Epidemia de mordazas

22/04/2020
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El pasado 24 de marzo, la presidenta de la CONFIEP, María Isabel León, declaró que el número de contagiados de coronavirus estaba reduciéndose “desde el día 19 (de marzo)”. Diez días antes, la presidenta de la Asociación de Hoteles, Restaurantes y Afines señaló que el sector turismo, a esa fecha, ya había perdido más de 5000 millones de dólares a causa de la pandemia (ambos casos se encuentran en la página Ojo Biónico, el servicio de verificación de la información de Ojo Público).

 

De acuerdo con la ley emitida por nuestro gobierno el pasado 8 de abril, las señaladas arriba podrían haber sido procesadas y quizá hasta encarceladas (si hubieran hecho esas declaraciones luego de emitida la ley, claro está). La mencionada legislación, de acuerdo con la información de El Peruano, dice lo siguiente:

 

“Quien crea y/o difunda información falsa para obtener provecho o generar perjuicio a terceros, será reprimido con: 2 a 4 años de pena privativa de la libertad. Si al difundir noticias falsas el autor genera pánico y perturba la tranquilidad pública, estará sujeto a una denuncia penal y una pena de: 3 a 6 años de pena privativa de la libertad (artículos n° 438 y n° 315-A del Código Penal, respectivamente)”.

 

Pero la publicación del diario oficial es astutamente engañosa, pues el titular reza: “Coronavirus: cárcel hasta por 6 años para quien difunda noticias falsas” –y así fue reproducida la información, además, por todos los medios periodísticos que pudimos verificar–, pero el texto de la legislación no menciona el coronavirus, esa solo sería la coartada, la forma de hacer pasar esta ley sin muchas objeciones. Los medios masivos y diarios locales han repetido la información al pie de la letra, haciendo pasar la medida como especial, de “emergencia”, pero no han editorializado al respecto a pesar de que los más importantes de ellos se dicen “liberales” (por supuesto, lo son en lo económico). Vale la pena notar la enorme diferencia con respecto a su reacción a la “Ley Mulder”, de 2018. En ese caso existía el peligro de perder lucrativos contratos estatales por publicidad, así que los representantes de la prensa corporativa se apresuraron en poner el grito en el cielo y escribir indignados editoriales. Muchos de ellos. ¿Dónde están ahora?

 

Hace solo unas semanas, el 28 de marzo, el gobierno también emitió una ley que exime a las fuerzas del orden de responsabilidad penal en caso de herir o matar a un ciudadano en sus labores de control durante las cuarentenas, una iniciativa muy peligrosa (idéntica a la emitida por el gobierno de facto de Bolivia luego del golpe del pasado noviembre y justo antes de las masacres de Senkata, en El Alto y Sacaba, en Cochabamba).

 

Hay que ser sumamente claros e insistir en este punto central: no es necesario esperar a que se comiencen a cometer abusos, debemos denunciar la instalación de los mecanismos autoritarios que los van a permitir y legalizar.

 

Hay que apuntar también que iniciativas legales de censura como la peruana se están dando por todo el mundo con motivo de la pandemia. Como señaló el Columbia Journalism Review (25/03): el coronavirus “está generando represión global sobre la libertad de prensa”. Muchos países han instalado mecanismos de amordazamiento y control bastante más draconianos que los locales, lo que no tendría por qué tranquilizarnos en lo absoluto.

 

Con respecto a una criticada iniciativa similar promovida en Francia por Emmanuel Macron en 2018 –también referente a “noticias falsas”, que entonces amenazaban con “destruir” la democracia francesa–, el periodista Pierre Haski le dijo al diario Le Parisien que: “el Estado no debería transformarse en un ministerio de la verdad… la ley significa un riesgo real no por ser opresiva, sino por los efectos potencialmente perversos de su implementación. Va a ser realmente confuso” (Time, 07/06/18).

 

Como indica una declaración conjunta de la Organización de las Naciones Unidas sobre “libertad de expresión, desinformación, noticias falsas y propaganda” (2017): “El derecho humano a impartir información no se encuentra limitado a las declaraciones ‘correctas’… el derecho también protege información e ideas que podrían ser chocantes, ofensivas o molestas… mientras que, al mismo tiempo, eso no justifique la diseminación deliberada o descuidada de declaraciones falsas por oficiales y actores estatales”.

 

Más importante aún: “Prohibiciones generales a la diseminación de información basadas en ideas vagas y ambiguas, como ‘noticias falsas’ o ‘información no objetiva’, son incompatibles con los estándares internacionales para la (válida) restricción de la libertad de expresión…”.

 

Estos son los lineamientos a los que se deberían estar sujetando nuestros gobernantes (suscritos hasta por la tramposa OEA). La libertad para discutir las versiones oficiales y el consenso socialmente aceptado, incluso incurriendo en errores e inexactitudes, no pueden ser limitada por el Estado. Vale la pena preguntarse, en un escenario hipotético, si las presidentas de la CONFIEP y la asociación hotelera fuesen procesadas, ¿cómo probarían la intención deliberada de las señaladas de proferir falsedades en beneficio de los intereses de sus respectivas instituciones?

 

Una ley que establece como parámetro un concepto tan ambiguo y espurio como el de “noticias falsas” solo puede aplicarse cayendo una y otra vez en la arbitrariedad. El término no debería formar parte de la legislación de ningún país (de hecho, Reino Unido prohibió su uso en documentos oficiales en octubre de 2018). Todo eso nos lleva a especular que la razón detrás de su promulgación es simplemente crear un mecanismo como el francés, listo para eliminar información subida a las redes sociales por ciudadanos de a pie que el Estado considere “falsa” o, peor aún, “peligrosa”. No será necesario perseguir luego al supuesto infractor ni comprobar nada; el objetivo es sacar del ecosistema digital los discursos no permitidos de manera inmediata, tal como ya se hace en muchos otros países de muy distinta calaña, desde Malasia, China y varios países asiáticos, hasta Francia y Estados Unidos, haciendo escala obligada en Rusia, Irán y Turquía.

 

En suma, internet, que abrió el panorama mediático para masas hambrientas de información e ideas plurales, está siendo instrumentalizado por gobiernos de toda ralea para el control social y la censura, bajo premisas como “salvar vidas” o combatir las “noticias falsas”, todo con la complicidad de los gigantes de internet. En un caso particularmente llamativo, Middle East Eye destapó en setiembre de 2019 que un ejecutivo de Twitter para el Medio Oriente y el Norte de África –con responsabilidades editoriales– era nada más y nada menos que un integrante de las fuerzas armadas británicas y, específicamente, de la Brigada 77, dedicada a la guerra psicológica y “modificar conductas”. Recientemente, Twitter fue señalado por censurar y cerrar las cuentas de activistas egipcios opuestos a su gobierno, lo que parece ser común en el resto de la región.

 

Pasada la tormenta, queda la mordaza

 

Como explica también Article 19, una de las instituciones firmantes de la citada declaración de la ONU, darle a un gobierno la prerrogativa de decidir qué es verdad “crearía un poderoso instrumento de control sobre las actividades periodísticas”; pero también sobre nuestra capacidad para expresarnos libremente como ciudadanos de a pie en ese medio masivo y (hasta ahora) abierto que es internet:

 

“…permitir que los servidores públicos decidan qué cuenta como verdad significa aceptar que el poder de turno tienen derecho a silenciar perspectivas con las que no está de acuerdo, o creencias que no comparte”.

 

El meollo del asunto, valga la redundancia, es el siguiente: como señaló el periodista francés arriba, una vez instalado el mecanismo que decidirá qué es verdadero o falso en internet (una vez aceptado por la ciudadanía bajo la dudosa pero persuasiva justificación de “salvar vidas” durante el coronavirus), ¿qué impedirá que se implemente de manera arbitraria y en toda una serie de circunstancias futuras?

 

Podemos darnos una idea observando lo que viene sucediendo desde fines de 2016, cuando las redes sociales –presionadas por Estados Unidos, otros poderosos gobiernos y los medios de comunicación masiva– empezaron a ejercer la censura justificándose en la artificial y sobredimensionada alarma global con respecto a las “noticias falsas”, el concepto ahora adoptado oficialmente por nuestro Ministerio de Justicia. El resultado efectivo ha sido la instalación de un mecanismo de censura de corte político que hemos descrito en esta columna y que seguiremos describiendo y criticando, sobre todo ante el silencio cómplice de una prensa tradicional adicta al statu quo, que se beneficia económicamente de la idea de que no podemos confiar en internet y formas alternativas de periodismo. Al respecto, Gestión publicó un artículo el 4 de diciembre del año pasado bajo el título: “Fake news provocan un aumento de credibilidad de casi 80% en los medios tradicionales”.

 

La solución para las noticias falsas y su efecto social es la educación, sobre todo con respecto a los medios de comunicación, la propagada y la desinformación. La propaganda moderna es una práctica casi universal y son los gobiernos más poderosos del mundo, incluyendo las “ejemplares” democracias occidentales, los que cuentan con los recursos y las técnicas más avanzadas para su práctica. Tomar las declaraciones de ayer de algún político y verificar si son ciertas o falsas, por útil que pudiera ser, no es educación en propaganda.

 

Publicado en Hildebrandt en sus trece,  17 de abril  de 2020

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/206075
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