o municipal, no, me refiero a un viejo aparato, a un televisor tan decrépito como todo lo demás en este lugar, metido en un nicho metálico en una placita pobre -¿qué sitio de esta ciudad no lo es?-, que alguien abre por la tarde y cierra con un enorme candado de noche. No sé si en él ven algún canal haitiano -no lo creo, juraría que no hay- o si miran películas o series o partidos de fútbol, lo que sé es que un montón de gente se reúne frente al aparato, de pie, y se queda horas mirando quién sabe qué cosa que los hace amucharse, incómodos, hasta el final de la sesión. Algunas veces paso de tardecita, todavía temprano, y ya hay gente esperando que abran el nicho y enciendan la caja mágica que les dará la oportunidad que necesitan para pasar unos momentos lejos de sus casas oscuras por falta hasta de velas y de sus realidades tan oscuras como casas de Jérémie.
 
La resignación
 
Los países, me temo, terminan por parecerse a sus peores pesadillas. Haití, presa de la tragedia de la tortura, del hambre y de violencia, no logra cambiar ese sentimiento de miedo casi onírico instalado en el imaginario colectivo. Se sueña en desgracia, se vive en desgracia. El vudú, los latigazos, la injusticia, el autoritarismo, la violencia bajo todas sus máscaras están grabados en este pueblo que no parece capaz de abrirse otro camino diferente. Y es que la visión que tenemos de este país, como tantas otras visiones construidas en base a lo que dice la prensa ávida de provocar sensaciones, es un estereotipo que no siempre se corresponde con la realidad.
 
Uno cree que esta gente está dominada por la rebeldía, uno imagina a miles de personas clamar para romper sus cadenas, exigir sus derechos, gritar contra la opresión, pero nada de eso sucede en una realidad dominada por la desidia que causa la insatisfacción de las necesidades más básicas. Y es que nadie piensa en la libertad cuando no tiene agua potable. Todos nos preguntamos por qué este pueblo es tan indiferente, tan poco solidario, tan resignado, y la única respuesta que encuentro es esa. La violencia que se ve es la del robo, el asalto, la corrupción, y la ira de los despojados se orienta más a pedir las raciones de comida que alguien les regala que a desbancar a los políticos que se las escamotean.
 
Otros ojos
 
Me provoca un sentimiento raro saber que tengo la edad que en este país es la expectativa media de vida: 50 años. Afuera soy una mujer de mediana edad, acá una anciana. Pienso en mí en términos haitianos y la alarma me hace correr al espejo, me tranquiliza ver reflejada a una mujer de mediana edad. Pienso que tal vez, como en El reino de este mundo, los haitianos y yo no tenemos distintas percepciones y nuestros ojos no ven lo mismo, pero en este caso ¿qué será lo real maravillo y cuál la verdad objetiva? Más vale no pensar mucho.Y si un haitiano me pregunta la edad, no se la diré.
 
Las yolas
 
Ni balseros cubanos ni pateras africanas, acá existe un versión propia y desconocida para el ya tristísimo mundo del exilio y del hambre: las yolas haitianas y dominicanas. No muy lejos de las famosas rutas cubanas navegan estas embarcaciones, endebles y pequeñas, cargadas de angustia y desesperación. Los haitianos olvidados o nunca conocidos cruzan ilegalmente en barquitos con capacidad para 20 o 30 personas donde los traficantes de gente cargan a veces más de 100 con destino a las islas vecinas, Turks and Caicos, Martinica, Antigua y Barbuda, Bahamas, hasta a Puerto Rico.
 
Están días y días en el mar para salvarse de la miseria, van apiñados y sin un techo que los preserve de este sol agresivo, sin baño, muchas veces sin comida ni agua. Pasan tres, cuatro, hasta ocho días a merced del mar, de los tiburones, de la sed, de los vientos imprevisibles que caen con furia asesina. El Canal de la Mona, leí, tiene unos 125 kilómetros de largo por 160 kilómetros de ancho, corrientes marinas de hasta 5 nudos, olas de 6 metros y rachas de vientos que alcanzan los 60 nudos. Allí se arman tormentas tan veloces como contundentes y es un santuario de tiburones. Allí se encuentra uno de los abismos más profundos del planeta, la Fosa de Milwaukee (8.648 metros de profundidad) y en esa depresión existe una gran actividad volcánica.
 
Si a pesar de todo estos balseros llegan a la costa sólo les queda sortear a las implacables patrullas de la Guardia Costera. Se estima que sólo el 30% de los que intentan llegar a la isla de Borinquen lo logra, el resto desaparece en las terribles tempestades o entre las fauces de los tiburones, y es que demasiadas veces los viajes a la libertad son viajes a la muerte. Leo, también, los relatos de los sobrevivientes. No los contaré, no los contaré y no los contaré, son tan escalofriantes que, como otras cosas de este país, prefiero olvidarlos.
 
Papá y Baby Doc
 
¿Cómo no dedicar un párrafo a los siniestros Duvalier, padre e hijo? Un país terrible no podía tener más que dictadores terribles, padre e hijo compitiendo en la historia más perversa y sangrienta. François Duvalier, sus arengas antiimperialistas y su pomposidad vacua, en nada se diferenciaron del resto de la burda literatura nacionalista de la época. Sus vicios, su negritud profunda y lo basto de sus ideas fue para los haitianos la marca del poder que impuso a machetazos. Entre sacrificios de animales y cuerpos torturados Duvalier popularizó su impronta, el traje negro y la silenciosa presencia, voluntariamente parecida a la del Barón Samedi, el espíritu de los cementerios del vudú.
 
Después de una larga sucesión de masacres e intrigas que acabó con todos sus competidores Papa Doc ganó la primeras elecciones libres y representativas de Haití, y nadie supo cómo ni cuándo este modesto doctor destinado a durar poco en el poder se transformó en un tirano todopoderoso, dueño de una red infinita de informantes y quebradores de huesos. La extorsión y el chantaje fueron la única herramienta de promoción social, fomentada abiertamente desde el estado. La educación y la salud, en cambio, fueron consideradas empresas europeizantes que alejaban al pueblo de sus raíces. El vudú dejó de ser clandestino, mientras el catolicismo fue considerado subversivo.
 
Tenía un paranoico sentido de la deslealtad que ejerció basándose en sus propias fobias y caprichos, torturaba él mismo a sus Tonton Macoutes en las mazmorras del palacio donde vivía con su familia. Expulsó embajadores, cortó relaciones diplomáticas a su antojo, fue amigo de Batista y de Trujillo, y se alegró públicamente de la llegada de Fidel Castro al poder sin sonrojarse jamás por sus contradicciones. Hay que pensar que acá es difícil separar el ámbito público del privado de los gobernantes, su mal gusto, sus excesos, sus vidas sexuales, todo importa frente al histórico amiguismo personalista con que gobiernan los que gobiernan, ciegos y sordos a nada que no sea su propio beneficio y su propio y abusivo ejercicio del poder. El estilo de Papa Doc. Al final, y aunque declaró públicamente ser dios e inmortal, la muerte llegó a Duvalier para contradecir sus afirmaciones.
 
Lo sucedió su hijo de 19 años, Juan-Claude, un adolescente cruel, obeso y tímido. La presidencia significaba para él la posibilidad de cerrar el aeropuerto para correr con su colección de autos de lujo en la única pista asfaltada de Haití. Otro de sus placeres era lanzar al aire fajos de dólares para ver a la gente pisotearse en busca de algún billete. Víctima él mismo de la crueldad paterna, fue el miedo y la tortura sistemática lo único que repartió igualitariamente en su país, hasta que, agobiado por la oposición, terminó huyendo de la isla como un cobarde y en las sombras, en un avión facilitado por Reagan y con el tesoro del banco Central en sus valijas, entre 120 y 400 millones de dólares, o sea todo, todo lo que había en las arcas de Haití, y dejó dinero suficiente -qué detalle el de Baby Doc- para que el país pagara un mes de combustible y harina.
 
Vivir en creole
 
Entre los haitianos del pueblo y yo hay un muro sólido de palabras. Me resulta difícil relacionarme con ellos porque no los entiendo o los entiendo poco, porque sólo quienes tuvieron una educación formal hablan bien el francés y el resto -o sea, casi todo el país- sólo habla creole. Yo hago el intento, como todo el mundo lo hace acá, y chapurreo palabras sueltas que mezclo con un francés que trata de imitar su acento y que, en el fondo, creo que les resulta incomprensible y ridículo, aunque pongan cara de entender para no pasar por tontos o para premiar mi esfuerzo. El resultado es que termino agotada y ellos sin enterarse de lo que les quise decir.
 
Mis vecinos, él vasco y ella noruega, toman clases de creole que un haitiano avivado les cobra como si con sus enseñanzas descorriera el velo de Isis. Otros internacionales toman clases colectivas y más accesibles a cualquier bolsillo. Mis compatriotas del cuartel no hablan ni francés ni mucho menos creole, ni parece que a ellos les importara nada.
 
Sin embargo y con excepción de los militares, hay como un desenfreno internacional por acercarse al haitiano de pueblo, por llegar a comunicarse con los más olvidados, por tender una mano a los más necesitados. Algunos les traen proyectos que tienen que ver con la salud, otros programas alimentarios, derechos humanos o democracia. Todos quieren acercarse a ellos y ayudarlos, y empiezan por aprender la lengua. O van a clases de kompá, la música nacional de esta tierra. No está mal, no, pero presiento que Haití tiene tantos amigos que la abrazan que se siente ahogada, aunque le hablen su lengua y bailen sus danzas.
 
En esta ciudad aislada y de apenas 30.000 habitantes se vé a cientos de internacionales deseosos de cooperar, corren de un lado a otro llevando planes de salud en creole, democracia en creole. No veo que sirva de nada, el grueso de los haitianos sigue sin acceder a los bienes más básicos mientras los internacionales nos reproducimos a ritmo vertiginoso tratando de hablar su lengua y de bailar kompá. Pero siempre del otro lado del muro.
 
A veces, en el supermercado o cuando bajo de la camioneta, alguien pasa y me dice blank. Así, sólo blank, que no quiere decir blanco sino extranjero, y todavía no sé si es una simple afirmación o si lo hacen con sentimiento, con rabia. Me lo dicen en la cara y mirándome a los ojos, a veces serios y a veces con una sonrisa que interpreto irónica pero quién sabe, quién los entiende, quién puede interpretar lo que sienten. Por las dudas, cuando me dicen blank, yo apuro el paso o salgo de esa góndola del supermercado y me acerco a mis compañeros o al chofer o a otros internacionales que haya por ahí cerca. Tal vez sea paranoia pero esa palabra me suena muy mal, me eriza, me hace pensar en dictadores racistas, en pueblos oprimidos por la injusticia. En violencia interior y tapada que un día puede explotar y salir afuera.
 
Y como siempre: el FMI
 
Tras la fuga del dictador Jean Claude Duvalier el FMI dio un préstamo a Haití por 24,6 millones de dólares. La necesidad de fondos, después de que Baby Doc asaltara el tesoro en su huida, era desesperante. A cambio se le exigió a Haití redujera los aranceles comerciales que protegían su producción agrícola, y este país no tuvo otra alternativa que ceder la única moneda de cambio, lo único que tenía.  EE.UU. fue la voz cantante en las decisiones del FMI. Paul Farmer escribió entonces: “Antes de dos años será imposible para los agricultores haitianos competir con los de Miami. Todo el mercado de arroz local en Haití se desmoronará cuando el estadounidense, barato y subsidiado, o incluso bajo la forma de ayuda alimentaria, invada el mercado. Habrá violencia, guerras por el arroz y se perderán muchas vidas”. Tal cual, así pasó. Ahora en Haití no se cultiva casi nada.
 
Dicen las cifras -que acá varían demasiado- que la superficie de bosques naturales se ha talado en más de un 90% para hacer carbón, una de las pocas actividades rurales. Uno vé a los costados de los caminos y frente a las viviendas de hoja de palma los montones de bolsas a la espera del camión que las recoja y que les entregue sus monedas. Uno se pregunta para qué necesita tanto carbón un país, sobre todo un país con su aparato productivo desmantelado y la respuesta tiene que ver con que nos hemos olvidado de cómo vivían nuestros antepasados: lo necesitan para cocinar. Siempre olvido, aunque a esta altura de los tiempos parezca una fantasía sobre una isla desierta, que en este país no hay electricidad.
 
- Mercedes Rosende es  Escritora y escribana uruguaya, actualmente se encuentra en Haití contratada por un organismo internacional, y éstas son las crónicas de ese viaje.
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