Todos somos Haití

05/11/2010
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Haití no da tregua, no deja respirar ni acomodarse en el asiento. Desde que el avión desciende en la ciudad de Port-au-Prince uno se pregunta por esa enorme extensión de cosas (¿casas?) celestes y blancas que desde el aire parecen ser plástico y que al descender se vé que, efectivamente, es lona de plástico. Son los miles y miles de viviendas presuntamente provisorias de los haitianos sin techo a causa del terremoto del 12 de enero, un campamento del tamaño de un país. El avión toma la pista, carretea, y uno ve carpas y carpas apiñadas, casi unas sobre las otras, cuadras, barrios enormes, se detiene frente a un hangar y la mirada busca el aeropuerto, después sabré que no lo hay, que sólo quedó un edificio quebrado y que esa suerte de hangar, una barraca de techo de latas, es todo lo que se mantiene en pie. Montañas de bolsas y cajas de lo que supongo ayuda humanitaria -leo al pasar palabras como “samaritain” o siglas como USAID- se acumulan a los costados de la única pista y más allá.
 
Port-Au-Prince
 
El hangar donde llegan los pasajeros del avión Miami-Port-au-Prince es un caos de gente que hace migraciones o busca sus valijas o, sospecho, sale sin más trámite a la calle, y me voy dando cuenta aún antes de entrar de que en este sitio no es difícil sortear los controles y la ley.
 
La fila es larga, amenizo la espera tratando de descifrar las charlas en creole de mis vecinos de infortunios, apenas una palabra acá y otra palabra allá, a veces media frase como mucho, y recuerdo que alguien me dijo que ni pensara en entender su lengua si sólo sabía francés: pas possible. De todas formas entablo algunas conversaciones con mujeres que llevan petates y bebés y hasta un balde que no puedo ver qué contiene, me dicen que el calor, que la humedad, que la espera, que así es Haití, apenas hablan francés aunque es una de las dos lenguas oficiales. En el barracón sólo hay 6 ventiladores de techo para una superficie que requeriría no menos de 20, y de esos 6 sólo funciona la mitad. Intento ponerme de frente a uno de estos aparatos pero sólo logro alborotarme un poco el pelo.
 
Hecho el trámite, las valijas no aparecen. Son dos y ninguna está en la cinta, ninguna en los islotes de paquetes y maletas, allá a las cansadas y luego de reclamar y gritar un poco en francés y español e inglés aparecen donde no deberían estar, detrás de algo que parece un muro que separa algo que parece una oficina donde atiende alguien que parece un funcionario. Me las llevo, intento poner cara amenazante, salgo cargada y sudorosa y asustada a lo que creo es la calle donde seguramente me esté esperando alguien, donde seguramente veré mi nombre, tranquilizador, escrito sobre una cartulina blanca. Pero no es la calle. Ni está mi nombre.
 
Una multitud de hombres, y a esta altura debo decir que aquí todo pero todo el mundo es negro y negro con ganas, me rodea para llevar las valijas, para conseguirme taxi u hotel, para venderme papayas o chicles americanos o bolsitas con agua. Yo los empujo, trato de eludirlos y camino por un sendero de tierra que va entre lo que sería el aeropuerto -si hubiere- y una alambrada detrás de la que se ven las casas y la gente y los buses y el polvo, una alambrada que separa este tercer mundo de algo que ya sospecho peor. Camino bajo un sol de mil demonios aunque no son ni las 8 de la mañana, un calor lleno de partículas que tiñe las pieles de esta gente y los vuelve pálidos, fantasmales, llego a donde termina el alambrado que se abre por fin a la calle, y allí sí, entre una multitud de vendedores y moscas, el cartel con mi nombre, un chofer, una sonrisa blanca que me saluda, toma mis valijas y me lleva al auto, al interior cerrado, acolchonado, perfumado, climatizado donde cierro los ojos, me aflojo y respiro todo el aire que me faltó en la última hora.
 
La camioneta traquetea por lo que queda de calles en la ciudad, sube y baja laderas empinadas repletas de gente y chiringuitos donde se vende de todo, no hay pavimento ni vereda o están rotos y el espacio público sigue la ley del más fuerte: la gente se corre cuando un auto o un ómnibus se le viene encima. Aunque vamos con los vidrios cerrados parece que los olores se filtraran a través del hermetismo acondicionado: frutas al sol, flores tropicales, cuerpos sudorosos, comida frita, todo se entrevera y penetra por algún resquicio de nuestro universo aséptico móvil.
 
Después de una hora y de un breve recorrido uno ha visto todo lo que hay para ver en Port-au-Prince, el palacio de gobierno partido, quebrado por el terremoto, los escombros, los campamentos, y sobre todo la vida que pugna por seguir en las condiciones más inhumanas. Veo a una mujer que camina entre carpas en pleno centro de la ciudad sólo vestida con una toalla y jabón en mano, veo niños que salen de una de esas ciudades provisionales vestidos con sus uniformes escolares, hombres muy flacos que arrastran carros enormes cuesta arriba, mujeres, muchas mujeres embarazadas, flacas mujeres embarazadas.
 
El chofer, Jean, no quiere llevarme a ver la Cité Soleil, la bidonville fundada por Papa Doc que concentra todos las desgracias de este desgraciados país: desempleo endémico, analfabetismo, insalubridad, violencia armada, falta de los servicios más esenciales para entre 200 y 300 mil personas que sobreviven con menos de 2 dólares diarios en una de las ciudades más caras de América Latina. Sé que no podríamos entrar porque hay un control externo de la MINUSTAH pero los alrededores ya muestran el panorama de barro mezclado con basura e infestado de mosquitos sobre el que viven las personas, los chanchos, las gallinas, con un telón de fondo de fábricas cerradas y decrépitas, viviendas que son agujeros que no estoy segura de querer mirar. Aquí, en los alrededores de Cité Soleil, Haití es más Haití que nunca.
 
Toda la ciudad parece vivir una calma precaria antes de las elecciones, no sucede nada que indique un estallido de violencia como ya aconteciera en el 2005, pero hay indicios en el ánimo de la gente de que eso podría suceder de nuevo, sin contar con que muchísimos haitianos, a pesar de su pobreza, tienen armas en sus casas y pocos reparos en usarlas.
 
Viaje al oeste
 
Estamos varados en las montañas del sur, un ómnibus lleno de pasajeros por dentro y de petates variopintos por encima del techo se atraviesa averiado en medio de la ruta o camino o apenas sendero que va serpenteando los abismos entre Les Cayes y Jérémie, capital de Grand'Anse, nuestro destino. Aparentemente se quebró el eje, es una mala noticia para los pasajeros, y para mí por supuesto. Llamamos a nuestro coordinador que llama al jefe que llama a un tractor que no llama a nadie ni aparece, por ahora, en el horizonte. El sol era terrible hasta hace unos pocos minutos, el calor debía de andar por los 40, pero siempre se puede estar peor y ahora se desencadena una lluvia de todos los diablos como sólo en estas latitudes sabe caer, fuerte, abigarrada, estrepitosa, y nos empapa sin aliviar el bochorno.
 
Ahora estamos encerrados en el auto, el motor apagado -no podemos gastar nafta porque no sabemos cuánta necesitaremos para salir y non non non, dice el chaufeur, pas de réfrigération-, el escándalo del agua contra el metal impide escuchar la música tropical de mi colega, y creo que de alguna forma es la única bendición en mi vida en este preciso instante. Pensar que hace un par de horas veníamos riendo de todo por estos caminos escarpados, rodeados de un paisaje de fotografía, todavía frescos y con el sueño de una ducha y una langosta que nos esperaban al final del camino, y ahora chau langosta, ducha y hasta camino porque este chaparrón provoca ríos de lodo que desdibujan sus ya irregulares contornos.
 
No quiero pensar en dormir acá, no quiero. Sin embargo una fila de autos por detrás frustraría cualquier proyecto de regresar, y los auxilios no llegan después de ya casi 3 horas de espera. Acá nada funciona pero milagrosamente sí tienen señal los teléfonos celulares y así nos comunicamos con la gente de Les Cayes y Jérémie, además logro conectarme a internet con el usb, lento pero envío un par de mensajes a mi casa en Uruguay. No sé en qué momento el chaparrón furioso se convirtió en llovizna. El paisaje de selva y montaña bañado de sol de hace una hora se ha vuelto gris, tiene los límites borrosos de la niebla.
 
Aunque distraída y tecleando algo en la computadora, capto un movimiento que me alerta. El reflejo se produce de inmediato, suelto la computadora, abro la puerta y salto del auto mientras veo al ómnibus deslizarse en el barro, justo hacia nosotros, lo veo acercarse a menos de tres metros y salto sin pensar en el agua y mis zapatos y el barro. Por suerte algunos hombres lo detienen y además del susto sólo queda mi pantalón empapado hasta la cadera y mis pies envueltos en barro espeso que intento inútilmente retirar con una hoja de información sobre las elecciones.
 
Mi chofer desaparece entre la multitud que vuelve a descender del vehículo averiado, lo veo gritar pero, como siempre me sucede desde que pisé Haití, las conversaciones en creole me llegan como una lengua familiar de donde pesco palabras aisladas y se me pierde el sentido general. Por suerte los haitianos son muy expresivos y muchas veces no entiendo el idioma oral pero sí el gestual. Jean está allí adelante, señala unas piedras, grita algo, algunos hombres asienten y gritan a su vez, mueven sus brazos como molinos, giran las cabezas, finalmente se ponen a separar piedras en un plan que me resulta incomprensible. Unos diez minutos después entra Jean al auto, se limpia las manos, no me mira y habla entre dientes, pone primera y comprendo entonces sus intenciones de pasar el auto entre el ómnibus roto y el precipicio, pero cuando quiero descender me encuentro ya a mitad de camino y sobre el incierto camino improvisado.
 
Sé que siempre hay que tener dos ruedas apoyadas, sé que el peso del vehículo está balanceado como se debe, con la carga mayor del lado del camino y la menor -o sea, yo- del lado de la cornisa, sin embargo mientras pasamos me siento temblar las manos y las piernas. Un coro de gritos nos acompaña, más gestos, palmas blancas en cuerpos negros que nos dicen de detenernos porque algo anda mal. Nos detenemos, Jean rectifica la dirección y pone primera otra vez, espero -aunque no quiero mirar- que haya puesto la marcha de fuerza y las dos tracciones. Un rugido de motor, unas convulsiones y salimos, arrancamos moliendo piedras que saltan a todos lados, un geiser de barro disparado hacia el abismo, y yo me agarro de la puerta, me agarro del asiento, me agarro, me agarro, me saco el cinturón para saltar, casi me paro sobre el asiento, tensa y alerta mientras la camioneta pasa bamboleándose sobre el terreno escarpado. Pasamos, pasamos al otro lado. Nos vamos rumbo a Jérémie, somos casi libres.
 
Jérémie
 
Llegamos de noche al pueblo iluminado a velas y faroles. Todavía me impresiona pensar que en este país no hay casi electricidad, que cada uno se provee como puede, se ilumina como puede, algunos, los menos, tienen generadores. Los más no tienen nada y simplemente se acuestan temprano o se reúnen en torno a los 3 o 4 faroles públicos con luz provista por paneles solares. Veo niños sentados en el suelo que hacen sus deberes bajo esa luz titilante, gente conversando, vendedores, parejas, y sigo pensando en la extraña forma que tiene la vida en seguir su curso, en volver empecinada a la normalidad.
 
La camioneta deja el pueblo atrás y sube una loma que se vuelve montaña como sucede siempre en Haití- Trepa por la pendiente unos diez minutos y entra por una portera de campo que a pesar de la hora y de la oscuridad nos abre un muchacho que llega enseguida, como si su trabajo fuera ese, abrir la puerta a los autos que llegan. Entramos y a unos cientos de metros veo una casa de campo, una piscina, poco más porque la oscuridad apenas se alumbra con un par de luces exiguas que me hacen recordar que una luz encendida es un motor en marcha, un gasto que se cuenta por minuto.
 
Nos esperan con la cena de langosta prometida, cerveza, vodka, jugos, y la comodidad del lugar, la compañía amena de mis colegas, todo me sabe a regalo celestial. Me duermo en una cama grande y cómoda, con el arrullo de fondo de los sonidos de la selva que llega justo a un par de metros de mi ventana, y sueño o pienso o imagino que Jérémie me recibe con lo mejor que tiene.
 
Amanece en Jérémie, me despierto bañada en sudor y deslumbrada por la claridad que las cortinas no pueden contener. Todavía no son las seis. Intento volver a dormir pero mi ventilador de techo no puede hacer nada contra la temperatura que aumenta en minutos. A las seis la claridad es insoportable y me levanto al baño, a la ducha, un chorro de agua fresca que me lava y despierta.
 
El paisaje que veo me deja sin aliento, toda la ciudad y su bahía y playas se despliegan desde la terraza cubierta que hace las veces de espacio común, comedor y sala de internet en este hotel donde mis compañeros y yo somos los únicos huéspedes. Bajo unos escalones hasta la piscina y el paisaje cambia, mejora aún, se ve más cerca la ciudad y las playas y los cocoteros, las montañas vecinas, la selva siempre presente. Agua azul, vegetación abundante, techos que salpican de humanidad el paisaje.
 
El desayuno se sirve a las siete, café, pan y manteca de maní, queso o sopa -sí, sopa-, fruta y jugos y nada más, y ya sospecho que acá en Haití comer es de por sí un lujo y que nunca se debe pretender demasiado por más que este sea en un hotel propiedad y vivienda de una familia norteamericana. Si saco la sopa y la manteca de maní y la fruta sólo me queda beber café y comer queso con pan el día que hay queso, ya veremos qué hacer, pienso, tal vez comprar algunos alimentos extra en el pueblo pero después me enteraré que los rubros de los almacenes son más que escasos y primitivos, además de excepcionalmente caros. Terminaré comiendo fruta aunque no me guste la fruta, manteca de maní aunque engorde, beberé jugos a pesar de las precauciones elementales en un país donde acaba de declararse el cólera. Y que sea lo que dios quiera.
 
A la luz del día y de cerca, la primera impresión de Jérémie es de pánico. ¿Dónde ví casas tan decrépitas y sin el menor mantenimiento, faltas de una mano de pintura en cincuenta años, sin una sola de sus mil rajaduras reparada ni un pedazo de techo sustituído? En ninguna parte. Porque no es una favela es ni una villa miseria ni una bidonville, es como si una ciudad que se construyó hace más de medio siglo con cierto orden y hasta belleza de diseño hubiera caído en algún momento en manos de okupas indigentes. Pero tampoco es así porque quienes las habitan no son okupas ni indigentes, son los sufridos haitianos que siempre vivieron aquí. ¿Qué pasó, cuándo se detuvo el progreso que permitió construirlas y hasta dotarlas de un estilo, de una belleza de diseño? Es fácil imaginarlo si se piensa en la historia de Haití.
 
No sólo las casas están destrozadas por el paso del tiempo, las calles, las bicicletas, las mesas y las sillas que la gente saca a la puerta, sus enseres, todo está en un estado de decrepitud inimaginable en toda una ciudad y no en un sector, es como si el deterioro de la pobreza hubiera pasado sin hacer distinción alguna, vino y se apoderó de cada cosa y de cada rincón en toda la ciudad de Jérémie.
 
La negritud de este país es total, no hay blancos o apenas algunos en la capital. Caminar por las calles es caminar por África, en el almacén, en el banco, en la plaza, todos pero absolutamente todos son negros sin mezcla de razas. Asimismo acá en Jérémie, donde la población se divide en “locales” e “internacionales”, de estos últimos más de la mitad son también negros provenientes de Congo, Camerún, Burundi y quién sabe qué otra parte. Son gente alta, erguida, todos con muy buenos cuerpos que exhiben generosamente como sucede en los trópicos, los hombres son delgados y tienen unas espaldas anchas y musculosas, las mujeres tienen pechos enormes y caderas estrechas, son delgadas en su juventud y más gruesas o decididamente gordas desde la madurez que acá debe ser antes de los 25 años.
 
Todos tienen dientes grandes, fuertes y muy blancos se dice que gracias a la fibra de la caña de azúcar que mascan desde chicos, a veces como único alimento diario. Me extrañaba al principio que siendo todos pobres anduvieran bien vestidos, después me enteré que se visten bien por poco dinero con la ropa de la ayuda internacional -USAID o lo que sea- que supuestamente llega para ser distribuida gratuitamente pero se vende en todo mercado. Es muy pintoresco salir de noche por este pueblo decrépito y abandonado, en medio de una oscuridad sólo cortada por la luz de una eventual lamparita o la llama vacilante de una vela, ver a la gente y en especial las mujeres caminando por las calles polvorientas y llenas de basura con sus vestidos de fiesta con brillos de lamé o lentejuelas y sus zapatos de tacos de diez centímetros. Tal vez alguno de esos vestidos estuvo en la Ópera de Viena o en una fiesta de los Vanderbilt en New York, tal vez algunos ricos piadosos envían sus mejores galas para salvar a este pueblo de tierra y sol ardiente en el mar de la Antillas.
 
Tomás
 
Se viene Tomás, el huracán. Se viene desde hace ya una semana y acá, en mi trabajo, casi no hablamos de otra cosa. Un día gana fuerza y va a 175km/hora, otro día baja a grado 1 y se vuelve tormenta tropical, pero al día siguiente vuelve a tomar impulso, pasa por Santa Lucia y deja 15 muertos.
 
Nosotros no sabemos bien qué hacer, un día compramos agua como para un mes, al siguiente jamón en lata o queso francés que va a parar con las 26 botellas de suero que compramos hace una semana, cuando se venía el cólera. Hoy compré una linterna y un par de botas de goma, tal vez porque nunca estuve en un huracán, ni siquiera en una tormenta tropical, y no sé cómo comportarme ni qué comprar ni lo saben mis compañeros. Vacilamos entre planes descabellados que planteamos casi en broma -pero no tanto- y previsiones elementales y juiciosas.
 
A veces me da la impresión de que estamos jugando a esperar el huracán. Despistados por la ignorancia imaginamos posibles escenarios, tal vez todos errados. Miramos el cielo, buscamos indicios, creemos en todas las noticias de todos los diarios que miramos cada media hora. Al final del día nos miramos de reojo mientras cenamos y tratamos de parecer despreocupados. Nos vamos a dormir con el huracán metido en la almohada.
 
Grangou
 
Nada es más mísero que un haitiano miserable. En esta ciudad la pobreza no golpea como en Puerto Príncipe y tal vez se deba a esa ropa buena que lucen tan orgullosos, pero tampoco es raro que una mujer anciana -¿tal vez de 50 años?, acá la expectativa de vida es más o menos eso- te siga por el breve trecho entre el almacén y la camioneta y te acose diciéndote que tiene hambre o sed o quién sabe qué enfermedad que por suerte uno no llega a entender porque los conocimientos de creole no alcanzan nunca para comunicarse con la gente más pobre, los que no tuvieron escuela francesa, los que no tienen voz. Esa mujer flaca y en los huesos te seguirá hasta el auto, te hablará en una letanía, te tocará el brazo y querrá tomarte de esa camisa caqui que te proporciona un organismo que vela por ayudar a los haitianos a ser más democráticos, te golpeará el vidrio y el auto hasta que no tengas más remedio que acallar tu conciencia pasando 5 gurdas -1/8 de dólar- por una hendija de la ventanilla.
 
Grangou es una palabra en creole, grangou significa hambre y ellos saben que sabemos. Siempre se acerca alguien que murmura grangou en tu oído como una maldición, un niño, una mujer embarazada, un inválido, pronuncian la palabra muchas veces sin extender la mano, sólo dicen grangou, observan tu estremecimiento. Y esperan.
 
Haití no fue bendecido por ningún dios, ni por los ancestrales que trajeron de contrabando de África, ni por el de los católicos que los civilizaron a latigazos y muerte, ni por el de los norteamericanos que hoy los civilizan con hospitales sin medicamentos y viviendas de lona plástica.
 
Haití, decía, no fue bendecido. Ni en su historia ni en su presente. Y ni siquiera con sus playas, que habría sido algo tan fácil de otorgarle a esta gente, bastaba con continuar las bellas costas naturales de Santo Domingo. Pero no, de este lado de La Española la costa, sin dejar de ser bella, es escarpada, pedregosa, dura, apenas con una franja pequeña de arena cuando la hay. No es fea pero no es playa, acantilados a veces inaccesibles para llegar a una pequeña ensenada rocosa. Difícil tarea la de atraer a las cadenas internacionales de hoteles para que vengan a invertir en Haití, hasta tanto la pobreza y la piedra no se pongan de moda.
 
Comida
 
La comida haitiana es menos mala de lo que yo había supuesto, hasta diría que hay algunos platos verdaderamente buenos como el lambí que se come en esta parte del país y seguramente en otras, un caracol marino gigantesco de carne un poco dura y sabrosa que guisan en tomate y condimentos. El lambí me alegra la vida, la langosta también, no tanto el invariable arroz con frijoles que a veces se sustituye por arroz con un hongo que se llama jonjon y que todos aprecian mucho, salvo yo. Algunas veces sirven espaguetis y el sabor familiar me alegra la vida aunque no tienen queso parmesano, un lujo imposible de lograr en este clima caliente y húmedo. El café tampoco es malo pero lo hacen flojo como el norteamericano y malogran el sabor.
 
La carne tiene dos variantes, el cabrit -cabra, claro- que deben de sacrificar muy pequeño porque es poco grasoso, y el poulet pays, una especie chiquita de pollo con poca carne. Las dos variantes se pueden comer sin mayores sobresaltos. Dicen que aquí hay un muy buen ron, pero a mí no me gusta demasiado el ron y hasta el momento he soslayado la prueba. De todas formas lo mejor que comí hasta la fecha en Haití fue una estupenda moqueca con mariscos y aceite de dendé que hizo un bahiano en su casa y que me hizo recordar, con algo de nostalgia, sí, que hay otro mundo más allá del arroz con frijoles y el cabrit.
 
Tomás
 
El cólera mata por el norte y el huracán Tomás se nos viene por el sur. No se nota mucho, todavía, tal vez sólo en una lluvia que va intensificando a medida que pasan las horas, que ahora es fuerte pero nada alarmante. El horizonte está gris claro, de tormenta pero luminoso, gris y dorado, un efecto extraño y tal vez la única señal de alarma que puedo leer en la naturaleza. Claro que leo, además de la naturaleza, la página de huracanes del gobierno de Estados Unidos que aunque está en inglés resulta mucho más claro y comprensible que las señales naturales que esta uruguaya no sabe interpretar.
 
Me han dado instrucciones de preparar un bolso o mochila con un par de mudas de ropa y artículos de higiene pero no tengo ni bolso ni mochila porque no traje más que dos valijas. ¿Qué hago?, ¿meto dos bombachas y una remera en el bolso de la computadora? No, no suena bien, tampoco me parece decoroso armar mi "kit" de evacuación en bolsas de nylon como si anduviera de shopping. Mientras lo pienso no armo nada y todo sigue en veremos.
 
Pienso, eso sí, en el más de un millón de haitianos que viven en carpa en Puerto Príncipe, sus actuales formas de vida ya son demasiado duras para agregarles una lluvia, ni qué hablar de una tormenta huracanada con mucha agua y vientos de 175 km/hora. El cólera podría hacer su agosto en pleno noviembre entre esa gente expuesta a toda calamidad.
 
No sé si pueda servirme para algo en caso de huracán, pero mandé a comprar una botella de vodka por si la ansiedad o el miedo pega fuerte. En todo caso sigo con la sensación de que estamos jugando al huracán y que mañana o pasado volveremos a la normalidad sin otra experiencia que los preparativos.
 
La mugre
 
La suciedad me molesta mucho, para qué disfrazarlo de tolerancia y hablar de costumbres diferentes: esta gente vive entre la mugre más horrorosa. Sin embargo esto carece de la sordidez de Puerto Príncipe, acá en la Grand' Anse, en Jérémie, todo está morigerado por los lindos paisajes, por la ropa alegre y bonita, hasta por el espíritu pueblerino y la pequeñez del lugar. Pero a no engañarse, no será lo peor pero no es conveniente mirar dentro de esas casas descascaradas y decrépitas, no conviene mirar sus interiores, develar sus misterios, sus intimidades. Mejor dejar caer un manto de pudor sobre sus paredes cochambrosas, sobre sus cocinas miserables, sobre sus letrinas indescriptibles. Mejor pasar de largo en mi camioneta con aire acondicionado para la vida primer mundista, mejor acelerar cuando paso por las casas de palma de la playa, por las deshechas de mejor dejar atrás todo y venir al hotel y escribir impresiones.
 
Me pregunto si por lo menos no habrá forma de enseñarle a esta gente a no tirar toda su porquería en la calle, desde botellas de coca-cola a orines, de inculcarles un mínimo respeto por el espacio público, de mostrarle que hay una vida mejor si piensan en la comunidad que integran. Pienso eso y paso por sus casas, las viejas y leprosas casas de Jérémie, las chozas de junco de la playa, paso por las montañas de basura que se acumula casi pegado a las casas, en los arroyos, en cada esquina. Atisbo por las puertas abiertas a lo indecible.
 
No, no quiero mirar, pero a veces miro. Y no me gusta nada lo que veo, la promiscuidad, la falta de higiene más elemental, no me gusta lo que huelo. Y mucho menos me gusta lo que adivino.
 
Tomás
 
Seguimos esperando al huracán Tomás, que de a ratos es huracán y de a ratos tormenta tropical según la intensidad que adquiere y pierde, una y otra vez. A mí me gusta decirle huracán porque suena más importante, porque difícilmente vuelva a estar en otra de estas situaciones y quiero sacarle partido. ¿De qué me servirá contarle a mis nietos que estuve en una tormenta? Todos estuvimos en alguna tormenta, más grande o más chica, tropical o no. No, después de tantos preparativos yo quiero lo que me corresponde. Así que Tomás será huracán, o no será.
 
Me pregunto, ¿y si no viene? ¿Y si nos deja vestidos para la foto? Tengo la plata y las tarjetas envueltas en nylon en el maletín de la computadora, la ropa hecha un ovillo en una valija, las baterías de todo mi equipo cargadas, una linterna, botas, comida para varios días. Me sentiría un poco ridícula si degradan mi huracán a tormenta tropical.
 
La lluvia es intensa y estamos sin conexión a internet, que es hasta el momento la peor consecuencia de este fenómeno natural. Estamos en nuestro espacio abierto y bajo techo de chapa, el ruido es fuerte pero nada que uno no haya experimentado alguna vez en esas lluvias intensas de verano. Me pregunto si esto es todo y cómo será cuando recrudezca si recrudece. Hace unos momentos ví una foto de un huracán que pasaba por una playa y las palmeras parecían pelucas, largas pelucas levantadas por el viento hasta dejarlas horizontales.
 
Trato de ver más allá del jardín pero todo está cubierto de niebla y el horizonte, desaparecido. Tampoco veo caer la lluvia propiamente dicha porque la vegetación en torno a la casa es tan espesa que hace de techo. No me vas a decepcionar, ¿eh, Tomás? No es que yo te quiera con toda la fuerza desencadenada sobre mi cabeza, no, qué esperanza, pero ¿no podrías darme un sustito chico, algo pequeño al menos? Tanto esperar para ver caer unos baldes de agua es casi una humillación. Si te quedás en chaparrón, Tomás, voy a tener que escribir sobre otra cosa. Porque ni a mí me van a interesar estos apuntes.
 
- Mercedes Rosende es escritora y escribana uruguaya, se encuentra actualmente en Haití, contratada por un organismo internacional, y éstas son las crónicas de su viaje.
 

 

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