¿Incertidumbres a las puertas del cambio en Ecuador?

19/08/2007
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Hoy en América Latina existe una disputa en torno al futuro de “la larga noche neoliberal”; y si bien el gobierno ecuatoriano no es el de Bolivia ni el de Venezuela, de todos modos sus perspectivas y posibilidades sólo pueden comprenderse dentro de este marco de luchas y de articulación de fuerzas.

Las vicisitudes de la correlación de fuerzas entre el gobierno y la oposición

El triunfo de Rafael Correa en la segunda vuelta electoral de noviembre de 2006 significó un viraje marcado en la relación de fuerzas, que ha presentado desde entonces, y con cierta claridad, dos momentos.

Un primer momento se caracteriza por la ofensiva del gobierno: los grupos dominantes y sus partidos políticos sufrieron una fuerte derrota, que se profundizó en la consulta popular del 15 de abril, cuando el pueblo aprobó el llamamiento a una Asamblea Constituyente.  Pero a partir de entonces, se abre un segundo momento, caracterizado, en cambio, por la ofensiva cerrada de la derecha y de los gremios empresariales, procurando revertir la tendencia y recuperar terreno.  Estamos en tránsito: el 30 de septiembre, en los comicios para elegir la Asamblea Constituyente, se abrirá un tercer momento que, en buena parte, determinará los acontecimientos posteriores.

Hasta ahora, las vicisitudes de la correlación de fuerzas entre el gobierno y la oposición de derechas ha sobredeterminado el campo de la conflictividad social y política, obscureciendo los contornos del accionar de los movimientos sociales; esto, a pesar de que, al mismo tiempo, en este segundo momento han comenzado a evidenciarse desencuentros entre el régimen y la movilización popular.

El conflicto y los actores del conflicto

Mirado desde los actores, el conflicto se desdobla, desenvolviéndose en tres ámbitos.  El conflicto con los actores políticos fue el primero en desatarse.  Correa se había abstenido de presentar candidatos al Congreso, lo que le permitió subir la intención de voto en la campaña electoral, pero lo dejaba en precarias condiciones de gobernabilidad.  La oposición coaligó al Partido Social Cristiano (PSC), a la Unión Demócrata Cristiana (UDC), al Partido Sociedad Patriótica (PSP) y al Partido Renovador Independiente de Acción Nacional (PRIAN): el núcleo de la tradicional “partidocracia” y los recientes populismos.  Unos y otros fueron golpeados por el voto popular en la primera y, sobre todo, en la segunda vuelta electoral.  La crisis institucional de la democracia representativa y de sus instrumentos se asoció fuertemente en la conciencia social con estos partidos.  Su caída significa el fin de un período iniciado en 1978 con el llamado “retorno a la democracia”.  Una oposición intransigente al gobierno aparece como vía para reagrupar las fuerzas dispersas y derrotadas, para reenlazar su control ideológico sobre sectores de la población, y para dirimir la pugna interna por la hegemonía de la derecha.

Pero sus cálculos no tienen que ver solamente con la aritmética electoral.  Se trata de partidos directamente vinculados a los grandes grupos empresariales (el PRIAN y el PSC sobre todo en la Costa; la UDC, en la Sierra); su afán opositor deviene, sobre todo, de las inquietudes de los grupos dominantes.

En procura de recuperar los espacios perdidos y de recomponerse, estos partidos se lanzaron a la oposición.  Lo han hecho, sobre todo, desde el Parlamento, que controlaban, y desde las instituciones estatales cuya conformación depende del Congreso: Tribunal Supremo Electoral (TSE), Tribunal Constitucional (TC),… Su intención de maniatar y desgastar al gobierno se hizo patente en la discusión sobre el llamado a consulta popular para la instalación de una Asamblea Constituyente: le dieron largas al asunto, y todo apuntaba a que lograrían vencer la pulseada.  Envalentonados, cometieron un error: “sustituyeron” al presidente del TSE cuando éste votó a favor de la realización de la consulta –pero no tenían facultad legal para hacerlo-.  En respuesta, una nueva mayoría en el TSE destituyó a medio centenar de legisladores, acusándolos de obstruir el proceso electoral –y estaba legalmente facultada para hacerlo-.

No obstante, el triunfo del gobierno resultó efímero.  La nueva mayoría, constituida con los diputados suplentes de aquellos que fueron destituidos por el TSE, volvió al redil opositor apenas se trataron dos propuestas sensibles para los grupos dominantes: la provincialización de Santa Elena (que hubiera restado base electoral al PSC y al PRIAN) y la rebaja de los intereses cobrados por el sistema financiero (resistida abiertamente por la banca).  Ese fue el momento, además, para comprobar que las formaciones políticas socialdemócratas se encuentran mucho más cerca de los intereses de los grupos dominantes que de una propuesta reformista: la Izquierda Democrática (ID) y la RED (Red Ética y Democrática) sumaron sus votos a la banca y asumieron el discurso belicoso de los partidos que se adelantaron a ellas en el rumbo opositor, llegando a anunciar incluso un juicio político al presidente.

El gobierno, nuevamente enfrentado al parlamento, volvió a proponer que la Asamblea Constituyente destituya al Congreso.

El conflicto con los empresarios está en el trasfondo de las maniobras políticas.  Los empresarios acabaron colgándose al programa neoliberal a mediados de la década de 1980, luego de que las primeras “medidas de ajuste estructural” fueran impuestas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial a través del Estado nacional.  Desde entonces han sostenido su continuidad con verdadero fundamentalismo.  Así como iba evidenciándose el desfondamiento de las intermediaciones políticas, los gremios empresariales –y los empresarios mismos– fueron apersonándose de la defensa pública del programa neoliberal: las diversas tretas de la flexibilidad laboral, la contención de los salarios, la liberación de controles para el capital, la firma del TLC con Estados Unidos, etc.,… y sus anexos políticos (como la entrega de la base de Manta).

En un primer momento asumieron un aire de “buenos consejeros”; pero apenas se hizo evidente que las políticas gubernamentales no iban en el sentido de la continuidad neoliberal, enfilaron sus armas.  El proyecto de provincialización de Santa Elena fue la ocasión para refrendar la unión político-gremial de las clases dominantes.  El proyecto sobre los intereses y comisiones de la banca fue tomado como una declaración de guerra.  Apariciones públicas, espacios en los noticieros de la televisión, remitidos de prensa, rumores, incremento de precios, cabildeos dirigidos hacia los congresistas: su repertorio de acciones ha sido diverso, aunque poco original.  La banca y, en general, los gremios empresariales se vistieron de oposición política y dejaron en claro que ninguna reforma sería tolerada.

El conflicto con los medios de comunicación es apenas una secuencia de los anteriores, pero quiere ser presentado como un conflicto “no político”.  Todo sea dicho, la actitud irreflexiva del gobierno (y del propio presidente), emitiendo declaraciones fuera de tono, han sido la excusa perfecta para la ofensiva de los grandes medios de comunicación.  Basta echar una somera mirada a los editoriales de los periódicos más vendidos, y escuchar por encima los espacios editoriales de los noticieros de televisión para comprobar cómo, ante el desfondamiento de los partidos y de las instituciones propiamente políticas, los gremios empresariales y los medios de comunicación han asumido abiertamente el rol del partido de oposición, amplificando escándalos y cargando las tintas en interpretaciones interesadas.

Las incertidumbres de los movimientos sociales

El gobierno se encuentra enfrentado a los grupos de poder.  Sin embargo, esto no se ha traducido en una alianza político-social con los movimientos sociales que, desde hace dos décadas, resisten la implementación y la profundización del modelo neoliberal.

El gobierno pudo haber aprovechado la ejecución de sus políticas sociales para acercar a los movimientos a su propuesta y, de paso, fortalecerlos; no quiso dar el paso.  Pudo haber aprovechado sus pugnas con los grupos dominantes para concitar la movilización masiva de los movimientos y hacer retroceder a los dueños del poder y del dinero; tampoco quiso hacerlo.  Pudo, finalmente, haber aprovechado la próxima elección para la Asamblea Constituyente como un mecanismo para crear y fortalecer un amplio espacio de encuentro entre todas las fuerzas políticas y sociales que apuntan al cambio; no dio ese paso.  Las únicas alianzas que ha concertado son con grupos menores, de escasa representación y relevancia nacionales.

En estas circunstancias, la apuesta del gobierno se dibuja con cierta claridad: enfrentado a los grupos de poder y a los partidos que los representan, debe armarse de una base social que le permita una relativa sustentación.  Pero quiere una base propia; desde esta perspectiva, los movimientos sociales son vistos como una competencia indeseable –y más indeseable mientras mayor fuerza organizada posean y más aspiren a mantener la independencia política.  El gobierno disputa la base social no únicamente a los partidos populistas y a la derecha, sino a los movimientos sociales y a las izquierdas.

Por otro lado, prendido a su discurso ciudadanista, no parece muy cómodo ante espacios organizados con cierta representatividad social.  Finalmente, el discurso de la ciudadanía actúa también con la inútil pretensión de acabar disolviendo las líneas más claras de las confrontaciones de clase.

Enfrentados a esta situación, la actuación de los movimientos no ha sido tampoco muy lúcida.  Mientras las bases de las organizaciones adoptan en general una cauta actitud de espera, sus dirigencias oscilan entre el seguidismo al gobierno y la autocooptación, por un lado, y, por otro, discursos de oposición radical que, en ciertos momentos, no pueden distinguirse con suficiente claridad de la oposición de la derecha, de los gremios empresariales y de sus voceros mediáticos.

Ante la evidencia de que el gobierno no estaba interesado en la creación de un espacio de encuentro político y social para el cambio, los movimientos sociales y las izquierdas se dejaron ganar por una dinámica de dispersión y fragmentación, alimentada por ambiciones y vanidades.  El resultado es que en las elecciones para la Constituyente tenemos el cuadro de mayor dispersión del campo popular en todas estas casi tres décadas desde el “retorno”.

Las perspectivas, entonces, se han vuelto inciertas.  Una primera instancia para dirimirla serán las elecciones de fines de septiembre.  La correlación de fuerzas resultante dará las pautas para lo que vendrá.

Pero, mientras tanto, comienza a perfilarse un eje de conflictividad más allá de las coyunturas gubernamentales y en donde, por el momento, parece perfilarse la posibilidad de una movilización popular independiente: los recursos naturales, el agua y la tierra.  En el centro, las extracciones mineras: en los últimos años, se han otorgado concesiones en amplias extensiones territoriales, sobre todo en la Sierra, en tierras donde se encuentran asentadas comunidades indígenas y poblados, o en sus proximidades.

Las movilizaciones buscan que se anulen las concesiones y defender la tierra y el agua.  Pero se trata también de una defensa de las comunidades: las compañías mineras, para obtener las concesiones, provocan diferenciaciones y divisiones en las comunidades, procurando que un sector apoye la explotación minera a cambio de unas pocas mejoras o de beneficios personales.  Las movilizaciones campesinas e indígenas han sido firmes y, frente a ellas, el gobierno ha optado por hacer causa común con las compañías, produciéndose fuertes enfrentamientos entre los manifestantes y las fuerzas represivas.  Acá el régimen ha dejado de lado sus definiciones contrarias al modelo neoliberal y de afirmación de la soberanía para escudarse en una retórica productivista del desarrollo.

De esta manera, en el conflicto que enfrenta a las compañías mineras transnacionales con las comunidades campesinas e indígenas se revelan de manera clara los límites del gobierno.  Pero también se vuelven patentes las limitaciones del movimiento popular que, en general, ha dejado solos a quienes resisten la violencia del capital transnacional.

Pero estas conclusiones aparecen aún oscurecidas en la conciencia social, opacadas por la expresión política del conflicto entre el gobierno y la derecha.

Un juego de conflictividades a tres bandas

En síntesis, va perfilándose un juego de conflictividades a tres bandas: por un lado, un gobierno más o menos nacionalista y desarrollista, que refleja una alianza entre capas politizadas de clases medias que han resentido la hegemonía oligárquica y sectores empresariales más o menos alejados del modelo neoliberal; por otro lado, los grupos empresariales y de derecha que mantuvieron el control del Estado durante estos 30 años de “democracia”.

El conflicto entre ellos copa la parte visible del escenario y casi toda la atención de la conciencia social; en parte es así por las dinámicas reales de lo que ahora está en juego, pero en parte es una apariencia generada por los propios actores interesados en crear una polarización que excluya otros actores y otras posibilidades.

 Aún así, persiste, aunque debilitada, fragmentada y tensionada por el conflicto entre el gobierno y la oposición empresarial, una movilización popular independiente que trata de mantenerse y de reconstituirse.  Por desgracia, difícilmente logrará tener una expresión significativa en la próxima Asamblea Constituyente: las izquierdas desertaron de la tarea de construir un campo político para el encuentro autónomo de las luchas sociales.  Y es eso lo que habrá que enfrentar en adelante, sea cual sea el resultado electoral del 30 de septiembre.

Mario Unda, sociólogo ecuatoriano, es catedrático universitario.

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