El debate científico murió de Covid

14/10/2020
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Foto: https://larepublica.pe
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Cuando a la epidemióloga Sunetra Gupta le dieron la noticia de que se empezarían a imponer cuarentenas generalizadas alrededor del mundo –allá por marzo de este año–, su reacción fue la incredulidad. “¿Qué pasará con las personas que viven en los barrios pobres de Bombay?”, se preguntó la reconocida científica de Oxford.

 

¿Qué pasaría con nuestros compatriotas en las grises barriadas limeñas?, ¿qué pasaría con quienes, aquí y allá, nunca han tenido acceso a una salud digna –o a agua corriente–, ni siquiera en tiempos “normales”?, ¿era razonable imponer medidas idénticas en lugares tan disímiles como Reikiavik y Guayaquil, París e Iquitos?

 

Gupta considera que el debate científico fue lo primero que murió de Covid-19. Las voces disidentes fueron acalladas una a una, mientras se imponía la autoridad de las instituciones internacionales que nadie eligió y que el lector ya conoce. La hipérbole y el discurso belicista ayudaron, pues, en la guerra, se dice, no hay lugar para disidencias. Es por eso que no tenemos respuestas para preguntas como las de arriba –entre muchas otras–, sino estigma y rechazo para quienes osen formularlas. Por eso tenemos publicidad estatal que nos acusa impunemente de asesinar a la abuela.

 

Sunetra Gupta y otros científicos de primera línea, como los doctores Jay Bhattacharya y Martin Kulldorff, de las universidades de Harvard y Stanford, respectivamente, consideran que, de continuar con las cuarentenas hasta la llegada de una vacuna, el daño será “irreparable”.

 

Entre los efectos colaterales de las medidas de encierro encontramos, por ejemplo, el empeoramiento de cuadros cardiovasculares, cánceres que no se detectan a tiempo y deterioro de la salud mental de decenas de miles de individuos (sin considerar las consecuencias económicas, que también son letales). Estos científicos consideran, además, que “mantener a los estudiantes fuera de las escuelas (ha sido) una gran injusticia” (UnHerd, 05/10/20).

 

¿Por dónde comenzar a señalar el daño hecho a la infancia? La UNESCO ha calculado que el 91% de los niños de todo el mundo se ha visto afectado por las cuarentenas. Una fracción de estos niños contaba con el alimento provisto en las escuelas que siguen cerradas, lugar en el que además podían socializar, ejercitarse y, en el peor de los casos, escapar momentáneamente a relaciones familiares abusivas. Como indica un estudio conducido por la pediatra británica Esther Crowley de abril, la escuela suele proveer un espacio seguro a niños vulnerables, jugando un “rol clave” en la detección de negligencias y abusos. Naciones Unidas explica que, en todos los casos de modificación de políticas que involucren al infante, su interés debe ir primero. Esa regla de oro ha sido vilmente violada durante la pandemia.

 

El argumento que esgrime al unísono la prensa corporativa –siguiendo el cambiante y fugaz “consenso científico” proclamado por la Organización Mundial de la Salud– suena lógico: señala que los niños, en ausencia de una cuarentena general, terminarían contagiando a sus familiares vulnerables. Haríamos bien en abandonar cuanto antes la cuestionable costumbre de aplicar el así llamado sentido común a asuntos que deben ser científicamente analizados y comprobados.

 

De acuerdo con los citados arriba –y muchísimos otros científicos y doctores sin acceso a los medios masivos–, lo correcto hubiera sido implementar una protección diferenciada, aislando únicamente al segmento vulnerable (ancianos y enfermos). El resto de la población debió continuar con su vida cotidiana con vistas a alcanzar la inmunidad de rebaño en el menor tiempo posible.

 

Con una cuarentena focalizada, señalan, ese segmento vulnerable se habría beneficiado más temprano que tarde del enorme descenso en la presencia del virus en su entorno, producido por la llegada de la inmunidad de rebaño entre las poblaciones de escaso riesgo. Mientras tanto, las medidas paliativas se enfocarían en su cuidado particular y no en el de las poblaciones de menor riesgo, diluyendo esfuerzos y presupuestos.

 

Como contamos en “Mentiras en la respuesta global al coronavirus” (H13, 22/05), las políticas iban en esa línea en países como EE.UU., Reino Unido o Francia, hasta que llegaron las estadísticas truchas del Imperial College de Londres, que prontamente fueron criticadas debido sus gruesos errores metodológicos y la corrupción de sus programas de cómputo. Hoy sabemos a ciencia cierta que sus pronósticos estaban totalmente fuera de foco, sin embargo, ellas fueron las que impulsaron las medidas de cuarentenas generalizadas con un éxito político impresionante.

 

¿Funcionaron las cuarentenas?

 

Importantes estudios señalan que las cuarentenas implementadas en varios países no habrían tenido incidencia sobre la mortalidad del Covid-19. Así, tal como lee.

 

Uno de esos estudios, realizado por especialistas de la Universidad de Toronto y publicado en julio por The Lancet, concluyó lo siguiente: “Acciones gubernamentales como el cierre de fronteras, cuarentenas generalizadas y un alto grado de pruebas (para detectar) Covid-19, no estuvieron significativamente asociados a la reducción en el número de casos críticos o la mortalidad general”.

 

Estos científicos, liderados por Rabail Chaudhry, analizaron información proveniente de los 50 países más golpeados por la pandemia. Sí hallaron una correlación entre las cuarentenas y la prevención del colapso de varios sistemas de salud, lo que a su vez incidió positivamente en los índices de recuperación, más no en la mortalidad total o la cantidad de casos graves.

 

Los factores que sí tuvieron una incidencia significativa en la mortalidad durante la pandemia, según esta investigación, fueron la obesidad, el producto bruto interno per cápita de los países analizados y la “dispersión del ingreso” (los últimos dos están ligados directamente a la desigualdad económica y el acceso a servicios de salud).

 

Como comenta The Independent (24/07), estos resultados han sido discutidos por el Imperial College de Londres. Según esta cuestionable entidad financiada por farmacéuticas y “filántropos”, sus cuarentenas habrían salvado a varios millones de seres humanos.

 

En otro ejemplo tenemos al investigador Donald Luskin, un analista estadounidense especializado en información macroeconómica. Su firma, TrendMacro, verificó la suma de casos reportados de Covid-19 en cada estado de su país y luego comparó esas cifras con la intensidad de las cuarentenas impuestas sobre ellos. Lejos de confiar en que la gente de dichos estados había acatado las cuarentenas, Luskin se fijó en su desplazamiento real gracias al seguimiento realizado por Google a través de teléfonos celulares, hallando una correlación positiva entre la intensidad de las cuarentenas y una mayor prevalencia del virus (más infectados). En otras palabras, las cuarentenas habrían sido contraproducentes –y, nuevamente, solo hablamos del aspecto sanitario, no del económico–.

 

Como explica Luskin, estos hallazgos van “en contra de la intuición”. Ya señalamos que la intuición y el sentido común no son sustitutos para la investigación científica, ni deberían guiar nuestra aceptación de cualquier medida de fuerza propuesta por ninguna entidad.

 

Una de las razones que explicarían los hallazgos de Luskin, publicados por el Wall Street Journal (01/09), es la siguiente: muchas cuarentenas se impusieron como respuesta a brotes del virus, no como medida preventiva. Tanto EE.UU. como Reino Unido, como decíamos, seguían políticas distintas al encierro total, imponiendo luego cuarentenas tardías.

 

Los mismos datos de Google fueron analizados también para el caso peruano. Ojo Público (12/04) halló una disminución del 95% en cuanto al desplazamiento de personas hacia mercados y lugares recreativos entre febrero y abril. La movilización de ciudadanos a sus centros de trabajo y lugares de residencia –la primera se redujo en 75% y la segunda aumentó en 34%–, respondió a necesidades básicas que el Estado no vio a bien paliar, teniendo el dinero (recordemos el precario éxodo realizado por miles de peruanos desde las periferias de la capital hacia sus comunidades en provincias, la deficiente repartición de bonos y el hecho de que el 55% de los empleos formales perdidos durante la pandemia son atribuibles a empresas que, habiendo recibido préstamos del programa Reactiva Perú, igual despidieron a su personal).

 

A pesar de lo señalado –y tal como lo muestran los cuadros comparativos de Ojo Público–, a la hora de restringir el movimiento, nuestro país superó lo logrado por muchos de sus pares en la región. Nada de eso nos salvó del desastre, pues las causas son eminentemente estructurales.

 

Debemos señalar una vez más que repetir las versiones oficiales –vengan de algún Estado o de la Organización Mundial de la Salud–, no es hacer periodismo. Aterrorizar al mundo con las estadísticas fraudulentas del Imperial College de Londres, mucho menos. El periodismo debe discutir esas versiones, comprobarlas y fomentar el debate, así como denunciar los potenciales conflictos de interés en los que esas importantes entidades incurren. En su lugar, lo que tenemos son versiones oficiales sagradas y una cacería de brujas contra cualquier disidencia, llevada a cabo desde diarios, noticieros y redes sociales.

 

Lo cierto es que un análisis incluso superficial del funcionamiento y estructura de entidades como la OMS –o la Food and Drug Administration (FDA) estadounidense– revelaría rápidamente el grado de corrupción del que son objeto. Revelaría que no merecen nuestra confianza, pues hace mucho fueron capturadas por intereses privados.

 

La próxima semana descenderemos a los pútridos abismos de corrupción de la FDA, cuya influencia y autoridad trascienden largamente las fronteras de Estados Unidos. No olvide su mascarilla.

 

-Publicado en Hildebrandt en sus trece (Perú) el 9 de octubre de 2020

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/209305
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