La vida después del coronavirus

02/04/2020
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Imagen: cronicon.net
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“… aunque no podemos adivinar el mundo que será,

bien podemos imaginar el que queremos que sea”.

(Eduardo Galeano. El derecho a soñar)

 

En estas reflexiones de cuarentena, siento la incontenible necesidad de decirles al Isaac, al Emilio, al Ignacio y a todos los niños del mundo, que las personas de mi generación no nos resignamos a cerrarla con preguntas sin respuestas. Hemos asumido el compromiso de entregarles un mundo mejor, así sea inconcluso e imaginado, para que las generaciones que nos siguen terminen de construirlo con los ladrillos de esperanza, de solidaridad y de amor con los que estamos enfrentando la coyuntura del coronavirus, recreando la receta heredada de nuestras utopías que se labraron en las luchas por la democracia. En un mañana ojalá m uy cercano, cuando hayamos salido de este trance global que nunca de los jamases soñamos (sobre)vivir, encontraremos un mundo al que entre todos tendremos que aprender a mirar desde otra perspectiva, la de la vida digna.

 

Somos constructores de nuestra propia destrucción

 

Imaginarnos el mundo después del coronavirus, nos concede la posibilidad del derecho a soñar con otro mundo que para vivirlo necesitamos existir en comuniones solidarias sin las fragilidades de nuestros individualismos. No será producto de un milagro, sino la realización de un cambio radical en nuestros modos de vida. En realidad, el milagro, más que seguir con vida superando la pandemia, será el haber aprendido a encarar un cambio civilizatorio.

 

Otro mundo emergerá de los escombros que deja la pandemia. Tenemos que trabajar para que sea un mundo no solamente otro, sino un mundo donde quepamos todos, sin exclusiones, con dignidad, sin injusticias, con igualdad, sin opresores, con libertad, sin egoísmos, con convivencia en comunidad, sin una voz única, con coros plurilingües de esperanzadora utopía. Está en nuestros corazones concebirlo y en nuestras manos diseñarlo, construirlo y habitarlo.

 

Incluso un desconocido forastero como el Covid19, que una noche lúgubre invadió nuestro mundo sin pedir permiso para arrasar en tiempo real y sin compasión ni fronteras a los humanos que habitamos depredando el planeta que nos da vida, demuestra que no nace de la nada, sino que, como todo proceso, se gesta en las entrañas de la sociedad que vivimos y que transita hacia algún lado, quién sabe dónde.

 

El hambre es un mal creciente en diversas regiones del planeta. Miles de hectáreas de tierras destinadas a la producción de alimentos han sido reemplazadas por productos que sirven para engordar los agrocombustibles. La violencia étnica y política deriva en desplazados que o mueren en el camino o en el intento por vivir, al menos vivir, porque su condición de humanos ya parece un imaginario inalcanzable. Uno de nuestros países tuvo que especificar en un decreto la sanción a la violencia doméstica, porque la crisis llevada de la mano de la rutina de un sistema que deshumaniza, incrementó los niveles en lugar de conducir solidaridades. La economía de mercado ha lanzado más rostros y manos a las calles. Las ciudades y países, como en el medioevo, han cerrado sus murallas al ingreso de los forasteros, aunque éstos sean sus connacionales. La depredación nos advierte que la naturaleza que se quema, o se seca, o se ensucia, ya no soporta la ambición del capitalismo salvaje. El consumismo nos convierte en sociedades gregarias e individualistas. Los hombres construimos así nuestros caminos de prosperidad, pero a título de progreso también somos constructores de nuestra propia destrucción.

 

Cuando creíamos tener las respuestas nos cambiaron las preguntas

 

El coronavirus le da vida a este grafiti escrito en los albores de la globalización y que fue el preludio de una etapa de la historia, que con todas sus (in)certezas naturaliza la pobreza, crea el fetiche del mercado, instaura un sistema neoliberal y basa su modelo de progreso en la extinción de la biodiversidad: “yo creía tener todas las respuestas a la vida, hasta que me cambiaron las preguntas”. ¿Usted tiene las respuestas?, ¿qué preguntas existenciales nos ha cambiado el coronavirus?

 

La particularidad del surgimiento y, especialmente de la expansión destructiva de este virus intruso, es que se alimenta, engorda y reproduce en la descomposición de un sistema que ya no puede seguir ocultando su verdadera identidad inhumana en los maquillajes consumistas de la economía de mercado. Los siglos contados del capitalismo parecen estar abriendo las compuertas de otro modo de producción y de vida, en la conclusión inexcusable de su fase neoliberal.

 

Tres dimensiones se confabulan para la generalización indeseada de la pandemia. En primer lugar, Covid19 es un elemento desconocido para el que el avance de la ciencia no tiene respuestas y la precariedad de los servicios de salud y la insuficiencia de elementos de bioseguridad se convierten en sus aliadas. En estrecha relación, la economía mercantilizada del poder financiero transnacionalizado pone al descubierto ejércitos de desocupados y subocupados que no pueden acomodarse a las medidas sociales que quieren convertirse en la respuesta a un problema sanitario para el que no se tienen salidas. Y en interacción con ambos, las reacciones de sobrevivencia, egoístamente individualistas ante la pandemia globalizada, no dejan avizorar caminos para soluciones que además de individuales son obligatoriamente colectivas. Pandemia – economía de mercado - individualismo, constituyen la triada perfecta de la tragedia.

 

El sistema que (sobre)vivimos se está descomponiendo al mismo tiempo que descompone lo que encuentra a su paso. Necesitamos otro modelo de desarrollo, con primacía de los derechos por sobre el capital, basado en la sencillez contundente del Credo y del respeto a la vida, a la vida digna, a la vida en armonía, a la vida sin exclusiones, al buen convivir comunitario, a la vida con equidad, para nosotros y la naturaleza que nos cobija.

 

Todos por igual, ni más ni menos, humanos

 

La nuestra es una sociedad nómada, que en tiempos del coronavirus está transformando a la carrera una infinidad de sus contenedores económicos, ambientales, sociales, culturales, políticos y espirituales, obligando a que sus brújulas sigan el camino de la diáspora, es decir, el de las gentes que se van sin haberse ido, porque sus identidades se quedan, se van y se entrecruzan para seguir siendo. El mundo está inevitablemente cambiando, se ha trastocado, es el momento para desterrar la enfermedad terminal de la sociedad en descomposición junto con la enfermedad de la muerte.

 

La muerte, esta señora que hace de la vida un lugar vulnerable, llena el ambiente con su presencia de incertidumbre, de desdicha y de pánico masivo. Nos espanta. Por eso no podemos ver que tras de su guadaña sembradora de dolor, se avizora otra vida, aquí y en otras latitudes. Hay otra vida, es cierto, y tendremos que descubrir su morada para aprender a vivirla recuperándonos la cualidad del respeto a las otredades y del amor a los semejantes y a la naturaleza.

 

La muerte ha superado las capacidades instaladas para que los muertos sean recogidos y entregados a la Madre Tierra prolongando su condición de humanos. Pasan a formar parte de las estadísticas, sin despedidas, sin velorio, sin entierro, metidos en bolsas desechables, esperando ser cremados o dejados quién sabe dónde. Son tantas y tantos que deben amontonarlos en pistas de hielo esperando la posibilidad de convertirlos en cenizas. Son los nadie contemporáneos, ya no tienen nombre.

 

El coronavirus, que no diferencia afectados porque caen reyes y plebeyos, celebridades y excluidos, ricos y pobres, izquierdistas y derechistas, viejos y jóvenes, varones y mujeres, citadinos e indígenas, sanos y enfermos, ateos y creyentes, intelectuales y analfabetos, nos está demostrado que en esta tierra todos somos iguales, seres minúsculos y vulnerables, indiferenciados e iguales ante la pandemia. Es la oportunidad para tejer una nueva identidad que nos considere a todos por igual, ni más ni menos, humanos.

 

El retorno del Tercer Mundo

 

Curiosamente, en este espejo que nos refleja un mundo en el que el dinero no compra salud, aunque por supuesto su ausencia nos priva de ella, las superpotencias se vieron tan afectadas, frágiles e impotentes ante la pandemia como los países subdesarrollados, en los que renació la noción de Tercer Mundo, en su sentido más reivindicativo que en el de jerarquía en la escala del desarrollo. Buscamos un nuevo orden económico, social, cultural, geopolítico y comunicacional, donde la calidad de vida ya no se equipare con acumulación de bienes, sino con distribución equitativa, para que todo alcance para todos y la vida fluya digna y dignificante.

 

Es la oportunidad para cambiar el (des)orden existente, y que no sigamos con la historia de la extracción y exportación de nuestras materias primas a cambio de migajas en relaciones internacionales asimétricas. Los ojos del mundo se están poniendo en la quina como una alternativa para combatir el virus, y este nuestro producto, que ya cambió la historia de la medicina con el control de la malaria y la fiebre amarilla hace más de 100 años en el Canal de Panamá, podría, junto con otras alternativas ponerse en la lista de las soluciones para salvar vidas, pero ya no marginando a los países productores en el olvido, sino para abrir nuevos canales y tender otros puentes para la integración.

 

¡Quién lo diría! En pleno Siglo XXI y con un notable desarrollo de la ciencia y la tecnología, las recomendaciones médicas para la prevención del virus no se encuentran en productos farmacéuticos sofisticados, salvo el humilde Paracetamol, sino en prácticas naturales cotidianas como lavarse adecuadamente las manos con jabón que tiene la propiedad de quitar la superficie grasosa del CoV2 que provoca el SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Grave). Otras medidas recomendadas como la distancia adecuada en las colas, o llevar barbijo, o taparse la boca o nariz si se tose o estornuda, no son extrañas. No hay nada que no sea posible hacerse. El remedio preventivo ya no tiene secretos que sólo los especialistas los entienden, ni tiene los (dis)gustos ni (sin)sabores (in)sufribles del aceite de bacalao. Se trata de una receta conocida, accesible y posible de ser compartida y realizada eficazmente con un trato humanitario de los médicos, una orientación clara de parte de los factores de opinión y la responsabilidad de los ciudadanos, como siempre debería haber sido.

 

Los de la calle

 

¡Tanto racismo en la comprensión de los hechos! ¿Por qué? ¿Por qué sino porque está vivo en y con nosotros? De a buenas y primeras, millones de ciudadanos de todos los países, aunque quisieran, no podrían haberse acogido a las medidas de la cuarentena sin tener las condiciones para hacerlo. Aun sabiendo que sus vidas, y las de sus seres queridos, y las de sus paisanos dependen de seguir las reglas del distanciamiento social guardándose en sus casas, no podrían haberlo hecho sin medidas de compensación a su destino de vida en la calle. La calle es su lugar de trabajo cotidiano para el ingreso diario. Para algunos la calle es también su hogar. ¿Cómo podrían garantizarse y garantizarnos vida sin llevar a sus hogares lo que les proporciona la calle?

 

No son razones culturales las que los tienen en las calles, son fundamentalmente razones económicas, de sobrevivencia. No es por ignorancia ni por mera rebeldía como atinaron a acusarlos. Es por pobres. La calle es su medio de vida. Allá viven al día vendiendo lápices, cordones para calzados, helados, frutas, flores, accesorios de celulares, verduras, jugos, o limpiando los parabrisas de los carros o pidiendo limosna. Sus ingresos apenas les dan para la comida del día. Y si se les quita este sustento, ¿de qué vivirían? En algunos países, con buen criterio se han creado bonos que les alivien su sustento, puesto que, aunque se quisiera, a la carrera en competencia con la velocidad del coronavirus, no se pueden cambiar siglos de desplazamiento. Aun así, no se deben escatimar esfuerzos de compensación, especialmente en países donde la informalidad representa más del 70% del empleo.

 

Estamos viendo que, en el destino inmediato, para poder sumarse al privilegio de la cuarentena que es el pasaporte para la sobrevivencia, los subocupados y los desempleados necesitan dotarse de las condiciones mínimas que les permitan gozar de este remedio de distanciamiento social y de aislamiento en los hogares, que para ellos es un lujo que no pueden dárselo sin compensaciones, porque su vida y su hábitat son la calle. Para que esto sea estructuralmente distinto en un futuro, la experiencia del coronavirus nos está reclamando que en el mediano y largo plazo las políticas estatales tienen que diseñarse para terminar con la terciarización, la informalidad y el desempleo. Ya es tiempo del trabajo digno, que alcance para vivir, superando la práctica actual de vivir al día para trabajar.

 

Los bestias

 

Una razón, comprensible, es la pobreza. Otra, muy distinta, otra, intolerable, es la estupidez anómica que busca deliberadamente impedir el cumplimiento de las medidas que se toman para enfrentar, contener y vencer a la pandemia.

 

Los vimos en las redes sociales pidiendo que les inyecten el virus porque su constitución y su alimentación, dicen, los hacen resistentes a todo. Algo parecido expresó Bolsonaro, sobre la capacidad de resistencia de los ciudadanos de su país, pidiéndoles que vuelvan a las calles. También los vimos bloqueando el acceso a hospitales destinados al aislamiento de quienes contrajeron el virus. Están atestando locales y ferias comerciales sin guardar las distancias adecuadas y sin las medidas de seguridad para ellos mismos y los que los rodean. Se recomienda la salida de una persona por familia y salen en grupo familiar como los domingos de paseo.

 

Los vemos incrustados en los barrios de los pobres, azuzando y desafiando a las autoridades con el pretexto de buscarse el sustento. Y los vemos también en las calles de los ricos caminando en patota o dando vueltas sin destino con sus carros que desafían a la muerte desde una supuesta inmunidad egoísta que, lo saben, no podrá resolverse ni con sus seguros privados. Las acciones de persuasión tienen que ser un recurso intenso y permanente y, por supuesto, las medidas de cumplimiento de las resoluciones con autoridad, amparadas en decretos, son alternativas válidas de protección de las sociedades.

 

El clima social de vulnerabilidad, que sin la información adecuada puede derivar en pánico, lo sufrimos cuando los ciudadanos abarrotan los mercados y supermercados hasta dejarlos vacíos, aún a costa de una injustificada subida de los precios de los productos recomendados para el cuidado personal, así como de los alimentarios. En paralelo, y de manera misteriosa, los productos esenciales escasean y se borran de los estantes, para aparecer por debajo de la mesa a precios desorbitantes. El sistema no hace sino mirar de reojo estas desviaciones, a pesar de los esfuerzos de las autoridades nacionales y locales por garantizar estabilidad.

 

Cundió la (des)información que los perros y los gatos son portadores del virus, y muchas mascotas fueron dejadas por ello en las calles. También se dijo que los viejitos son los propensos a la enfermedad, a la transmisión y la muerte y este argumento se convirtió en la excusa para el descuido de jóvenes y niños, de quienes se decía tenían más resistencia a la pandemia. Las estadísticas se ocuparon de demostrar que la pandemia no distingue edades y que sí, ciertamente es letal en los casos de existencia de enfermedades base previas como la diabetes, el cáncer, la hipertensión o el VIH.

 

Es incomprensible el sistema por inhumano e insolidario. Pero es prácticamente imposible intentar comprender la oposición a las medidas por razones políticas. En algunos países, autoridades de gobiernos regionales y locales no colaboran con el cumplimiento de las medidas gubernamentales por el sólo hecho de no comulgar con su línea ideológica, como si en tiempos de crisis los colores políticos tuvieran vigencia. Así y todo, se tiene que buscar diálogo político para coronar pactos sociales por la vida. Y por supuesto, si quienes se oponen no presentan caminos de solución, las medidas políticas de obstrucción merecen también respuestas políticas de viabilización de las soluciones.

 

Tampoco debemos intentar comprender las medidas buscadas por algunos empresarios que buscan, en esfuerzos regresivos de flexibilidad laboral, negociar la cuarentena como una medida de vacación colectiva. Véase cómo las situaciones de crisis por razones absolutamente externas, son espacios aprovechados para vulnerar los derechos. Son necesarias inyecciones de recursos para que no se desaceleren desmedidamente las economías nacionales, lo que implica apoyos a empresas, trabajadores, ciudadanos con medidas extremas de incentivos como extremas son las situaciones creadas por las pandemias, al mismo tiempo que se comprometa el aporte de todos a una causa que es común.

 

En este ambiente no resultan un recurso adecuado los espacios en los que analistas y opinólogos dan rienda suelta a sus aprendizajes a la carrera. La población está ansiosa de respuestas, de salidas, de orientaciones, de alternativas de solución. Su consumo mediático parte de una alta sensibilidad y, por tanto, se convierte más propensa a seguir lo que los factores de opinión le sugieren. Y se están sugiriendo cosas muy contradictorias, por ejemplo, sobre que hay que usar o no barbijos, o sobre que el consumo de ajo combate o no el virus. No contribuye, aunque sea cierto, la plañidería que se revuelca repetidamente en la precariedad de la salud en nuestros países por descuido de gobiernos anteriores. El desafío es salir adelante a partir de estas carencias. Tampoco aporta especular que como en la China existen 2 millones menos de usuarios de celulares, ésta vendría a ser la cantidad real de víctimas por Covid19. Es tiempo para orientar, no para generar mayor ansiedad, ni pánico, ya la misma realidad es lo suficientemente cruel como para agravarla en base a discursos especulativos. Hay que decir y saber decir la verdad, sólo la verdad.

 

Acaso la expresión política y económica demostrativa extrema sea la posición de Trump, quien sin presentar alternativas sostiene que más muertos que el coronavirus va a provocar el colapso económico que produce la cuarentena, porque obliga a que los trabajadores se encierren en sus casas para proteger sus vidas a costa de poner en riesgo la vida de las fábricas. Será acaso por eso que, en este momento, Estados Unidos, cargando su ethos imperialista, es ya el país con más casos confirmados de afectados y uno de los que más muertos carga en las espaldas por la pandemia. Nada más y nada menos que la mayor potencia del mundo. Cosas de la primacía del mercado, del capital y del lucro por sobre la vida.

 

Los que fueron

 

Son situaciones como las que se viven con el Covid19 las que desnudan la precariedad de nuestros sistemas de salud. La infraestructura es insuficiente e inadecuada y el equipamiento totalmente deficitario. El monstruo es demasiado grande para sociedades en las que los presupuestos destinados a defensa, a las obras y al comercio son infinitamente superiores a los de la salud, la seguridad social y la educación. El monstruo es demasiado grande incluso para la capacidad de hospitales privados que convertidos en negocios lucrativos ofrecen mejores condiciones. El monstruo es también gigantesco para hospitales públicos y municipales donde los esfuerzos de inversión en infraestructura y equipamiento y, especialmente la calidad y calidez del personal médico que los convierte en héroes de este proceso, no son suficientes para combatirlo. El monstruo es tan grande y exigente, que no contento con los hospitales, ha obligado a alojar sus víctimas en centros deportivos, culturales y hoteles especialmente habilitados para recibirlo.

 

En estos sistemas, donde el capital vale más que la vida, o la vida vale un capital inalcanzable, en los hospitales atestados de casos con coronavirus, se ha llegado al extremo de obligarse a elegir entre la vida de los niños, o los jóvenes, o los adultos, o los adultos mayores. En estas circunstancias, resulta casi una obviedad descartar a los que fueron y forman la generación de la tercera edad, condenándolos a morirse en el mar de pobreza sanitaria de países pobres y ricos. ¡En pleno siglo XXI! Necesitamos pues un sistema en el que nunca más la vida deba optarse por edades en función de las carencias materiales. Es el momento para darle la vuelta a las bases filosóficas que sostienen los presupuestos nacionales, priorizando el derecho a la vida y la inversión en salud, seguridad social y educación.

 

El reencuentro de la justicia y la libertad

 

Lo escribió Eduardo Galeano en su evocación del derecho a soñar: “La justicia y la libertad, hermanas siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda”. Y, añadimos, el ejercicio de la justicia volverá a ser autónomo, sin dependencia de los gobiernos de turno.

 

Más compleja la situación en aquellos países donde además de la tríada pandemia – economía de mercado – individualismo, cargan con procesos electorales que todo lo que tocan lo convierten en un bien transable en votos y las acciones de lucha contra el coronavirus se confunden con proselitismo político. En estas condiciones, algunos frentes políticos no dejan de publicitar imágenes de candidatos y promesas electorales, tratando de posicionarlos, ignorando o valiéndose de la pandemia. Esto, que en tiempos normales se llamaría oportunismo político, en tiempos de coronavirus se convierte en inoportuna politiquería.

 

En estos países uno de los dos elementos debe ponerse en receso porque son una pésima combinación. O se pone en pausa la pandemia o se pone pausa a las elecciones. Y como el coronavirus no se extingue por decreto, en acuerdo político por la vida se debe poner en pausa a las elecciones, para dedicar la dinámica social y política del país a la intervención concertada, disciplinada, rigurosa y estrictamente militante de la causa individual y colectiva por la vida. Todos los colores políticos necesitan encontrarse en uno solo: la camiseta del triunfo de la vida con esperanza.

 

Una lección que deja la búsqueda de soluciones a la pandemia es que los gobiernos no pueden seguir trabajando aislados en una soledad partidaria que no los empodera, sino que los inviabiliza. Allá donde están funcionando las medidas de prevención y contención, es donde las organizaciones y la ciudadanía se incluyen con corresponsabilidad en las soluciones de la mano de las decisiones estatales, o más bien, generándolas. El elemento articulador de esta relación es el diálogo, el consenso, el reconocimiento de propuestas y capacidades que tienen que ser recogidas y canalizadas en políticas adecuadas y pertinentes bajo la conducción de los gobiernos. Esto es lo más parecido a una democracia participativa, la que garantiza participación por el bien común, con disciplina y (co)responsabilidad, para desterrar los autoritarismos que sólo reflejan incapacidades y generan distancias y resistencias.

 

Otra lección aprendida es que, en estas situaciones el pueblo quiere soluciones y ya no más promesas. Las medidas oficiales tienen que ser adecuadas, eficientes, íntegras, oportunas y promotoras de la unidad. Que los pobres no tengan que salir a las plazas en contra de su voluntad para expresar que tienen hambre, porque las medidas no satisfacen el mínimo necesario para acogerse a la cuarentena. O que no ocurra lo que pasó en el sur de Italia, donde familias tuvieron que ocupar los centros de abastecimiento para conseguir un poco de alimento. Estamos viendo que las políticas tienen que darle vuelta a la orientación discriminadora y remediar una deuda histórica asumiendo una opción por los más pobres, con un trato especial y diferenciado, otorgándoles las condiciones mínimas para involucrarse en la lucha por su vida y la de las sociedades.

 

Nuestra casa común

 

Han surgido mensajes que dicen que la naturaleza en su proceso de resiliencia amparó el coronavirus para corregir el rumbo del mundo. El cambio climático ya fue una advertencia, pero a pesar de su rudeza, no parece haber sido un mensaje suficientemente contundente como para que cambiemos nuestros hábitos. Lo cierto es que en estos días de cuarentena los cielos se están limpiando sin el smog de las ciudades, los ríos recuperan su color cristalino sin la escoria de los minerales, se está reduciendo el nivel del CO2 sin la emisión de gases invernadero, y aves y animales confinados por la civilización, visitan las calles vacías de los poblados despoblados. La casa común, que ha esperado siglos pacientemente que la cuidemos correspondiéndole la vida que nos proporciona, ha optado por regenerarse sola, dándonos una lección que, si no la aprendemos ahora, nos borrará de la historia, mientras la naturaleza rejuvenecida estará preparada para recibir otra civilización, menos salvaje.

 

Debemos reconocerlo, hemos sido indolentes y malagradecidos con la Madre Tierra, nuestra dadora de vida, aquella que creemos nos pertenece cuando nosotros le pertenecemos a ella. La minería ilegal no se compadece de su entorno, envenena ríos y sembradíos con mercurio. Quemamos bosques con incendios dantescos que socaban vegetación, fauna y culturas, y así y todo buscan ser vistos como necesarios para justificar la expansión agrícola. Las transnacionales desvían ríos para construir represas y fuentes de electricidad necesarias para la ampliación de sus industrias, desplazando comunidades enteras. El mundo no puede seguir autodestruyéndose así. Necesitamos mirar la vida desde otra óptica, respetuosa del valor de la biodiversidad, y poner en práctica acciones que sigan otras huellas que garanticen la vida en nuestro planeta. Este es el tiempo para que las tablas de Moisés incorporen un nuevo mandamiento: “Amarás a la Madre Naturaleza más que a ti mismo”.

 

Una cosa es cierta que debe cambiar, y está ya cambiando. No se puede seguir protegiendo un sistema que multiplica pobres y bosques talados para su existencia. La lucha es contra la pobreza, es decir, la búsqueda de sociedades sin desigualdades, donde ya no se sigan fabricando pobres. Siguiendo el pensamiento del Papa Francisco expresado en Laudatio Sí, debemos reconocer que no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socioambiental; y por lo tanto se requieren respuestas integrales, de una ecología integral, que contemple combatir la pobreza, devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente cuidar la naturaleza.

 

Se impone como desafío encontrar los modelos para esta respuesta integral a un problema integral. Reconocer el valor de la vida en el planeta, es ya un buen inicio para ello. Tendremos que mirar en la sabiduría de nuestros pueblos, aquellos que proclaman el Suma Qamaña aymara, el Sumak Kausay quechua, el Tekoporá guaraní, el Machal´al maya, el Küme Mongen mapuche, el Lekil Kuxlejal tsotsil y tzeltal chiapacanecos, como el buen convivir o la vida espléndida, donde vamos todos juntos, sin que nadie quede atrás, en procesos de convivencia comunitaria y de armonía individual, social y con la naturaleza y el cosmos.

 

Pandemia informativa

 

No cambian su estilo, es lo que han aprendido a hacer, esto es lo que les brinda réditos, fama e ingresos. El sistema comunicacional contemporáneo se diseñó así. Nuestro amigo Omar Rincón, destacado comunicólogo colombiano, lo llama estilo futbolero, porque las noticias -pónganse ustedes a pensar en cómo se están anunciando los incrementos diarios del número de afectados y de muertes- se las anuncian con la expectativa que crea la ejecución de un penal en el último minuto de juego. Guardemos la euforia para los momentos en los que hayamos logrado controlar o derrotar a la pandemia, que no se nos naturalice la desgracia, sino el sentido de enfrentarla.

 

La globalización trajo consigo la mercantilización de la comunicación y legitimó programaciones que aligeraron el discurso, contenido y forma, a la par del aligeramiento de la vida. Y entonces se impusieron como los dispositivos útiles la búsqueda de la exclusividad, la primicia informativa, la banalización de los hechos y la espectacularización de la vida. Claro, es que esto, que también se llama estilo snob, en términos de la politóloga argentina Adriana Amado, proporcionaba audiencia. El problemita de su arrastre en tiempos del coronavirus, es que este estilo hecho para el entretenimiento, la evasión y la distracción, se hace aliado de la pandemia, convirtiéndose en otra pandemia, un virus comunicacional que tiene también que ser erradicado.

 

Los medios tradicionales, sin querer queriendo, en su afán por informar y mantener a la población informada y alerta, están sobresaturando el ambiente de información. Ocurre un proceso de sobreinformación parecido al de las redes sociales, que tiene como una de sus características la producción y circulación de una vorágine de notas, no siempre conectadas, que se repiten o saltan de un lugar a otro. No tienen el chismerío de las redes que admiten como su habitante natural a los fake news, pero, de todas maneras, convierten a la incertidumbre de la vida en un reflejo mediático. Existen muy buenos periodistas, es cierto, y reconocemos que en su labor de alto valor comunicacional con ética están también arriesgando sus seguridades para mantenernos informados.

 

No se notan estrategias comunicacionales adecuadas por detrás de las piezas sueltas que lanzan los ministerios de comunicación. La abundancia de spots televisivos, cuñas radiales, hashtags y notas en fase y twitter, o las entrevistas redundantes y conferencias de prensa de las autoridades, o los comunicados, no suplen una estrategia ni contribuyen a una información adecuada. La comunicación oficial, y la de los medios privados, públicos y comunitarios en general, tiene que conocer y desarrollar los enfoques y metodologías de la comunicación en situaciones de crisis, adaptándolas a estos tiempos del coronavirus.

 

Experiencias extremas como las que estamos viviendo, confirman que el quehacer de la comunicación no se limita al intercambio de mensajes, y menos a su mera emisión, sino que, por sobre todas las cosas, es un proceso de construcción de sentidos de vida, aquellos que la ciudadanía se hace, resignificando o reconstruyendo los mensajes con los que se encuentra e intercambia sentipensamientos, conocimientos, actitudes, prácticas, imaginarios y esperanzas. En otras palabras, la comunicación construye mediaciones tendiendo puentes con nosotros mismos, con nuestro yo, con nuestro entorno familiar, con los vecinos, paisanos, humanos, con el virus, con la naturaleza, con la vida y con el futuro.

 

Siendo así la comunicación en situaciones de crisis, tiene sus propios mecanismos de realización. Empieza preguntando ¿en qué está enfocada la gente?, para engancharse en el dominante sentimiento de incertidumbre, de miedo, de inseguridades, de preguntas sin respuestas y de resguardo en la propia sobrevivencia y, desde allá, caminar hacia otros rumbos respondiendo a esta otra pregunta: ¿en qué debería enforcarse la gente?, y trabajar en consecuencia, adecuando, acomodando y dosificando la información ya no solamente en los consejos necesarios para la sobrevivencia (lavado de manos, uso de barbijo, cuarentena…) con un sentido personalizado de responsabilidad, sino también en la promoción, generación y construcción de un ambiente de solidaridades mediante mensajes que muestren que la solución es tarea colectiva, y que contener y derrotar el virus es tarea de todos, por lo que se trata de crear un sentido de compromiso común, en el que los ciudadanos se sienten parte de las soluciones, aportando con su responsabilidad individual y social.

 

Existen principios para el trabajo comunicacional en situación de crisis. El primero: borrar todo rasgo del sentido publicitario, del marketing que se preocupa por posicionar imágenes de autoridades o por justificar institucionalidades, y para ello construyen espacios en los que los muestran como los superhéroes que van a salvar el mundo de la pandemia. Este estilo publicitario se refleja también en los titulares estrambóticos de las noticias, en cada medio a su estilo, sensacionalista, que poco enganche tienen con la necesidad de darle serenidad a las sociedades, amén de que guardan poca relación con lo que contienen las notas.

 

Decir siempre la verdad, es otro principio innegociable. No ocultar la realidad por más dura que sea, encontrando las maneras adecuadas de mostrarla, sin alarmar, ni exagerar, recogiendo más bien ejemplos y precedentes para la responsabilidad individual y colectiva. Desde otra perspectiva, decir siempre la verdad implica no agrandar los impactos de las medidas que se toman, desliz que suele ser frecuente en autoridades, especialmente para justificarse. Lo vemos en situaciones en las que el autoritarismo genera tensiones, y hasta rechazos y confrontaciones. Y lo vemos también en la desconfianza que se genera con las contradicciones de autoridades y factores de opinión que, por la prisa, o la desesperación, o la primicia, hacen afirmaciones radicalmente opuestas sobre un mismo hecho.

 

En tiempos del coronavirus la comunicación adquiere un sentido educativo, obviamente no en el sentido tradicional de la educación bancaria encerrada en la transmisión de conocimientos, sino más bien preocupada en los aprendizajes. Es bueno que se desenvuelva, por todos los medios y todos los formatos experiencias de periodismo tutorial, que orienta sobre las medidas que se deben adoptar, con disciplina. Esto es bueno, es necesario y la reiteración no sobra. Pero lo importante son los aprendizajes, es decir que la población asuma las recomendaciones con responsabilidad, con sentido de solidaridad, asumiendo que cada uno y sus familias, y sus comunidades, se hacen parte de un compromiso colectivo por el bien común. Estos aprendizajes significativos, trascendentes, como decía Paulo Freire, son lecciones de vida.

 

En tiempos del coronavirus, las formas de reproducción social y las situaciones de comunicación, además de encontrarse en los sentipensamientos de las personas, se encuentran en los espacios de comunicación en los cuales se recrean. Estos espacios son los medios, las voces oficiales de las autoridades, los intercambios sin medida por redes, chats o reuniones virtuales vías skype o zoom o los lenguajes de señas que se adoptan en las calles. Pero sin duda que un espacio que cobra especial vitalidad e importancia radical por la cuarentena, es la familia. Las ofertas de los medios tienen que reescribirse para acompañar los sentidos que se (re)crean en estos espacios, los hogares, que son a la vez emotivos, educativos, informativos, distractivos, lúdicos y espirituales.

 

Que los espacios participativos de los medios no se conviertan en sitios de quejas y lamentos, tampoco en estrados de fiscalizmedios con sus periodisjueces. Hemos visto en la tele periodistas exigiendo sus cédulas y barbijos a los transeúntes con el mismo rigor que los militares y policías. ¿Será su rol? No tengo la menor duda que su mayor aporte estaría en garantizar que los espacios participativos de los medios se inunden de las buenas iniciativas que se producen en quienes se atreven a fabricar barbijos siguiendo recomendaciones sanitarias, o en el atrevimiento loable de quienes inventan respiradores, o cabinas desinfectantes, o apps que permiten autodiagnósticos, o en los jóvenes que asisten a las personas de tercera edad. Que los medios destaquen las iniciativas de autoridades garantizando servicios, abastecimiento, asistencia y condiciones para seguir viviendo esperanzados en un contexto de miedo con incertidumbres. Una comunicación postcoronavirus con estas características estaría encaminando el ansiado derecho a la comunicación y a la palabra.

 

Mirarnos en el espejo de nuestras vidas

 

En una de las paradojas típicas de la socialización en tiempos del coronavirus, las medidas de distanciamiento y aislamiento social son provocadoras de reencuentros de las personas consigo mismas y con el entorno primario, así como de reencuentros virtuales emocionales con los conocidos y los por conocer. Ser padre, madre, hermano, hijo, abuelo, ser familia, ser humano, es un modo de reproducción social que los medios de comunicación de todo tipo, tienen que saber acompañar, siguiendo los ritmos de su cotidianeidad y alimentando la necesidad de diálogo, así como del valor que tiene el saber compartir, de la riqueza que representa el objetivo logrado en esfuerzos compartidos, de la capacidad positiva de la tolerancia, del respeto mutuo, de las rutinas convivientes, de la solidaridad, de la contundencia del amor y de las esperanzas.

 

La frenética vida de los días habituales no dejaba espacios para el encuentro con las propias subjetividades. Con la dinámica de los trabajos, estudio, internet, transporte alocado y con la urgencia de la instantaneidad todo se vuelve obsoleto raudamente y se achican los tiempos para el encuentro conviviente, así como los espacios para la reflexión. La vorágine de la vida, siempre atestada de gente, nos convierte en realidad en seres solitarios. Y ahora que el coronavirus nos destina al aislamiento, hemos recuperado momentos para estar con nosotros mismos, solos, pero ya no en soledad, porque nos reencontramos con nuestra identidad, con nuestro transcurrir por el mundo, con las cosas pendientes, con los abrazos no dados y los afectos no expresados.

 

En el aislamiento social, las horas transcurren retrocediendo la marcha del mundo, quién sabe hacia dónde, talvez hacia su resiliencia si lo dejáramos rotar sólo; quizás hacia el apocalipsis si dejamos que el Covid19 comande la nave de nuestros destinos; o posiblemente también hacia la resiliencia de las sociedades si juntamos nuestras individualidades en solidaridades, convirtiendo nuestros miedos en coraje, y transformando nuestras vulnerabilidades en una ira que nos convierte en comunidad de voluntades para resistir y ganar. El sólo hecho de emprender esta tarea ya sería la semilla para una sociedad más digna, germinada en el seno de una sociedad que está viviendo días que parecen años, sin distinguir si se trata de una realidad o una pesadilla, talvez porque se trata de una realidad de pesadilla.

 

Mirarnos en el espejo de nuestras vidas nos ha permitido reencontrarnos con nosotros mismos, y con los nuestros, y con la sociedad, aprendiendo que no estamos solos, y que somos yo en cuanto somos nosotros. En los caminos de la resistencia al coronavirus estamos aprendiendo a necesitarnos, a creer en la fuerza de la complementariedad y la reciprocidad y convencernos que juntos somos muchos, en realidad, que juntos somos… y que así se vislumbran luces de esperanza en el horizonte.

 

Son luces de esperanza para reconstruir los caminos de la vida, los destellos que se convierten en fulgores con el trabajo coordinado entre los gobiernos centrales y los gobiernos regionales y municipales, y de éstos con las organizaciones ciudadanas, porque generan confianza, porque suman fortalezas, porque ponen las políticas públicas en el derecho a la vida de las poblaciones.

 

Son luces de esperanza las que emanan de las vocaciones de médicos, enfermeras, policías, militares, encargados de limpieza, proveedores de alimentos, funcionarios, periodistas, héroes que arriesgando sus vidas por nuestras vidas, nos dicen con sus acciones que nos toca corresponderles siendo generosos con los nuestros, cumpliendo las normas religiosamente, asumiendo el compromiso universal por la vida, haciéndonos todos uno solo, indestructible, para demostrarnos que hemos iniciado una nueva vida, que hemos dado vida a un mundo otro, el de la vida digna.

 

Como pocas veces en la historia, los pueblos del mundo han vuelto a la práctica de la oración individual o grupal, familiar y virtual, con ritos de distintas religiones y culturas buscando que Dios nos conceda el milagro de dar fin con la pandemia. Como ésta sigue su marcha irrefrenable a pesar de los ruegos, se pregunta el jesuita Víctor Codina ¿dónde está Dios?, y se responde que se hace presente en la gente que sufre, en la gente que muere, en los que cuidan de ellos con cariño; y que se hace presente ayudándonos a llevar esta situación con esperanza, con nuestra contribución cuidando la tierra y cultivando un mundo de fraternidad.

 

Estamos en camino, resistiendo al coronavirus, avizorando una nueva vida, que la figuro en las letras de Luis Landriscina: “Cuando la tormenta pase, te pido Dios, apenado, que nos devuelvas mejores, como nos habías soñado”.

 

La Paz, Bolivia, 1 de abril de 2020

 

Adalid Contreras Baspineiro

Sociólogo y comunicólogo boliviano. Ex Secretario General de la Comunidad Andina de Naciones – CAN.

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/205651
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