Con el referéndum a la vista

Qué es lo que está en juego?

20/08/2008
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  • Opinión
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El 28 de septiembre los ecuatorianos iremos a las urnas por quinta vez en dos años.  No hay que perder de vista este hecho singular para comprender qué se discute en torno al próximo referéndum. ¿Qué es lo que vamos a elegir, en torno a qué vamos a decidir? No son preguntas retóricas: hay varias cosas que están en juego, y es preciso atender a todas ellas y al modo como se articulan. ¿Qué está en juego? Por un lado, la contenidos de la Constitución. Por otro lado, los procedimientos. Finalmente, la correlación de fuerzas.

 

Al mismo tiempo, hay que ver la Asamblea Constituyente y la propia Constitución más allá de sí mismas, en una doble perspectiva: una, la del gobierno, y otra, la de los procesos político-sociales que se venían dando por lo menos desde 1995. Desde la perspectiva del gobierno, la Asamblea no podía dejar de ser  un poco instrumental, en la medida en que suplía el papel de un Congreso que el gobierno no tenía, lo cual explica la propuesta del llamado “congresillo” y aún el famoso “régimen de transición”. Pero esto, de cualquier forma, es algo coyuntural. Lo fundamental de la Asamblea Constituyente es más bien lo que representa en función de esos procesos que vivimos desde hace unos 15 años: lo que puede implicar en cuanto a la resolución de la crisis de esta democracia, y en cuanto a la modificación de una correlación de fuerzas que permita por lo menos superar el neoliberalismo.

 

1. La correlación de fuerzas

 

Las leyes –incluídas (y sobre todo) las constituciones– son la expresión normativa de un momento de correlación de fuerzas. Sólo en este marco se puede comprender el fondo de la disputa actual. El triunfo de Correa en la segunda vuelta había significado un momento de ruptura en la situación imperante hasta entonces. La política ecuatoriana dejó de ser un vaivén entre los diversos componentes del establishment político, como lo había sido desde el “retorno a la democracia” en 1978-79. Una vez que el sistema político se estabilizó (tras haberse convertido al recetario fondomonetarista y a la versión criolla del modelo neoliberal desde el gobierno de Oswaldo Hurtado), el poder económico acabó fusionándose con el sistema de partidos: por un lado, alrededor del eje PSC y sus alianzas con la DP y la ID; y, por otro lado, alrededor de la variante “populista”, expresada en la alianza PRIAN-PRE-PSP. La vida política, tanto en su estabilidad como en sus crisis, no era más que la disputa entre estos dos grupos: en fin, luchas al interior de la burguesía oligárquica.

 

Esta tranquila “normalidad” fue trastornada por el triunfo de Correa y de Alianza País. Pero ¿qué hizo posible un cambio así? Fueron dos procesos, interrelacionados entre sí, aunque parte de la conciencia social los ha vivido disociados. El primero de ellos es la resistencia social a las políticas neoliberales, luchas que se extendieron durante más de un cuarto de siglo y que tuvieron como protagonistas principales a los trabajadores (1981-83) y a los indígenas (1990-2004). En torno a ellos confluyeron los descontentos, las inquietudes y las esperanzas sociales. En la lucha social se fue construyendo un programa de acción en el que la resistencia al neoliberalismo se conjugó con un sentimiento antiimperialista (que se opuso a la firma del TLC y rechazó la entrega de la base de Manta) y con el rechazo a una democracia cada vez más restringida, cada vez más reducida a la referencia  de procedimientos formales que ni siquiera se cumplían. A pesar de los altibajos, la lucha social fue construyendo, silenciosamente, lazos de sentido que comenzaron a formar parte de las creencias compartidas por la mayoría de la población.

 

De modo que cuando Correa planteó “el fin de la larga noche neoliberal”, estaba recogiendo un amplio acumulado de luchas sociales.

 

El segundo proceso es la repolitización de la conciencia social. En parte, ha sido fruto de las resistencias sociales al neoliberalismo, y del “diálogo oculto” que fue construyendo una sintonía espiritual entre la acción colectiva y la conciencia de las mayorías. En parte, fruto del debilitamiento de la capacidad hegemónica de los grupos dominantes, minada paulatinamente por los efectos de las políticas neoliberales, por la evidencia visible del modo en que el poder político, las instituciones estatales y las intermediaciones partidistas estaban prácticamente secuestradas por los dueños del dinero. Aunque esta recuperación de la política ha sido desigual, en intensidad y en ritmos, en los distintos sectores sociales, finalmente se expresó en la pérdida de atracción de los partidos políticos, en la migración de los votantes (que buscaban en cada nueva elección alguna alternativa, pese a que siempre terminaba en una nueva frustración) y, finalmente, en el descrédito de las instituciones. Tras varios intentos sucesivos, el triunfo de Correa significó que las búsquedas sociales dieron con una candidatura que –al menos a primera vista– no dependía de los poderes económicos ni estaba vinculado con los círculos que se disputaban entre sí la “troncha” del Estado.

 

Pero los procesos electorales de estos últimos años coincidieron con un momento de desmovilización y crisis de los movimientos sociales, desgastados por la propia dinámica de la lucha y por los errores políticos (sobre todo, la alianza con Gutiérrez); por eso el programa de la lucha social fue relativamente disuelto en la conciencia más difusa de las clases medias y de los sectores desorganizados de la sociedad, que encontraba su expresión en el enfrentamiento a un enemigo impreciso, la “partidocracia”, que permitiera avanzar una poco asible “revolución ciudadana”.

 

Así, pues, el gobierno de Correa se debe a un doble origen: por un lado, las luchas emprendidas por el movimiento popular, por otro lado, la recuperación política limitada expresada en la mentalidad de las capas medias. Ambas tienen en común el enfrentamiento al neoliberalismo y al establishment político; pero sus sentidos más altos coinciden sólo en parte.

 

2. Una caracterización del gobierno

 

El proyecto del gobierno de Correa es una reforma del capitalismo que tendría como sujeto central al Estado. Propone, en este plano, recuperar un papel orientador para el Estado, normar el funcionamiento del capital y renegociar con los capitales transnacionales.

 

Recuperar el papel del Estado como “rector de la economía” y propulsor de un modelo “desarrollista”, “extractivista”. Esto supone: a) recuperar la capacidad de acción del Estado mediante una nueva arquitectura institucional que permita rehacer la capacidad de acción orientadora del estado (reorganización de ministerios, ministerios coordinadores, recuperar el rol de planificación,...); b) recuperar el territorio nacional como espacio de la soberanía estatal; es el componente “nacionalista” del proyecto, pero no es un nacionalismo como en los años 70, sino un “nacionalismo del siglo 21”: su base territorial ya no es el Estado-nación, sino una posible reconfiguración de la base de acumulación regional: el área andina, Sudamérica. Es distinto, además, porque ya no se propone las nacionalizaciones: pretende renegociar con el capital transnacional (telefonía celular, minería, petróleo). 

 

Normar el funcionamiento del capital; es decir, asegurarle un ambiente propicio para la reproducción y la acumulación (dinero barato, subvenciones, exenciones de impuestos, programas de recuperación productiva, incentivos para la pequeña y mediana producción),  pero sin los “excesos” neoliberales (la pugna con la banca por los intereses; la eliminación de la tercerización laboral).


Sin embargo, la burguesía real no es reformista, y encabeza la oposición. Para suplirla, el proyecto debe reforzar el Estado, y pasar de un Estado que refleja los intereses faccionales de uno u otro grupo oligárquico a un Estado que represente los intereses generales de la burguesía. De todas formas, el gobierno busca acercar a grupos empresariales, por ejemplo a través de los programas sociales (“socio país”, ferias libres).

 

Esto explica los ataques de Correa a los movimientos sociales, sobre todo a los más organizados e independientes. Si no los puede funcionalizar, se convierten en un estorbo para su proyecto, que recoge, distorsionándolo, el programa de la resistencia popular al neoliberalismo. La dinámica de la movilización popular puede encontrar un más allá de la resistencia contra el neoliberalismo y un más allá de la reforma (luchas contra el TLC, revocatorias de mandatos de Bucaram, Mahuad y Gutiérrez). La lógica de la movilización ya ha descubierto democracias más altas que la democracia liberal, mientras que la democracia de Correa no rebasa los marcos liberales, representativos y delegativos, en la cual el Estado y la tecno-burocracia tienden a expropiar las potencialidades transformadoras de la sociedad en movimiento.

 

Y ambas cosas, unidas a la debilidad orgánica del movimiento gubernamental, explican la fuerte presencia del Ejecutivo, y particularmente del presidente, en las definiciones de la orientación y de las sinuosidades de la propuesta.

 

3. Sobre los contenidos del proyecto de Constitución

 

La Constitución de 1998 era un cuerpo con dos cabezas y dos almas: el avance desigual en el reconocimiento de derechos y la apertura a la participación social, amplia y limitada a la vez, reflejaban los ecos democratizadores del movimiento de masas que revocó el mandato de Bucaram. La visión de la economía y del Estado, enmarcada en las concepciones neoliberales (más allá del eufemismo de la “economía social de mercado”) reflejaba, por el contrario, la resolución conservadora de la crisis, que mantenía el poder en manos de los grandes poderes económicos y de sus representantes políticos.

 

También el proyecto del 2008 es dual. Los derechos se amplían, y se amplía el espectro de grupos humanos sujetos de derechos. Igual los espacios de participación social. Se reconoce, por primera vez, a la naturaleza como sujeto de derechos. El agua es reconocida como derecho humano fundamental. Se desmontan algunos mecanismos del esquema neoliberal (por ejemplo, en el ámbito laboral, en la eliminación de las privatizaciones y en la recuperación de capacidades estatales para controlar y orientar la economía). Se avanza en la recuperación y ampliación de las políticas sociales (en salud, educación y seguridad social). Se recupera una visión nacionalista e integracionista de la política exterior (el Ecuador como territorio de paz, la prohibición de bases militares extranjeras). Se reconoce el carácter plurinacional del estado ecuatoriano. Es el sello del trasfondo popular, movilizado, de la situación actual.

 

No obstante, muchos de estos avances son al mismo tiempo limitados. Se mantienen medidas que constriñen la organización y la acción reivindicativa de los trabajadores.  Se reconocen al quichua y al shuar como idiomas oficiales, pero sólo de relación intercultural. Se reconoce la democracia directa, pero se limita su campo de acción. Se reconoce la democracia comunitaria, pero no se pasa de la mención. En ciertos momentos la acción colectiva parece desdibujarse, al quedar limitada en el Estado. Todo eso, en cambio, es el sello del tamiz ideológico de clases medias y de sectores tecnocráticos que se han hecho con el control del gobierno.

 

Al mismo tiempo, como es por otra parte lógico, el capital y el Estado buscan ser reformados (la reintroducción de la función social de la propiedad), pero sin modificar sus fundamentos. Es el sello del carácter reformista del proyecto.

 

En conjunto, el proyecto parece representar una suerte de “compromiso” entre la movilización social, la razón de la tecnocracia ilustrada y la persistencia caudillista. De cualquier forma, el proyecto resulta más participativo y más democrático que la propia acción del gobierno. Las derechas, la vieja y la nueva, y las dos juntas, convertidas de pronto en oposición minoritaria, no pudieron mantener en el proyecto constitucional las posiciones que habían ganado en casi 3 décadas de neoliberalismo. La nueva carta, “social y solidaria” recoge, en clave de reforma capitalista, y por lo tanto limitada, muchas demandas de las luchas sociales de esos años. Así que no es poco lo que los movimientos populares se juegan en el referéndum.

 

4. Nuevamente, la correlación de fuerzas

 

Tres sectores están claramente presentes en el escenario. El gobierno, por un lado; las derechas económicas y políticas, por otro; el movimiento popular, finalmente. Ya hemos dicho que el gobierno tiene un doble origen, y que este se expresa también en el proyecto de nueva Constitución. Hemos dicho, también, que la derecha ha sido derrotada en cuatro elecciones consecutivas. La derrota de una de sus expresiones en la segunda vuelta electoral, se transformó en la derrota de todas ellas, unidas en contra del proceso constituyente. Y en la derrota de sus formas electorales viejas, y también de las nuevas, en la elección de asambleístas. Pero que haya sido derrotada no significa que haya perdido el poder: el poder no está en el gobierno, ni siquiera en el (relativo) control del aparato estatal; y, por cierto, no en los partidos políticos. El poder está en la economía y en la sociedad.

 

Pero las derrotas les han dejado enseñanzas. Las derechas saben, por una parte, que deben buscar unirse, más allá de las disputas intestinas por lograr la representación interna y ganar el favor de una porción del electorado. Durante el transcurso de la Asamblea Constituyente, esto fue notorio, y terminó en acuerdos entre toda la oposición en la asamblea, y en reuniones con Nebot. Por otra parte, que deben evitar presentarse bajo las antiguas formas, que tan merecido rechazo han concitado; de allí que el alcalde de Guayaquil haya insistido en varias ocasiones sobre la necesidad de formar un movimiento “ciudadano” de derechas. En tercer lugar, que tiene que buscar voceros aparentemente no políticos ni partidarios; ese es el papel que están jugando (algunos de los) grandes medios de comunicación, las iglesias evangélicas y la jerarquía de la iglesia católica, convertidos, hoy por hoy, en las principales cartas de la derecha.

 

Finalmente, que debe evitar discutir sobre el contenido del proyecto, y procurar fragmentarlo, diluirlo y dispersarlo en consideraciones supuestamente de índole moral que le impidan a la gente una lectura comprensiva. Eso es lo que está haciendo la derecha: habla del “feriado moral”, y pretende convencernos de votar “no” ocupándonos sólo de las supuestas licencias que el proyecto daría al aborto y al matrimonio homosexual... No importa que para eso deban torcer la letra del proyecto. Pues su estrategia es movilizar los elementos conservadores de la mentalidad social en base al miedo, a la confusión y a la irracionalidad. Si lo consiguen, se lanza un manto de silencio sobre las propuestas de cambio que el proyecto constitucional contiene en los planos social,  laboral y económico: es decir, que los grupos de poder económico no sean tocados, ni siquiera visibilizado en medio de la campaña.

 

(Y no está de más mencionarlo: ¿qué prácticas democráticas tienen estos sectores de derecha que ahora nos hablan de democracia?)

 

Pues de eso se trata: las elecciones son una herramienta para reforzar o modificar las relaciones de fuerzas. Las derechas apuestan a una derrota del proyecto constitucional que sea una derrota del gobierno y, a través de esto, una derrota de las propuestas de cambio. El aire tan abiertamente reaccionario de su discurso actual es por demás clarificador al respecto. El “no” les permitirá atraer a su redil, nuevamente, a sectores importantes de la población, y les permitirá alejar la conciencia de la gente de las demandas democráticas y de mejoramiento de las condiciones de vida, desviarla de las críticas al modelo neoliberal, a la dependencia y a la democracia restringida.

 

Si volvemos la mirada al escenario, veremos que las fuerzas están (más o menos) claramente alineadas. Por lo menos, en el campo de la derecha. Empresarios, medios de comunicación, partidos y movimientos políticos (aunque por ahora con perfil bajo), iglesias, medios académicos. Todos se han unido para evitar que la constitución sea aprobada.

 

En el campo popular las cosas comienzan a estar claras. O deberían estarlo. Las diferencias con el gobierno están marcadas con relativa nitidez. Ya desde el inicio,  el proyecto de Correa mostró que no se siente muy cómodo con alianzas, menos si se trata de movimientos organizados, con capacidad de movilización propia y posibilidades de desarrollar políticas autónomas; prefiere las adhesiones. Ahora, al discutir “el país que queremos”, las diferencias hacen notar el estrecho límite de las reformas contenidas en el proyecto del gobierno. Ya se lo había visto antes de algún modo, pero entonces podían parecer cosas puntuales: mas es un asunto de horizontes. Los modos de actuar acentúan los desencuentros, y Correa no hace nada por disimularlo. Su concepción de democracia no se acerca tampoco a lo que los movimientos han encontrado y construido en medio de la lucha.

 

De todas formas, los horizontes distintos no anulan las aproximaciones. El gobierno, para poder avanzar en su programa de reforma, necesita enfrentar a la derecha oligárquica y neoliberal; y eso también es una necesidad para los movimientos populares. Las propias reformas son vistas como un avance para un amplio espectro de ciudadanos, incluidos (por lo menos) los (más importantes) movimientos sociales.

 

Y es que estamos aún en medio de un proceso en el que las luchas sociales han tratado de  contener y modificar el modelo político-económico, y en el que cuatro sucesivos procesos electorales han logrado desplazar del gobierno a los partidos que representaban a esos grupos de poder. Derrotarlos sigue siendo una tarea presente, para que el cambio sea posible. El voto por el sí, en este contexto, es una herramienta para profundizar la derrota de la derecha, y profundizarla en el reconocimiento y en la afirmación de las luchas populares de este último período.  Por lo tanto, se requiere un proceso de movilización que recupere los sentidos de la lucha social.

 

Sigue estando en juego la posibilidad de dar continuidad y desarrollar las luchas populares. Está en juego la posibilidad de asestar una nueva derrota al neoliberalismo, a sus impulsores y beneficiarios. Está en juego la posibilidad de fortalecer el avance de la conciencia social, su búsqueda de justicia y de igualdad, de profundizar la brecha que ha ido labrando frente a las distintas formaciones políticas de la oligarquía, frente a sus representantes ideológicos, aparentemente no partidarios ni políticos (la gran prensa, las jerarquías eclesiásticas,…). Está en juego la necesidad de hacer frente y detener la ofensiva de las derechas unidas, que pretenden hacerse fuertes movilizando el lado conservador y timorato de las mentalidades sociales.


Cuando es todo esto lo que está en juego, no cabe una posición neutral, no cabe pretender situarse “más allá del bien y del mal”. Pero debe ser un “sí” autónomo, cualificado, un sí propio. Un sí a las luchas de 30 años contra el neoliberalismo y la falsa democracia. No un sí que simplemente reafirme al gobierno de Correa: un sí que critique al gobierno, de modo claro y desde la izquierda; lo contrario sería entregar toda la lucha social de los últimos 30 años a un mero juego de reforma burguesa. Pero para eso es necesario que la izquierda y los movimientos sociales reconstruyan un espacio de izquierda autónomo, que, siendo crítico, no le haga el juego a la oposición oligárquica ni se confunda con la crítica de las viejas y las nuevas derechas.

 

Es un “sí” que mira hacia adelante. Que la constitución no es la perfecta, pues entonces pensemos en las reformas que necesariamente habrá que hacerle. Que inmediatamente vendrán nuevas disputan alrededor de las nuevas normas que están a la espera (ley de aguas, ley de minería, etc.). Que el gobierno tiene tendencias a centralizar en el Estado al sujeto del cambio, pues entonces trabajemos para fortalecer las organizaciones sociales y su independencia.

 

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