El espejismo de la bonanza ilimitada

Los peligros del capitalismo financierizado

Frente a la crisis multidimensional no se puede anhelar un retorno a la vieja normalidad. Este debería ser el momento para una movilización a escala global que plante cara a la manera en cómo se están tomando las decisiones que afectan a la población.

19/07/2021
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Pueden identificarse dos rasgos esenciales en el paradigma que sustenta al capitalismo financierizado global. Por un lado, la acumulación incesante de riqueza en favor de una minoría y, por el otro, la aceleración de los procesos y ritmos de vida sometidos por el régimen económico. Es evidente la abultada acumulación de capitales, de conocimiento e información estratégica y, en general, del conjunto de activos más valorados por el sistema capitalista. Esta acumulación está concentrada en pocas manos, y responde al inviable afán de crecimiento ilimitado en un planeta con recursos finitos. Para que este acaparamiento tenga lugar, se recurre a una división internacional del trabajo basada en la desposesión y alienación del grueso de la población. En complemento, el rentismo y la especulación se han convertido en una diada estratégica para generar el enriquecimiento del statu quo tanto en el norte como en el sur global.

 

Es también indiscutible la aceleración de los ritmos del metabolismo social. Esto se expresa en la celeridad del tiempo cotidiano, en la pronta obsolescencia de bienes, servicios y personas y, sobre todo, en la aceleración de los flujos de comunicación y conectividad. La gravitación de estos factores ha conformado un sistema complejo que, a falta de frenos y contrapesos, acelera también la depredación ambiental en proporciones nunca vistas. Por supuesto, la complejidad de las sociedades comporta cambios e interacciones que son inherentes y deseables a la condición humana, por lo que no sería sensato evocar la inmovilidad de las estructuras sociales. El problema está en quiénes y con qué propósitos gestionan la intensidad y dirección de los cambios estratégicos.

 

Si la aceleración multidimensional que vivimos hoy riñe con el disfrute de una vida plena y emancipada, conviene ponerla en tela de juicio y cuestionar sus móviles. Además de provocar desigualdades inexcusables en una época en la que es posible producir bienes y servicios para cubrir las necesidades básicas de toda la población, el problema de fondo es que las fuerzas motrices del sistema capitalista nos conducen al precipicio, al poner en riesgo los hábitats que sustentan las diversas formas de vida. El ritmo actual de extracción, de utilización de materiales y de uso de energía es insostenible. Tampoco hay que perder de vista las enormes brechas en los niveles de consumo, así como el derroche de los estratos más ricos. Ya en 2018 se estimaba que se requerían 1.7 planetas tierra para satisfacer la demanda actual de recursos. Detrás de este promedio se solapan grandes contrastes, los países más industrializados demandan recursos que multiplican por tres su biocapacidad. Si todo el mundo consumiera como ellos se requerirían tres planetas para mantener ese tren de vida. Al ser insostenible que toda la población consuma al ritmo de los estratos más ricos y que, tampoco, se puede condenar a los grupos más pobres a un subconsumo que linda con la miseria, urge una mejor distribución de los frutos del progreso humano, pero, ante todo, es necesario replantear la concepción de bienestar que subyace en el imaginario del desarrollo.

 

La vida y la ciencia están cada vez más atadas a los designios del capital. Esta afirmación no pretende avalar una oposición ciega hacia los innegables avances en la ciencia y la tecnología. A lo largo de los siglos, la inventiva humana ha logrado superar grandes problemas civilizatorios; no obstante, conviene interpelar los determinantes de este vértigo que hoy parece imponerse y naturalizarse sin mayor resistencia. El discurso hegemónico machaca hasta el cansancio que el mundo debe de estar en permanente innovación, aunque esa obsesión por lo “nuevo” responda más al afán de lucro y de poder que a la solución de problemas cruciales de nuestro tiempo. A la vez tacha de “arcaicos” a los grupos sociales que se resisten a la deshumanización, al frenesí de los ritmos de vida y a la desmedida aprehensión por atesorar bienes materiales. Desde esta perspectiva, el capitalismo, como régimen de producción y como modo de organización social, es solo un resultante de un paradigma mucho más amplio que está a la base del tipo de modernidad que se ha impuesto en el imaginario occidental. Ciertamente, solo un despertar masivo, un salto cualitativo de la conciencia individual y colectiva podrá revertir la destrucción de la diversidad biológica y cultural del planeta.

 

Estamos ante un punto de inflexión dentro de los llamados ciclos largos del capitalismo. Nos aproximamos quizás al fin del “largo siglo XX histórico”. El capitalismo sufrió crisis cíclicas desde el siglo XIX hasta la fecha, y en cada episodio, entre los que sobresale la Depresión Prolongada de 1873, la Gran Depresión de 1929 y la Gran Recesión de 2008, las fuerzas del sistema han logrado salir adelante resolviendo de forma transitoria las contradicciones. Pero a la larga lo que ha hecho el régimen de producción capitalista es profundizar sus tensiones, al punto que su sobrevivencia va a contrapelo de la reproducción de la vida digna y de los soportes ecosistémicos.

 

La actual crisis capitalista no surge por generación espontánea. Es la reacción en cadena de múltiples eventos, decisiones y acciones que han puesto en el centro la reproducción del capital antes que la reproducción de la vida. Respecto a la dinámica del capitalismo financierizado, un hito decisivo lo encontramos a principios de los años 70, con la desvinculación del dólar respecto al patrón oro, decretado de modo unilateral por los Estados Unidos para “resolver” las tensiones de su régimen de acumulación, en mucho agravado por el endeudamiento al que condujo su empresa bélica en Vietnam. El abrupto desanclaje del patrón oro debilitó en buena medida la esencia de los acuerdos de Bretton Woods. Esto le permitió a EUA, de la mano del acuerdo logrado con Arabia Saudita para atar la comercialización de petróleo al dólar, una tecla estratégica para multiplicar y expandir urbi et orbi la divisa del dólar sin la obligación de contar con respaldo en oro. La decisión impactaría fuertemente el funcionamiento del sistema mundo: un espejismo de afluencia de dinero que exacerbó las contradicciones propias del capitalismo. Se inaugura además una época en que las tasas de ganancia de la llamada economía real tienden a estancarse en los países más industrializados. Para contrarrestar esa tendencia, el capitalismo recurrió en los años siguientes a la ampliación de mercados a escala global, a la contención de los salarios reales y a la automatización. Los tres factores han servido como salvavidas temporales para mantener a flote el régimen de producción.

 

El siguiente disparador de la crisis aparece a inicios de los años ochenta, con las desregulaciones financieras impulsadas por los gobiernos de Reagan y Thatcher, en EEUU e Inglaterra, respectivamente. Tales medidas facilitaron la movilidad de los capitales, pero a la larga favorecieron la especulación, ya que el dinero actuaba cada vez más en forma autoreferenciada para (auto)reproducirse en los mercados de capital. Años después, en 1999, con la derogación de la Ley Glass-Steagall se consumaría en EUA -con impactos a nivel mundial- el rompimiento de los límites entre la actividad formal bancaria y las operaciones de riesgo. Dicha ley había sido promulgada en 1933 durante la presidencia de F. D. Roosevelt, en plena época del New Deal, para evitar condiciones como las que dieron lugar al crash financiero de 1929.

 

De manera que la expansión del riesgo y el aumento sin freno de la deuda en nuestros días no son fortuitos, son los efectos del desenlace que ha tenido el dinero fiat. Además, la especulación financiera se sincroniza con la tendencia a concentrar el comercio mundial en un puñado de corporaciones, que mantienen nexos con los principales centros financieros para acceder con privilegios exorbitados a los beneficios de la flexibilización cuantitativa y la baja de las tasas de interés. La inminente explosión de la burbuja del dinero fiat es una amenaza para la estabilidad global. Es por eso que en medio de la pandemia, organismos como el Foro Económico Mundial y el Fondo Monetario Internacional han propuesto la idea de un “gran reseteo mundial”. El objetivo es actualizar los Acuerdos de Bretton Woods, aquellos que habían dado sustento al ciclo económico que está por concluir. Si no se da una amplia participación democrática en una propuesta de esa magnitud, aumenta la probabilidad de que se impongan como siempre los intereses del statu quo global, con lo que las medidas ayudarían a destrabar, temporalmente, los procesos de acumulación sin alterar las estructuras inequitativas y tendencialmente especulativas de la economía en boga.

 

Por otra parte, las tensiones geoeconómicas de la crisis en curso no suponen la disputa entre proyectos alternativos al capitalismo. Lo que vemos es un duelo entre algunas de sus variantes por la tutela de la globalización. Las tensiones entre núcleos geográficos son más complejas de lo que a priori parecen, van más allá del forcejeo entre dos o tres países. En realidad, existen profundas interacciones entre el capital financiero y productivo en cada región del planeta, por lo que la diferencia entre países y regiones radica en los roles que desempeñan dentro del modo de acumulación. Por esta razón, reducir la pugna entre EEUU y China a una mera disputa entre proyectos nacionales sería un artificio que dejaría de lado matices más complejos. En efecto, hay que escudriñar los hilos y tentáculos del capital financiero global. Los conflictos interregionales o interestatales por una mejor posición en el tinglado sistémico son, en el fondo, conflictos subordinados a la primera línea de intereses del statu quo global.

 

Está claro que de cualquier manera hay una disputa por la zona territorial núcleo del capitalismo, visible en las tensiones por el desplazamiento del eje principal desde EUA y Europa Occidental hacia Eurasia. Con el propósito de mantener las tasas de ganancia en la economía real, el capital corporativo transnacional buscó la expansión de los centros de producción y consumo, aunque eso significase deslocalización de empresas y pérdida de empleos estables para amplias capas de trabajadores en varios países occidentales ricos. La ventaja que supone recibir ahora productos industriales a bajo costo, elaborados en precarias condiciones laborales en China y un conjunto de países de las periferias, no compensa para aquellas poblaciones los impactos negativos por las pérdidas en la cantidad y calidad del empleo. Estos efectos se observan con espacial énfasis en EUA y en mucho explican el efecto Trump que llevó a este personaje a la presidencia durante el periodo 2017-2020. Cabe remarcar que la mayor deslocalización y fragmentación de los procesos productivos, paradójicamente, va de la mano con una mayor concentración del capital y de los adelantos tecnológicos en unos cuantos grupos corporativos que controlan los principales eslabones de las cadenas globales de valor.

 

Los países y regiones, según sus capacidades, buscan acomodarse para atraer inversiones, insertarse en las cadenas globales de valor y preservar o alcanzar privilegios estratégicos dentro del orden económico internacional. Al respecto conviene subrayar que en nuestro tiempo, el capital, en varias aristas, está desterritorializado. Por tal razón no es exagerado decir que la soberanía es un atributo que parece atribuírsele cada vez más al capital que a los propios Estados. En consecuencia, se observan Estados muy dóciles respecto a las exigencias del capital transnacional, al tiempo que se intentan mostrarse fuertes para reprimir y aplicar las políticas que favorecen a las corporaciones globalizadas.

 

De cualquier manera, son los países del Sur los que suelen sacar la peor parte en los cursos de acción que toman las pugnas capitalistas, puesto que siguen siendo vistos como fuente de materias primas y de generosas concesiones fiscales y, no menos importante, como reservas de fuerza laboral abundante y barata. Esto no impide afirmar que existe un pequeño grupo de países periféricos y semiperféricos que han aprovechado mejor su rango de maniobra para escalar dentro de las cadenas globales de valor. Pero, no pasan de ser excepciones. En términos generales, un proyecto alternativo para los países del sur global tendrá que provenir de sus propias entrañas y de una robusta acción conjunta. Sería ingenuo pensar que, las principales tensiones geoeconómicas que vemos hoy, suponen un proceso de liberación y cambio del papel de los países más subordinados en la división internacional del trabajo.

 

Más allá de los intereses y conflictos en el tablero mundial, el principal rasgo de las tensiones del capitalismo del siglo XXI es que la base de sustentación de la economía y de las sociedades humanas muestra riesgos alarmantes. El planeta no puede soportar la pretensión de crecimiento y acumulación ilimitada. El cambio climático, la destrucción de la biodiversidad son dos de los principales límites ambientales transgredidos, y ambos se comportan en forma sinérgica para desatar otros problemas que perjudican al mundo entero, en especial a los grupos más carenciados.

 

Entre los desafíos para emprender caminos alternativos destaca la necesidad de un nuevo orden económico que revierta la financierización y la concentración excesiva de la riqueza. El gran capital encontró en la sofisticación de los mercados financieros una vía rápida para acrecentar sus ganancias. Los contrastes entre las alzas de los mercados bursátiles y el comportamiento de la economía productiva son el reflejo de esta situación anómala. La financierización de la economía y la captura corporativa atentan contra la creación suficiente de empleos dignos, y agudizan las brechas de inequidad. Debido a lo insostenibles que resultan las burbujas especulativas, los gobiernos de los países más poderosos recurren cada vez más a la emisión monetaria sin respaldo y a la creciente toma de deuda a fin de mantener a flote la ficción de una bonanza económica. La expansión cuantitativa y la deuda con tasas de interés cercanas a cero parece una salida atractiva y fácil, pero si se vuelven cuasi permanentes se tornan en un espejismo que soslaya las secuelas de este fenómeno en el tiempo. A la postre se están promoviendo condiciones para crisis recurrentes. Los privilegios desbordados de los principales bancos centrales del mundo solo empeoran la situación y provocan una competencia desleal entre las políticas monetarias de los países más ricos y el resto. Algunas regiones, como América Latina, reciben beneficios espurios de las dinámicas del sistema financiero, en cambio quedan muy expuestas a los efectos de la sobreliquidez y la especulación que es inherente al dinero ficticio. Este fenómeno, según el momento del ciclo, incide sobre el comportamiento de las inversiones, el sobrecalentamiento de la economía, las fluctuaciones cambiarias, la extranjerización de los activos, la súbita salida de capitales y el encarecimiento de la deuda externa.

 

Respecto a las consideraciones sobre la multiplicación ficticia del dinero, en todo caso hay que escapar de la trampa de tener que decidirse entre el apoyo a la emisión exponencial de dinero sin respaldo (que termina favoreciendo a los más ricos) o una rígida austeridad monetaria-fiscal (que mutila las oportunidades de generar bienes públicos universales). Es una polarización engañosa, ya que es factible diseñar otras políticas que combinen la solidez macroeconómica, el emprendimiento y la capacidad distributiva. Por estas razones se requiere una nueva institucionalidad monetaria y financiera, democráticamente construida, para enfrentar los sesgos y excesos de la actual.

 

Finalmente, frente a la crisis multidimensional no se puede anhelar un retorno a la vieja normalidad. Este debería ser el momento para una movilización a escala global que plante cara a la manera en cómo se están tomando las decisiones que afectan a la población. Se tiene que ir más allá de la mera gestión de la emergencia y, al mismo tiempo, evitar los saltos al vacío. Se tiene que promover un cambio por diseño en lugar de uno que surja por la reacción espontánea a los efectos de una catástrofe. Los caminos al futuro deberían al menos respetar cuatro principios innegociables: el bienestar inclusivo, la autonomía individual, la solidaridad y la sustentabilidad de la biosfera. De cara al futuro no vale más fetichizar al mercado o al Estado; se requieren más bien pactos y equilibrios dinámicos que optimicen en cada momento la contribución de estas esferas. Es preciso pensar la emergencia en curso como la punta del iceberg de una crisis planetaria. Esto marca la necesidad de un punto de inflexión. Los cambios deseables y viables suponen enfrentar una serie de dilemas cuya atención amerita una comprensión y propuestas transdisciplinarias. A partir de acuerdos globales básicos, cada sociedad debería gozar de una relativa autonomía para tomar las decisiones que más convengan, en tanto no menoscaben los derechos de sus integrantes ni del resto de naciones y grupos sociales.

 

Además de pactos ecosociales en los territorios locales y en el plano nacional, se requiere una gobernanza global que sustituya la imposición del capital corporativo, y que aliente la cooperación en lugar del “sálvese quien pueda”. Por último, desde esta perspectiva no hay que temer a los avances de la ciencia y la tecnología; sin embargo, se precisan reglas e incentivos para que estén al servicio del interés general y de la protección ambiental, al tiempo que se revaloricen los conocimientos de los pueblos y se facilite el diálogo entre saberes.

 


 

https://www.alainet.org/es/articulo/213130
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