La continua reinvención de un sistema productivo dependiente y fragmentado

Es imperativo repensar el papel del Estado en las estrategias de desarrollo socioeconómico en los países de América Latina: alinear la economía dentro de los contornos sociales y ambientales es una condición indispensable.

14/10/2021
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Desde tiempos coloniales, América Latina ha cumplido un papel subordinado en la economía mundial. Con la globalización capitalista, la división internacional del trabajo profundizó su rol marginal. Desde las décadas finales del siglo pasado, varias naciones asiáticas escalaron hacia la producción de manufacturas de exportación, con creciente valor agregado, mientras que América Latina se mantuvo estancada en este campo, y más bien corrió hacia una reprimarización de sus ventas al exterior. No se trata de idealizar la vía industrializadora que han seguido otros países y regiones, pero sí de resaltar que, dentro de los eslabones de especialización productiva que ofrece el capitalismo contemporáneo, la región se ubica en los menos ventajosos en términos sociales y ambientales.

 

La confluencia de intereses extrarregionales con los de las elites nacionales ha asegurado la fragmentación del tejido productivo. Las bases de sustento de las economías nacionales son frágiles, y la complementariedad económica entre países ha sido sacrificada por el interés casi exclusivo de insertarse en los mercados externos a la región (Kreimerman, 2017). Se ha apostado por unos cuantos rubros de exportación, y es común la formación de oligopolios en el mercado interno. Asimismo, la apuesta por la inversión extranjera directa para fomentar las exportaciones, como si de un mantra se tratara,  soslaya reparar en las condiciones, concentración y destinos de estos flujos (Cantamutto y Schorr, 2021) – incluyendo el saldo desfavorable entre el ingreso de capitales vía IED y la salida neta de capitales por la repatriación de utilidades y fuga de capitales domésticos. Estas dinámicas dan como resultado dos de las principales características de América Latina: la alta vulnerabilidad a los shocks productivos y financieros externos y la heterogeneidad estructural de los sistemas productivos nacionales. Los sectores más dinámicos de la economía suelen ser intensivos en capital y funcionan bajo el prototipo de enclaves de viejo y nuevo cuño. Mientras tanto, la mayoría de la población suele emplearse en sectores de baja productividad y con altos niveles de precariedad laboral.

 

Más allá de excepciones puntuales, la tendencia de la inserción externa de la región muestra el deterioro de los términos de intercambio, sobre todo de aquellas naciones que dependen en mayor medida de la exportación de materias primas con nulo o escaso valor agregado. Por otra parte, los impactos ambientales de las actividades extractivas han sido ignorados en el diseño y evaluación de las políticas de fomento  (De Echave, 2020). A raíz del crecimiento económico de países emergentes, la demanda global se ha expandido, lo que aumentó la presión para ampliar la frontera extractiva, ya sea en explotaciones hidrocarburíferas y mineras o en los monocultivos de exportación (Cálix, 2018; Puyana, 2018).

 

En las dos últimas décadas, esta situación ha multiplicado los conflictos socioambientales. Las poblaciones locales —en especial las indígenas y rurales— tienden a ser excluidas de los procesos de decisión sobre los proyectos que se emprenden en los territorios donde se asientan (Rodríguez y otros, 2019). Los proyectos extractivos entran en choque con la cosmovisión y las prácticas de vida de las poblaciones ahí localizadas. La violencia, la división de las comunidades y el desplazamiento son secuelas de una visión economicista que responde a la pretensión de acumulación ilimitada de capital.

 

En general, el papel pasivo de la región en la economía global la confina a recurrir a ventajas espurias para asegurar una pequeña porción de la riqueza mundial, a saber:

  • La extracción masiva de materias primas para fines de exportación.
  • La disposición de fuerza de trabajo barata y relativamente abundante en actividades de escasa calificación dentro de las cadenas globales de valor
  • Laxas regulaciones ambientales, fiscales y laborales para competir en la lógica race to bottom.

 

La primera y la tercera de estas “ventajas” se observan en casi todo el subcontinente latinoamericano; la segunda, en cambio, cobra fuerza en los países con mayor cercanía geográfica a Estados Unidos.

 

Incluso aquellos países que han logrado integrarse en las cadenas productivas manufactureras globales no dejan de promover políticas extractivistas. Ambas estrategias concurren perversamente: unas y otras son incapaces de crear suficiente empleo de calidad; presentan pocos encadenamientos al interior del país, y sus inversiones están altamente concentradas en unos cuantos grupos empresariales. Esto no excluye a los países que, por su mayor tamaño poblacional y/o poder adquisitivo, son propicios para el desarrollo de mercados internos, pues en ellos es notable la concentración de los activos productivos en las ramas más rentables. El resto de la población se disputa el precario mundo de la economía informal, ya sea en la agricultura —para los países que todavía conservan cerca de un tercio de su población ocupada en ese sector— o en la creciente expansión de los servicios urbanos de baja productividad.

 

Por supuesto, las condiciones de partida, orientaciones y logros económicos varían de modo ostensible entre países, según el grado de institucionalidad, la dotación de recursos naturales, el tamaño e integración del mercado interno, el tipo de apertura al comercio mundial, la difusión de los adelantos científicos y tecnológicos y el grado de educación de la población. No obstante, la heterogeneidad estructural de los sectores productivos, y la volatilidad ante los choques externos, son elementos comunes en la región y, en parte, explican uno de los rasgos cruciales de América Latina: la persistente y acentuada desigualdad en la distribución del ingreso, la tierra y de la riqueza en general.

 

La fragmentación del sistema económico productivo es causa y a la vez efecto de las asimetrías de poder entre grupos y estratos poblacionales. Esto converge en un círculo vicioso que obedece a poderosos intereses de grupos transnacionales y nacionales que, como se sabe, inciden de manera directa en la arquitectura económica global y en las políticas públicas nacionales.

 

Pese a la tercera ola democratizadora que bañó a la región desde el último cuarto del siglo XX, la acción política no ha querido o no ha podido —salvo algunos débiles intentos redistributivos— superar la distorsión del tejido económico ni la inserción pasiva en la economía internacional (Cálix, 2018). Quizás por la propia naturaleza cortoplacista que suele tomar el juego democrático cuando se le reduce al plano electoral, partidos y gobiernos no se han interesado en sentar las bases para un cambio de largo aliento. Les resulta más fácil seguir las recetas ortodoxas de estabilidad macroeconómica que exige el sistema económico mundial —aunque se haga a costa de sacrificar el desarrollo equilibrado de las fuerzas productivas internas—, o bien incurrir en la irresponsabilidad de incrementar el gasto público, el déficit externo (y la deuda concomitante) sin criterios de eficiencia, pertinencia y sostenibilidad. Se requiere estabilidad y certidumbre en la política económica, así como un Estado garante de la equidad, pero decantarse por cualquiera de estos elementos sin pensar en el otro solo conduce a una disputa pendular entre proyectos políticos de corto plazo que, como es de esperarse, no se dirigen finalmente a la transformación y, por el contrario, hunden a los países en el letargo.

 

Las secuelas de un sistema económico que no converge con el bienestar inclusivo y sostenible de la población es uno de los lastres históricos de las sociedades latinoamericanas, con escasas excepciones en el tiempo y entre países. A ese pesado déficit se une el deterioro progresivo de las contribuciones de los ecosistemas para sostener la vida. América Latina es una de las regiones con mayor acervo natural. Su riqueza en biodiversidad, fuentes de agua y recursos energéticos es notable, pero la corrida de la frontera extractivista y la irracional forma de ocupar el territorio no hacen sino amenazar la reproducción de la vida humana y del resto de las especies.

 

Por esta razón, no se trata de promover cualquier cambio de matriz productiva: este no puede hacerse en cualquier dirección. El desafío es un cambio de los perfiles de especialización económica, un cambio estructural de las formas de extraer, producir y consumir que convierta a la economía en un instrumento para el bienestar, sin poner en riesgo la preservación de los equilibrios medioambientales (Martner, 2017). La economía es fundamental para la satisfacción de muchas necesidades humanas, pero no de todas. Tendría que vérsele como un subsistema subordinado a la dimensión social y restringido en su crecimiento por los límites biofísicos del planeta. Sin esas premisas, cualquier cambio no pasará de ser “más de lo mismo” o saltos al vacío que seguirán llevando a la región al precipicio.

 

Como en cualquier proceso de cambio, es importante descreer de las salidas abruptas e improvisadas; son preferibles las transiciones inteligentes que combinen gradualidad con radicalidad. A partir de estos atributos, la transformación productiva tendría que comenzar de inmediato, ya que se carece de margen de maniobra. El malestar social, combinado con el malestar de la naturaleza, forman un cóctel letal si no se atienden desde ya, pero también pueden convertirse en oportunidades para dar un golpe de timón en la conducción política de estos países.

 

Al revisar las trayectorias productivas de América Latina queda en evidencia el desafío de trascender los modelos económicos basados en la extracción insostenible de materias primas y en el pago de salarios bajos. Los esfuerzos tendrían que enfilarse hacia la diversificación productiva con mayor uso de conocimiento y mayor sensibilidad sobre los efectos de la ocupación del territorio en los ecosistemas y culturas ancestrales. El cambio estructural es una prioridad que los países de la región han sido incapaces de afrontar. La transformación de los sistemas de producción no se dará por decreto ni por un golpe de suerte: exige una alineación estratégica de políticas, instituciones y actores para aprovechar los márgenes de maniobra actuales y, enseguida, expandirlos en el futuro. Para la región, es un imperativo histórico crear condiciones para salir del extractivismo y la fragmentación productiva.

 

Las tendencias y escenarios regionales y globales obligan a que los países superen la visión cortoplacista en la que quedan atrapadas las miradas y análisis puramente nacionales. La reconfiguración del poder económico y político en el mundo; los impactos de las tecnologías disruptivas; la crisis ambiental, y los cambios demográficos y culturales son algunas de las principales megatendencias que requieren atención por parte de la academia, los gobiernos, los actores económicos y la sociedad civil (Bitar, 2014). Todas las megatendencias están muy vinculadas entre sí y condicionan las oportunidades y restricciones para los futuros probables en América Latina. Los sistemas de producción pueden ser afectados en una u otra dirección según se comporten las tendencias y, sobre todo, según se anticipen los países. Si bien los estudios prospectivos no buscan ni pueden predecir el futuro, es bien sabido que la exploración de escenarios y su vinculación con las políticas públicas permiten una mejor preparación ante su advenimiento.

 

La heterogeneidad productiva, la tendencia al deterioro de los términos de intercambio, la insuficiencia dinámica del capital, la restricción externa y la enfermedad holandesa, así como la internacionalización del mercado interno, la industrialización trunca y la desindustrialización prematura son conceptos explicativos para dar cuenta del perfil dominante de las economías latinoamericanas. Cada uno ha sido abordado consistentemente en diferentes momentos desde la economía política regional, pero su consideración ha sido escasa en las políticas promovidas por los gobiernos que han dirigido los destinos de cada país. No parece ser entonces un problema de conocimiento; antes bien, es un divorcio entre la generación de pensamiento y la acción política. Cabe preguntarse qué es lo que motiva dicha separación. Al menos, aparecen dos factores cruciales para bosquejar una respuesta.

 

En primer lugar están los intereses y el balance de poder de los grupos económicos que han encontrado una zona de confort en la fragmentación productiva y en la oportunidad de captar altas tasas de ganancia a partir de la competitividad espuria. Sus lógicas de acción se orientan a reforzar: a) el sistema de privilegios que les otorga una economía basada en la exportación de bienes de escaso valor agregado; b) el control de los rubros más dinámicos de los mercados domésticos; c) la baja tributación, y d) la flexibilización precaria de las condiciones laborales. En segundo lugar, aparecen las débiles capacidades estatales y de los organismos de integración supranacional para aplicar políticas productivas basadas en una debida planeación y coordinación interinstitucional e intersectorial, capaces de romper las inercias actuales. Esta falla de origen se complementa con el endeble músculo regulatorio de los Estados, que impide, entre otros propósitos, equilibrios tanto funcionales como equitativos sobre quién hace qué en el desarrollo económico y cómo se procuran pactos redistributivos que reduzcan las brechas de capacidades y oportunidades entre los grupos sociales (Oszlak, 2019).

 

Sin perjuicio de que los déficits estructurales antes mencionados afectan a la región en su conjunto, sería un error suponer que las soluciones son las mismas en cada caso. Existe un conjunto de orientaciones de base que valdrían para casi todos los países —derivadas del papel subordinado y marginal de las economías latinoamericanas en el sistema mundial—, pero, a la vez, se marcan compases diferenciados que exigen medidas particulares según las diferencias en contexto, trayectorias y capacidades de cada país.

 

En un enfoque alternativo se asumiría que el Estado debe cumplir una función estratégica en la provisión de condiciones para el cambio productivo estructural. Esto no implica subestimar el papel de los distintos actores sociales; por el contrario, las agencias del Estado —en los distintos niveles territoriales— serán más acertadas en sus decisiones en la medida en que ventilen de manera democrática los principales dilemas que surgen del traslape de diversas aspiraciones e intereses societales.

 

Una tarea fundamental es construir una institucionalidad resistente tanto a la autorreferencia burocrática como a la racionalidad caudillista-clientelar, así como a prueba de la captura corporativa por parte de los principales grupos de poder económico. La transformación requiere una sociedad que sea capaz de influir en el reconocimiento y corrección de las principales fallas del Estado y del mercado.

 

Es por lo tanto imperativo repensar el papel del Estado en las estrategias de desarrollo socioeconómico en los países de América Latina. Siguiendo a Martner et al (2014; p. 214), al menos cinco tareas principales deberían ocupar el quehacer estatal en forma articulada: a) dinamizar el desarrollo económico; b) promover la convergencia en la productividad sectorial; c) fomentar una mayor articulación territorial; d) impulsar mejores condiciones de empleo e institucionalidad laboral, y e) dotar de bienes públicos y protección social con vocación universalista y redistributiva.

 

Además faltaría identificar las diagonales entre el desarrollo socioeconómico y la sustentabilidad ambiental. Esto vuelve más compleja la identificación de las rutas de transformación. Si por los intereses en juego ya son considerablemente antagónicas las perspectivas económicas y las del bienestar social, al incorporar la dimensión ambiental se agregan nuevas encrucijadas. Sin embargo, la protección de la naturaleza no es un capricho o moda por atender; es condición de sobrevivencia para las sociedades humanas y para el conjunto de especies que habitan el planeta. Alinear la economía dentro de los contornos sociales y ambientales es una condición indispensable para la transformación de los sistemas productivos.

 

La subordinación de la economía a las dimensiones sociales y ambientales exige políticas que desacoplen el bienestar de la pretensión de crecimiento ilimitado. De lo contrario, seguirá prevaleciendo la lógica de generar exponencialmente nuevos deseos y productos que los satisfagan —por lo común, bienes de corta duración—, para así alimentar el insaciable apetito del crecimiento económico, sin considerar sus consecuencias sobre la biocapacidad planetaria (Brand y Wissen, 2018; Daly, 2013; Dias, 2017).

 

América Latina podría transitar al menos por tres senderos prototípicos, según su orientación productiva. El primer sendero representa el curso actual, la reinvención perpetua del mito de El Dorado, seguir explotando sin piedad su riqueza natural, manteniendo intactas las brechas de productividad y las disparidades sociales. Es una senda que requiere altas tasas de crecimiento para reducir la pobreza, y aún mayores para reducir un ápice la desigualdad. Lo cierto es que sus propias contradicciones vuelven improbables sostener el nivel de crecimiento que promete, y lo que termina primando es la volatilidad. Y en tiempos de vacas flacas son los pobres los que han sufrido los peores estragos. Así, el tipo de crecimiento promovido es un problema central que invalida esta ruta. Este camino es simplemente inviable.

 

El segundo sendero apunta a una situación intermedia en la que los países de la región logran salir del extractivismo depredador, de las peores formas de destrucción ambiental y de la explotación más oprobiosa de la fuerza de trabajo. Se compromete a aumentar la inversión en la producción de bienes de capital y estimular una aglomeración productiva —nacional, subregional y regional— que impacte positivamente en la convergencia tecnológica, el valor agregado y la creación de empleos de calidad. Sigue importando mucho el crecimiento del PIB. Sin embargo, se prefiere aquel tipo de crecimiento que beneficie la cohesión social. La efectiva provisión de bienes púbicos estatales y la regulación del mercado con criterios de eficiencia económica, justicia social y una mejor estimación del impacto ambiental son clave en esta perspectiva. Los impuestos ambientales cumplen un importante rol recaudador, a la vez que son útiles para desincentivar ciertos rubros nocivos y ayudan a financiar otros más adecuados para la transición sostenible. En esta ruta es posible plantearse una inserción más inteligente y selectiva en la economía mundial. Aunque sigue en esencia las coordenadas de la reproducción capitalista, la viabilidad de este derrotero se ve amenazada por la fuerte competencia interregional y por los sesgos de la arquitectura económica global.

 

Por su parte, el tercer sendero avanzaría hacia la recreación profunda de nuevos sentidos y configuraciones entre economía, ambiente y sociedad, con una profunda reflexión sobre los patrones de extracción, producción y consumo. Se trata de un camino o proyecto alternativo sin pretensiones de determinismo histórico o de crear una sociedad perfecta (Mora, 2018). Enfrenta de manera directa la apropiación que la economía hace de la naturaleza, territorios, cuerpos y tiempos. Pone en primer plano el respeto a los ciclos de reproducción y regeneración de la naturaleza. Procura equilibrios juiciosos entre tradición e innovación. Concibe la riqueza como un concepto multidimensional que bifurca la riqueza en tiempo, relaciones convivenciales y bienes materiales. No menos importante, revalora el trabajo de reproducción de la vida tan largamente castigado por la lógica productivista. Propone superar la dicotomía entre Estado y mercado para trascender hacia una comprensión holística en la que comunidades y organizaciones sociales aporten valores, lógicas y ritmos distintos a los que ofrecen tanto la racionalidad burocrática como la del lucro. Para transitar por esta vía, se requieren pactos territoriales ecosociales. La revalorización del tiempo y los cuidados, así como la desmercantilización de la naturaleza y de importantes esferas societales son objetivos innegociables en esta dirección.

 

Para continuar en el rumbo del primer sendero solo se necesita más de lo mismo que se ha hecho hasta ahora: una fórmula infalible para el fracaso. Para dirigirse por el segundo camino se requiere una política productiva de largo plazo más integral y coordinada, con más autonomía de los países y de la región en las arenas globales, junto con un Estado capaz de gestionar con sensatez los tradeoffs socioambientales. En este derrotero, siguen vigentes muchos de los parámetros de la visión occidental productivista, pero se atenúan sus peores efectos. Para el tercero, se precisa un nuevo paradigma, la emergencia de una nueva cultura que oriente las relaciones sociales y las relaciones con la naturaleza (Ardila, 2019; Mora, 2018).

 

Las contradicciones entre el primer sendero y los otros dos son tajantes e irreconciliables. Por su parte, el segundo y el tercero poseen en común que son caminos por construir y persiguen algunos objetivos convergentes, pero no son necesariamente complementarios. El segundo apuesta por una morigeración de la economía para que respete equilibrios hoy pasados por alto. El tercero, en cambio, apunta a repensar la economía desde sus fundamentos; por lo tanto, es más radical y requiere unas condiciones de posibilidad más inasibles que las del segundo. No se refiere tanto a las condiciones de posibilidad material —esta dirección requiere ciertamente menos complejidad material—, sino a las condiciones subjetivas, ya que los imaginarios que dominan a las sociedades latinoamericanas —los de los estratos dirigentes y los de los subordinados— asumen el progreso material como un fetiche.

 

Se podrá pensar de inmediato que quizás el tercer sendero esconde una mirada que idealiza la marginación y la privación de bienes y servicios de la población latinoamericana, sobre todo la que vive en zonas rurales. Es una preocupación muy válida. Ciertamente, hay que tomar distancia de las posturas esencialistas que a la larga reproducen el statu quo y la desigualdad que le es inherente. La apuesta por el tercer sendero reconoce el deber de satisfacer estándares básicos de dignidad humana, lo que incluye la satisfacción de necesidades de bienes y servicios. Pero la forma en que cada sociedad gestione su bienestar tendría que ser socialmente construida, desde abajo, en lugar de ser impuesta por los ritmos de la sociedad de consumo y la acumulación concentrada de capital.

 

Desde una visión menos prejuiciada, podrían entablarse puentes entre el segundo y el tercer sendero. No son automáticos y plantean sortear muchas contradicciones, intereses y dilemas. La descarbonización progresiva de la economía y el fomento de la producción agrícola ecosaludable poseen atributos para llegar a ser dos ejes comunes de lucha. Desde la acción política de partidos y gobiernos, no es posible esperar a que estén dadas todas las condiciones para decantarse por la opción más deseable en términos aspiracionales. Hay una cuota de realismo que debe conjugarse con la razón utópica. Las transiciones son en este sentido importantes. Hay que concebir y forjar los puentes entre ambos caminos, sin perjuicio del derecho, en especial de las comunidades de base territorial, de defender y mostrar —en el aquí y ahora— esferas de posibilidad para el tercer sendero. Sin esa lucha por la expansión de las prácticas alternativas, no hay mayores chances para que el futuro se impregne fuertemente de un nuevo ethos vital.

 

La combinación inteligente entre gradualidad y radicalidad puede dar a luz condiciones menos adversas que las actuales y, sobre esa base, hacer posible el surgimiento de ideas y esferas portadoras de cambio.

 

Referencias

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