El neoliberalismo como coartada

23/11/2020
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Imagino a Dionisio Romero entregándole millones de dólares no declarados a Keiko Fujimori con la más absoluta naturalidad. Poco después y con idéntico desenfado, el ejecutivo de la radio más importante del país estira un par de manos angurrientas para recibir su tajada. Nada del otro mundo.

 

Quien reparte los billetes verdes a RPP y otros medios de prensa es un inescrupuloso operador que unos años más tarde amañaría unos audios antes de presentárselos a un juez. La joyita –experto en dilatar procesos penales– es además un empresario multimillonario que se ha beneficiado con jugosas exenciones tributarias, pero que defenderá el “libre mercado” a rajatabla, igual que el resto de la pandilla y sus operadores políticos y mediáticos.

 

Romero Paoletti dice que con sus aportes bajo la mesa –al más notorio partido-mafia de la historia del Perú–, intentaba salvar el modelo que trajo desarrollo al país. El “liberalismo” económico es la coartada de todos los mencionados.

 

Los que saben “cómo es la nuez” no tienen la culpa de que el resto de peruanos seamos cojudos. De ahí parten la naturalidad y el desparpajo que muestran cuando hacen trampa. Los que aprendieron que “la cárcel pasa, pero la plata queda”, no se explican cómo la gente no nace sabiendo que el mundo funciona así desde mucho antes de la rueda, que todo es cochinada, embuste y diezmo.

 

La moral… perdón –exagero–: cualquier regla o principio de convivencia, por elemental que fuere, no es más que una trampa para los ingenuos, para dejarlos fuera de la carrera de ratas.

 

¿No sabe este país de “llamas y vicuñas” que el consorcio internacional de la pendejada nos quiere ver siempre en el último vagón –el de servicio–, vistiendo algún uniforme distintivo y usando el otro baño? Nuestra miseria y corrupción significan precios baratos y mucha gente lista para “dignificarse” a través de algún trabajillo esclavizante y sin sentido. Nuestro racismo equivale a una predisposición para la explotación del otro, por eso resulta funcional al poder.

 

Existe una podredumbre a la que la concentración de medios de comunicación nunca dedicará editoriales, que no se incorporará a la narrativa cuando haya que explicar lo que hace unos días movilizó a decenas de miles hacia las plazas de varias ciudades del Perú. Lo que oculta la gran prensa es que detrás del operador político corrupto está el gran empresario que detesta la competencia limpia y detrás del gobiernillo tercermundista –aprendiz y aficionado en sus corruptelas–, se encuentran intereses hegemónicos de larguísima data.

 

Economía “independiente”

 

No basta con ocultar la plata en paraísos fiscales: hay que poner la mismísima economía nacional al resguardo de la chusma que podría votar mal, “independizándola” de la política. Lo que han hecho, en realidad, es ponerla directamente bajo la jurisdicción y vigilancia del Fondo Monetario Internacional y la tecnocracia neoliberal. Eso significa tener una economía “independiente”, con un MEF y un Banco Central de Reserva “autónomos”.

 

Más allá de cuánta propaganda hagan, ningún ser pensante dudará un solo instante de que la economía de un país es una decisión netamente política, que cuando se vuelve “autónoma”, eso solo significa que ha pasado a subordinarse a un poder distinto de la voluntad democrática y popular. Popular, repito.

 

Si el dogma neoliberal merece tal calificativo es justamente porque apela a supuestas “leyes naturales”, inmutables y universales –ya no divinas, pero casi–, como la que dice que el hombre es egoísta por naturaleza. Así sostiene su deplorable y patético tinglado, asegurándole al mundo que debemos conformarnos, que la corrupción no es un asunto de principios, sino de “incentivos”, y que el pobre es pobre porque quiere. El orden natural, según este credo, nos obliga a dejar de lado cualquier idealismo, cualquier utopía, para sumergirnos en el lodo apocalíptico del orden que destruirá el planeta.

 

En ese sentido, el proyecto político neoliberal intentó inocular en las masas las taras largamente cultivadas por lo más rancio de la élite tradicional y conservadora. Había que transformar a las clases medias en aspirantes a élite, para que imitaran sus desprecios y confundieran sus propios intereses con los de sus amos, para que detestaran al de abajo.

 

Patearon la escalera del desarrollo

 

“Al recomendar el libre mercado a naciones en vías de desarrollo, los malos samaritanos señalan que todos los países ricos tienen comercio libre. Esto es, sin embargo, como si se le recomendara a un padre que haga que su hijo de seis años se busque un trabajo, sosteniendo que los adultos exitosos no viven de sus padres y, por ende, ser independientes debe ser la razón de su éxito”.

 

Estos “malos samaritanos” del economista surcoreano Ha-Joon Chang, a quien cito arriba, son los países capitalistas desarrollados, que instruyen (o exigen) a los países subdesarrollados a adoptar un modelo de desarrollo distinto del que los llevó a ellos mismos al éxito. Según Chang, Estados Unidos y varias potencias europeas, como Inglaterra, se desarrollaron protegiendo estratégicamente sus industrias, usando de manera sistemática aranceles y subsidios, cuando no la guerra misma.

 

Según el economista de Cambridge, en realidad esos países aprovechan el libre mercado “porque son exitosos”, y no al revés. Sus industrias pasaron por un largo periodo de desarrollo que gozó de la activa protección de un Estado sumamente activo. “Los países ricos solo liberalizaron su comercio cuando sus productores estaban listos e, incluso entonces, casi siempre de manera gradual”, explica el surcoreano.

 

Es así como “patearon la escalera”. A través de la popularización de una ideología conveniente, cerraron el camino de desarrollo para sus vecinos, sometiéndolos a un rol servil, subordinado. Nuestras élites son las beneficiarias de ese orden y las administradoras de la opinión y la ideología locales.

 

El historiador David Harvey, citado extensamente por intelectuales de diversas ideologías, considera que el neoliberalismo es (o fue) un proyecto político diseñado para devolver poder y riqueza a una élite que venía declinando luego de décadas de importantes victorias democráticas.

 

Pánico conservador

 

Los líderes de opinión que se hacen pasar por liberales en las redes sociales y varios canales de televisión –la mayoría son conservadores descarados– están sumamente asustados. Hay que verlos patalear y enfadarse por todo lo que el “marxismo cultural” viene logrando en América Latina. La culpa la tiene la juventud actual, una “generación de idiotas”, dicen, de tontos útiles manipulables.

 

El Foro de Sao Paulo y (el ¿comunista?) George Soros estarían detrás de cada manifestante chileno y peruano, detrás de cada boliviano levantisco y detrás de cada feminista o activista LGTB. Cuando los conservadores quieren mostrar “evidencias” del complot internacional marxista, llaman a sus programas y “podcasts” a exoficiales de la Marina de sus respectivos países, quienes previamente han pasado por las escuelas militares yanquis donde son adoctrinados, entre dictadores, en “Seguridad Nacional” y técnicas de tortura. Sus meras declaraciones son “evidencia”, tal como sucede en la prensa internacional que el conservadurismo critica como “marxista”, esa que promueve guerras en base a montajes de los servicios de inteligencia de Estados Unidos.

 

La tesis del “marxismo cultural” hace agua por donde se le mire. Incluso si fuera cierta, si existiera un gran complot para “destruir Occidente” a través de la “subversión ideológica”, no aclaran por qué habría que rechazar la propagación de ideas distintas a las tradicionales, ideas que critican los supremos valores occidentales. ¿Es que acaso ellos no fueron introducidos también por una serie de actores identificables, en algún momento específico de la historia?; ¿acaso esos valores no fueron siempre el resultado de relaciones de poder?

 

Eso es lo nauseabundo del conservadurismo, esa idea de que el orden tradicional es “neutral”, “no-ideológico”, que responde a “la naturaleza”, a un orden superior, no contaminado por el interés o la conveniencia, muchos menos por ideas “foráneas”. Vivíamos en el paraíso terrenal, pero no lo sabíamos. Lo nauseabundo, me explico, no es que crean eso, sino que pretendan imponérselo a otros bajo la premisa absurda de la “normalidad”. “El Perú es católico”, repiten entre balidos quienes desean imponerles a otros su cerrazón y temores.

 

No, la prensa corporativa no dirigió las marchas que se dieron la semana pasada y pusieron a los rancios en su lugar, como repite el conservadurismo. Los medios tampoco son “progres” ni están infestados de comunistas. Son grandes corporaciones con empleados, administradores y directorios cuyos accionistas ostentan intereses en varios rubros de negocios, todos con un objetivo perfectamente claro.

 

Los manifestantes en Chile y los chalecos amarillos franceses, por citar dos ejemplos recientes, expresaron claramente su posición frente a este lastre que venimos llamando periodismo desde hace demasiado tiempo: no es más que otro anexo del poder privado y concentrado, relaciones públicas corporativas a escala “macro”. La gran prensa no iba a cometer el grave error de mostrar la mínima oposición a la indignación popular. Todo lo contrario: la prensa pensó que podía ganarse a los manifestantes para luego ponerle coto a sus demandas, de manera que no se llegue al temido –e inevitable– cambio de Constitución. Lo que el Perú necesita es a Dionisio Romero de presidente, para acelerar el proceso.

 

-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 20 de noviembre de 2020

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/209880
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