Censurado por criticar a Biden

12/11/2020
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Glenn Greenwald
Foto: https://www.towleroad.com
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El periodista Glenn Greenwald, famoso por sus destapes para The Intercept, renunció hace algunos días a dicho medio luego de denunciar censura. En el artículo que sus editores juzgaron impublicable, el ganador del premio Pulitzer criticaba la actitud abiertamente parcializada de la prensa, los gigantes de internet y la “comunidad de inteligencia” en favor del político demócrata Joe Biden.

 

Su renuncia al medio que el mismo fundara en 2014 sucede un par de semanas después de que él mismo denunciara, además, los excesos autoritarios de redes sociales como Facebook y Twitter, que ostentan un poder enorme sobre lo que usted puede decir o leer en internet. Ellas acababan de censurar una nota del New York Post que (también) criticaba a Biden.

 

1984 como hoja de ruta

 

“Las ideas impopulares, según se ha visto, pueden ser silenciadas y los hechos desagradables ocultados sin necesidad de ninguna prohibición oficial”. Así resumía George Orwell la situación de la libertad de expresión en su propio país, Inglaterra, durante la Segunda Guerra Mundial. No era necesario dictaminar una censura de manera abierta y oficial, pues existía un “acuerdo general y tácito” sobre todo aquello que “no debe mencionarse”.

 

El periodista debía tener el tino necesario para discernir entre lo que era aceptable escribir y lo que no lo era, principio que de ninguna manera se limitaba a tiempos de guerra. Quien llevaba a cabo el oficio o, en última instancia, su editor, debía vislumbrar los límites imaginarios de ese “acuerdo general y tácito” al que Orwell se refiere en el prefacio para su novela Rebelión en la Granja.

 

“Y cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará silenciado con sorprendente eficacia”, remataba el inglés, también autor de la famosa “1984”, la novela distópica que algunos aparatos estatales parecen haber tomado por manual de operaciones.

 

La situación, de un tiempo a esta parte, ha empeorado en gran medida. Ayudados por el surgimiento de nuevos monopolios privados de la información –las poderosas redes sociales y Google, el buscador por antonomasia– la censura en el siglo XXI se impone sobre cientos de millones a la vez, con un solo clic. Detrás de las muchas y cotidianas arbitrariedades de las que somos víctimas silenciosas, se sienta un equipo de expertos en algoritmos y márquetin bajo la autoridad de algún filántropo multimillonario que, casi siempre, se encuentra vinculado con el aparato de “seguridad nacional” norteamericano.

 

Russiagate: 4 años de mentiras

 

Ese también es el caso de The Intercept, propiedad del magnate Pierre Omidyar, quien se hiciera rico en los albores de este siglo gracias a “eBay”, una empresa de comercio en línea. En 2013, Omidyar fundó “First Look Media” para que sirviera de paraguas para sus emprendimientos en comunicación y periodismo. Glenn Greenwald acababa de participar en uno de los destapes más importantes de su carrera –y los últimos tiempos–: un analista de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA, por sus siglas en inglés), llamado Edward Snowden, había delatado a su institución, revelando cientos de miles de documentos que comprobaban el espionaje masivo de ciudadanos norteamericanos y políticos de todo el mundo.

 

“La ironía es que el medio de comunicación que yo cofundé, y que fue construido sobre mi nombre y logros con el propósito de garantizar la independencia editorial, ahora me censuraba de la manera más escandalosa…”, se queja Greenwald.

 

El artículo censurado por The Intercept aparecería luego en una página personal de Greenwald. En él, el norteamericano pone sobre la mesa la colusión de varios actores para silenciar y esconder la ya mencionada trama de corrupción vinculada al demócrata Joe Biden.

 

La nota del New York Post (NYP) al respecto, como explica Greenwald, no era importante en sí misma, pues no destapaba nada nuevo. Sirviéndose de varios e-mails filtrados –cuya legitimidad no ha sido puesta en duda– el diario denunciaba el tráfico de influencias que el hijo de Joe Biden llevaba a cabo en Ucrania, donde presuntamente recibía $50 mil mensuales de la compañía privada Burisma a cambio de favores políticos que involucraban al padre, vicepresidente de EE.UU. durante el mandato de Barack Obama.

 

“El barullo hecho por el ‘Post’ sobre su (supuesta) primicia era exagerado”, explica Greenwald, “pero, de inmediato, periodistas pro-Biden crearon un clima de extrema hostilidad y supresión con respecto a la historia…”. Una periodista del New York Times, Maggie Haberman, por ejemplo, sería “instantáneamente vilificada” simplemente por notar la existencia de la historia en su cuenta de Twitter.

 

Un par de horas después de la publicación, Facebook y Twitter entrarían a tallar limitando el acceso y censurando la noticia del NYP en sus plataformas. Los usuarios verían mensajes de “error” al intentar compartir dicha información, junto con advertencias de que su contenido era “potencialmente peligroso”. Twitter incluso bloquearía la cuenta del tabloide, impidiendo su uso hasta hace solo unos días.

 

Un periodista de “Los Angeles Times” comentó, a la sazón, que cuando Facebook limitaba la distribución de una noticia, era como si el camión que reparte los diarios de pronto “decidiera dejar de hacerlo porque le desagrada una historia”. Durante años, sin embargo, tanto la prensa tradicional como los gobiernos de varias potencias han presionado a la red social para que haga justamente eso.

 

Y ahí no acabaría la cosa: en sospechoso concierto, la “comunidad de inteligencia” de Estados Unidos –el conjunto de agencias de espionaje vinculadas al Poder Ejecutivo, como la CIA o la ya mencionada NSA– saldría a asegurar que la “desinformación rusa” estaba detrás de la nota crítica de Biden, lo que rápidamente fue usado validar toda la censura y ocultamiento previos. Pero la “comunidad de inteligencia” no mostraría evidencias para sustentar su acusación contra el Kremlin, práctica sobre la cual hemos hecho hincapié varias veces en esta modesta columna.

 

Desde entonces, sostiene Greenwald, “un sindicato conformado por las entidades más poderosas de la nación, incluyendo a la prensa, han llevado a cabo acciones extraordinarias para oscurecer y enterrar” lo informado sobre Biden.

 

La farsa y los filántropos

 

El dilema de Orwell era idéntico, en esencia, al de Greenwald, aunque opuesto en sus manifestaciones puntuales. En ese entonces –durante la Segunda Guerra Mundial–, en Inglaterra era inaceptable hablar mal del aliado ruso. Stalin y sus excesos se encontraban más allá de toda crítica. La tendencia cambió drásticamente con la llegada de la Guerra Fría.

 

Hoy, el discurso de la propaganda norteamericana (y el de su “junior partner” británico) asocia constantemente a Vladimir Putin con la Unión Soviética. No es raro, por ejemplo, que se recuerde su pasado en la KGB –la desaparecida agencia de inteligencia soviética– como indicio de las fechorías que sería capaz de llevar a cabo contra “el mundo libre” occidental.

 

Pero Greenwald, por su parte, es uno de los pocos periodistas norteamericanos de cierta prominencia que no se ha tragado la trama de “Russiagate”, la farsa que dice que el Kremlin colocó a Donald Trump en la Casa Blanca gracias a las “fake news” y otras tretas facilitadas por el advenimiento de las redes sociales e internet. De hecho, Greenwald la ha refutado de pies a cabeza en varios artículos que deben ser un dolor de cabeza para la “comunidad de inteligencia”.

 

Desde noviembre de 2016, el concepto de “fake news” ha sido exitosamente instrumentalizado para censurar internet. Gracias a esta eficaz justificación, cientos de páginas web de noticias independientes, tanto de derecha como de izquierda, han sido sacadas de las redes sociales y degradadas en el buscador de Google, viendo el acceso a su información, por parte de sus audiencias, seriamente limitado. Es así como se está controlando, mal que bien, este nuevo y revolucionario medio de comunicación masiva. Los medios tradicionales (grandes compañías privadas) ya se encontraban bajo control en virtud de su propio modelo de negocio, basado en la venta de espacio publicitario a otras grandes corporaciones, lo que asegura un alineamiento ideológico hacia la derecha y un ocultamiento sistemático de la corrupción en lo más alto del poder económico local e internacional.

 

Quien escribe estas líneas considera que la incredulidad de Greenwald sobre “Russiagate” sería la razón de fondo, la esencia de su conflicto con The Intercept y su dueño, Pierre Omidyar (y sus administradores). Omidyar financió el medio en cuestión y tuvo éxito gracias, en gran medida, al prestigio y habilidad de Greenwald. Pero ese prestigio venía fundado en una integridad periodística que terminaría convirtiéndose en una piedra en el zapato para el magnate, un activo protagonista de esta lucha ficticia contra las “fake news”.

 

Desde 2017, pues, Omidyar viene donando varios millones de dólares a distintos esfuerzos de “fact-checking” (verificación de datos), como el que lleva a cabo el Poynter Institute, un centro de estudios de periodismo localizado en Florida, EE.UU., que en los últimos años se ha consolidado como el centro neurálgico del “fact-checking” global, coordinando a verificadores de todo el mundo. Estos verificadores, financiados también por el gobierno estadounidense a través de sus instituciones de “fomento de la democracia”, se vienen consolidando como los dueños de la verdad en la esfera digital.

 

Nosotros nos preguntamos: ¿quién verificará a los verificadores?

 

-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 6 de noviembre de 2020

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/209732
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