Perspectiva ético-religiosa en una sociedad democrática

El derecho a morir con dignidad

14/11/2018
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Contenido

1. Universalidad de la ética racional

2. Conexión-colaboración de Ética y Religión

3. El vivir ético de la muerte

 

-La muerte es impensable sin referencia a la vida

-Actitudes diversas ante la muerte

-La muerte en su relación con el “más allá” y “el más acá”

-¿Acaba todo con la muerte?

-Postura cristiana la más común ante la muerte

 

4. El derecho a morir con dignidad

-Eutanasia, distanasia, ortotanasia

 

1. Universalidad de la ética racional

 

Considero importante situar el tema dentro de la sociedad en que vivimos. Una sociedad que se propone legislar sobre este tema desde una visión global, con inclusión de diversas opiniones y que, tras someterlas a debate, aprueba lo que es norma vinculante para todos, y deja fuera lo que no aparece como deber y derecho de todos.

 

Hemos vivido tiempos en que la uniformidad de pensamiento quedaba recogida en leyes sin lugar apenas para la pluralidad y disidencia. La modernidad rompió esa uniformidad desde una mayor conciencia de la dignidad, la libertad y los derechos de la persona. Y descubrimos que, por encima de credos excluyentes, - religiosos o ateos- nos unía un credo ético de validez universal, para regular nuestra convivencia

 

En nuestra sociedad vivimos ciudadanos: católicos, creyentes de otras religiones, ateos, agnósticos… La discrepancia entre unos y otros ha sido tal en nuestra historia que en ocasiones nos llevó incluso a enfrentamientos de exterminio mutuo.

 

Al abordar el tema del derecho a morir con dignidad, habremos de tener en cuenta este fondo cultural y sociopolítico, muy presente en el hoy de nuestra convivencia.

 

Pese a todo, hemos entrado en una perspectiva distinta que puede fecundar una convivencia plural, tejida de respeto y aceptación del otro. Es la perspectiva de una ética racional, que fundamenta nuestra convivencia en valores comunes. Una ética, que nos podrá hacer coincidir en determinados puntos a la hora de juzgar el derecho a morir con dignidad.

 

Nadie, pues, por ser católico o por ser no creyente, queda exento de esta ética: “Trata a los demás, como deseas que los demás te traten a ti”; “Ama al prójimo como a ti mismo” es la regla de oro, de valor universal. O, según escribe el reconocido teólogo Hans Küng: “Esta ética mundial supone una serie de valores vinculantes, criterios inamovibles y actitudes básicas personales, extraídos de lo que es la dignidad inviolable e inalienable de toda persona humana. Todos, individuos y Estado, han de considerar siempre al ser humano sujeto de derecho, fin y no medio u objeto de comercialización. Nada ni nadie puede “estar más allá del bien y del mal”. Y todo ser humano, dotado de razón y de conciencia, está obligado a actuar de forma realmente humana y no inhumana, a hacer el bien y evitar el mal”.

 

De esta dignidad brotan naturales estos preceptos:

 

Respeta la vida

Practica la justicia

Sé honrado y veraz

Ama y respeta a los otros.

 

2. Conexión y colaboración de Ética y Religión

 

Quedan atrás los tiempos en que la ética no contaba frente a la posición hegemónica de la religión o en que la religión quedaba descartada por sobrante y reemplazada por la ética.

 

Todo cristiano tiene como artículo primero de su fe el respeto de la dignidad de la persona y todo ateo parte también de este presupuesto. Los que seguimos a Jesús de Nazaret no sólo reivindicamos esta ética como parte sustancial de su mensaje, sino que, desde una perspectiva transcendente, aportamos mayor incondicionalidad y luz a los valores e imperativos de esta ética.

 

Damos entonces como superada esa contraposición entre Ética y Religión, entre la autonomía de lo humano y la heteronomía de lo religioso, establecida en la modernidad: “No tenemos necesidad de Dios, podemos prescindir de la religión pero no de la ética, ya que sin unos mínimos éticos universales es imposible la convivencia”.

 

Reprobada la negatividad histórica en que ha incidido muchas veces la Religión, no cabe prescindir de ella, porque sin ella no hay forma de responder a ciertas preguntas de la existencia humana, ni hacer justicia a los que fueron muertos injustamente ni dar soporte último a los imperativos éticos.

 

3. El vivir ético de la muerte

 

1. La muerte es impensable sin referencia a la vida

 

Si la muerte no tiene sentido en ella misma, habremos de buscarlo en la interpretación que hacemos de la vida. Como algo que pertenece a la vida y desde ella misma, la muerte se la puede entender como final, transformación, plenitud. Considerada en su totalidad, la muerte puede ser interpretada

 

Como derecho de toda persona a morir con dignidad.

Como derecho inviolable a la vida de todo moribundo.

Como conflicto entre el derecho a una muerte digna y la prolongación artificial de la vida misma.

 

Nuestra sociedad no quiere saber nada con la muerte, la rehúye y la teme. Aun así, no tiene más remedio que contar con ella, pues por sí misma acaece de vez en cuando y actúa inapelable en el círculo más próximo de seres queridos.

 

Reactivamente, la cultura dominante empuja a darla como inexistente o encubrirla discreta o azarosamente.

 

Si realmente a nadie se le escapa que el ciclo de la vida nos depara nacer, vivir y morir, a nadie le debiera resultar extraño admitir el hecho mismo de la muerte y el preguntar por su sentido. Que tengamos que morir de una u otra manera, viene después.

 

De modo que el hecho mismo de la muerte, apunta conclusiones transparentes:

 

1ª) El vivir humano tiene una duración ineludiblemente limitada, y se debiera atender en lo que es para no concebirla ni organizarla como algo absoluto.

 

2ª) Esta conciencia no va desligada del último proceso de la muerte, que inquiere cómo vivir para alcanzar el sentido auténtico de la vida.

 

3ª) Interesa saber si, después de todo, el morir es total, con un pasar a la nada; o un resucitar, con un pasar a la plenitud de vida y dicha eternas.

 

Nuestra manera de ser, racional y libre, en identidad universal de especie y de solidaridad, dificultaría entonces las alienaciones de quienes se sumergen en mundos de vida y felicidad ilusorios, que malogran su existencia y derivan en ruina y desgracia para los demás.

 

La muerte, nos pertenece, la llevamos dentro desde que nacemos y, sin obsesión ni temor, debiéramos integrarla como parte de nuestra vida.

 

2. Actitudes diversas ante la muerte

 

En la muerte palpamos lo finito y perecedero de nuestra vida terrena y, a la par, su enaltecimiento y plenitud cuando alcanza el encuentro definitivo con Dios. Y aquí las actitudes, variables, configuran anticipadamente la decisión última:

 

-Una será la del que estoicamente se irá apropiando la muerte como de una dimensión intrínseca a la vida.

 

-Otra la del que, con una u otra forma de espiritualidad, tratará de preparase y aprender el ”ars moriendi”.

 

-Otra la del que pretende hacer de ella un ejemplo de lo buena o mala que ha sido su vida, así don Quijote: para morir se reconcilia consigo mismo, es decir, se vuelve cuerdo y torna a ser Alonso Quijano. “Yo me siento, sobrina, a punto de muerte”, “Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa”, “y querría hacerlo de tal modo que diera a entender que no habría sido mi vida tan mala”.

 

-Otra la de los que, como se ha hecho en la tradición cristiana, viven ascéticamente, apercibiendo al alma para tener la vida muerta al placer o adelantar al momento presente lo que en el momento de la muerte se hubiera querido hacer.

 

Para quien entiende la muerte como propiedad de nuestra naturaleza, le resulta lógico aceptarla como meta de un proyecto de vida propio del ser humano que vale la pena vivir y que en perspectiva cristiana se nos corona con lo imperecedero de ese proyecto en la plenitud del Dios Amor, que nos creó, sustenta y plenifica.

 

3. La muerte en su relación con el “más allá” y “el más acá”

 

a) Influencia de la muerte en la configuración ética de la persona.

 

Es difícil no apuntar al “más allá” cuando de la muerte tratamos. Si yo tengo que morir individualmente, es casi seguro que en un momento o en otro me preguntaré por la consistencia de los imperativos éticos intramundanos, por la importancia de las otras decisiones que no tienen la importancia de la última, por la fisura irrestañable que me deja la muerte del otro, por la motivación que la apropiación de mi muerte genera en mi vida moral y por la actitud que, en conformidad con lo que sigo pensando, debo adoptar ante ella.

 

El batacazo de la muerte es tal que si no rompe toda entereza, hace difícil reponerse ante ella. Somos libres y, sin embargo, no nos es dado evadirnos ante lo absurdo y escandaloso de su límite.

 

Puede surgir el filosófico pensar de que estamos hechos para la muerte o el contrario de que la “mortalidad no es muerte”. Pero, en el fondo, nos encontramos con el muro lacerante de nuestra limitación: cómo seguir afirmando los imperativos absolutos de la dignidad, de la justicia y de la libertad desde nuestra irremediable fragilidad. ¿Cómo se le hace justicia a un hombre muerto injustamente? ¿Cómo se devuelve la dignidad y la libertad a los tratados como esclavos si la muerte ha acabado definitivamente con ellos?

 

Estos interrogantes no tienen respuesta, si no hay pervivencia individual más allá de la historia. Sin este presupuesto –para un cristiano, el de la resurrección- no hay posibilidad de una opción revolucionaria honesta y coherente.

 

Sólo si Dios es el dueño de la historia -y para el cristiano lo es- la vida alcanza una trascendencia que garantiza el carácter incondicional de los valores éticos. Jesús con su resurrección es el prototipo de la incondicionalidad de la ética.

 

Si la ética me resulta incondicional lo es porque va unida a la pervivencia y a la Trascendencia. Mi ética no es posible sin la incondicionalidad y ésta sin la Trascendencia; sólo en la Trascendencia cobra base mi pervivencia y la incondicionalidad.

 

La muerte efectúa de esta manera una función de iluminación e inspiración en el “más acá” moral. La muerte -¡vaya paradoja! - nos hace trascender la misma historia, apoyada en la incondicionalidad de la ética. La ética no agota la totalidad de lo humano, existe un más allá de la ética, sobrepasada por las religiones, que nos muestra estar atravesados por la dialéctica misma de lo absoluto y lo relativo.

 

 

b) ¿Acaba todo con la muerte?

 

Cuando alguien se nos va, nos conformamos con rendirle homenaje ponderando su modo de vivir y guardándolo agradecido en nuestro corazón como memoria y estímulo de nuestro vivir.

 

Pero hay algo más hondo sin resolver y que alimenta nuestro temor: ¿con el morir, tenemos motivos para seguir amando y promoviendo la vida, o para renunciar y abdicar de ella?

 

Ahí, la cuestión: si todo acaba con la muerte o alcanza en ella la plenitud. ¿Vale la pena vivir si no cabe esperar nada después de la muerte?

 

Toda vida tiene un comienzo, un desarrollo y un final. Pero no toda vida alberga capacidad consciente sobre ese comienzo, desarrollo y final. El ser humano, sí.

 

Nosotros somos conscientes de que nuestra vida corporal no es para siempre, tiene término y se corrompe. Sólo que, cuando disfrutamos del esplendor y vigor de la vida, todo se nos va a un mayor crecimiento y superación, como si nunca se nos fuera a acabar. Pero, se acaba.

 

Y la consideración de ese momento, vuelve de nuevo: ¿por qué y para qué vivimos? ¿Qué valores e intereses absorben nuestra vida? ¿Recibimos marcada la dirección en que debemos avanzar en nuestra vida?

 

A todo esto, precede otra pregunta: ¿El avanzar en una u otra dirección va unido a la convicción de que la vida humana prosigue transformada y enaltecida después de la muerte o queda por completo fenecida en el instante de la muerte?

 

Se admita lo uno o lo otro, ¿encontramos en el ser humano fundamento para que nuestro caminar lo hagamos comunitariamente desde la igualdad, la justicia, la solidaridad, la verdad y el amor? ¿Es tarea y objetivo nuestro la prosecución de la dignidad, del bien, de los derechos y de la felicidad de todos como si fueran la nuestra?

 

Pienso que es aquí donde aparece la línea divisoria entre aceptar o rechazar la muerte, considerada como castigo o premio, amenaza o promesa, pérdida o ganancia, derrota o victoria.

 

Optar por lo uno o por lo otro, configurará de un modo diferente la vida de unos y de otros. Todo depende del significado que se da a la muerte: ¿Caída en la nada? ¿Llegada a la vida plena?

 

Desde la opción de caída en la nada, se explica la postura de quienes, ansiosos de vivir la vida presente, se aferran a ella, acumulando poder, riqueza, éxito, placer,… aunque sea con desprecio, marginación y opresión de los demás.

 

El imperativo ético de la igualdad y de la justicia, de la solidaridad y del amor, es natural e intrínseco al ser humano y opera en muchos leal y coherente. Y el imperativo religioso transcendente asume y refortalece ese imperativo, dándole mayor incondicionalidad.

 

Creo, por tanto, que, para ocuparnos serenamente del tema de la eutanasia, ayuda mucho el verla en todo el proceso de la vida, que se la ama profundamente también en el último de la muerte.

 

El morir humano es necesidad y es libertad. Entramos en la vida sin que se contara con nosotros e hicimos una biografía personal, merced a nuestro yo libre y responsable.

 

En este sentido, el morir, como el vivir, es de cada uno y debiéramos llegar a él dispuestos a darle cumplimiento personal.

 

A la muerte no se llega de improviso, como una fatalidad inesperada, sino que calladamente nos ronda, pues en el día a día se nos va gastando algo de la vida. Y en el día a día vamos forjando un estilo de vida, una personalidad, que será determinante a la hora de dar cumplimiento al acto último del morir. Hacemos nuestro lo que nos pertenece, libremente, como bellamente lo expresa el maestre Don Rodrigo:

 

Y consiento en mi morir

con voluntad placentera,

clara y pura,

que querer hombre vivir

cuando Dios quiere que muera

es locura”

(Jorge Manrique, Coplas)

 

c) La postura cristiana tradicional o más común ante la muerte

 

Frente el tema de la muerte, la mayoría de los cristianos tienen bien arraigada esta idea: pase lo que pase y sea cual fuere la situación a la que podamos llegar, la vida la hemos recibido del Creador y no nos es dado disponer de ella por iniciativa propia para terminarla o acortarla.

 

Jóvenes o viejos, sanos o enfermos, con enfermedad curable o incurable, en condiciones apacibles o de dolor intolerable, pudiéndonos valer o en dependencia grave o extrema para todo, en todos los casos nuestro deber es respetar y continuar la vida hasta que se acabe, sin ahorrar medio alguno que se sepa puede ayudarle y nosotros podamos conseguir.

 

Esta es la postura más generalizada y se entiende que a la base de ella existan diversas razones para mantenerla.

 

Analizaré más adelante, las razones que avalan esta postura y discerniremos si todas valen y en qué medida.

 

De momento, conviene advertir el absolutismo de este principio, que pugnará por salir a cada paso en el tratamiento que vamos a desarrollar.

 

Cierto que se muere una sola vez y para siempre. Y acaso por eso, o también porque el don recibido gratuitamente no lo puede uno en ningún momento dar por concluido, se la respeta hasta el último momento. Lo contrario sería un gran desacato y la más indigna de todas las decisiones humanas.

 

4. La vida no es un valor absoluto

 

Sin embargo, la vida humana en su más amplia y azarada historia, nunca ha renunciado a prescindir de ella, cuando se interponían otros valores.

 

Se afrontaba como digna:

 

.La decisión de perder la vida cuando traicionar un secreto podía suponer la muerte para muchos.

 

Cuando le asistía el derecho a defenderla frente a un ataque injusto, aún a sabiendas de que podía perderla o perderla el injusto atacante.

 

.Cuando por generosidad y amor inmenso se ofrecía para rescatar y hacer sobrevivir a otro.

 

. Cuando se afrontaba el martirio antes que renegar de la propia fe.

 

.Cuando por defender a la patria, se rechazaba al enemigo antes que dejarse invadir y dominar calificando a los que tal hicieron como superhéroes, etc.

 

Es decir, la vida es el primero y el más grande de los valores, pero no un valor absoluto. Hay situaciones en que, por especiales motivos, se considera digna y éticamente válida la decisión de renunciar a ella.

 

¿En el proceso del tránsito hacia la muerte, pueden darse situaciones y existir razones que hagan éticamente valida la decisión de acabar con ella acortándola?

 

Es lo que vamos a ver.

 

4. El derecho a morir con dignidad

 

1. Acordar el significado de los términos: Eutanasia, distanasia, ortotanasia.

 

EUTANASIA

 

Es conveniente analizar el uso de la palabra eutanasia, por la ambigüedad que ha adquirido en el lenguaje moderno. Nuestro hablar sobre el tema resultará oscuro y polémico si no aclaramos previamente el significado del que partimos.

 

A lo largo de la historia, la palabra fue utilizada:

 

1. Como simple deseo o petición de tener un morir bueno, feliz, sin preocuparse de la ayuda al morir.

 

2. Como un buen morir, en el que no falten a la persona los cuidados aconsejados por la medicina y la moral.

 

Es lo que, ya en 1516, en Utopía, narra con singular sabiduría Tomás Moro:

 

“A los enfermos incurables se les atiende y trata esmeradamente, prestándoles toda clase de cuidados. Pero si a los males incurables se añaden sufrimientos atroces, entonces al paciente se le hace ver que se halla privado de sus funciones vitales , que está sobreviviendo a su muerte y que es una carga para sí mismo y para los demás y le resulta inútil obstinarse por más tiempo en dejarse devorar por el mal y las infecciones. Y, en esa situación, armado de esperanza, debe aceptar la muerte, abandonar esta vida cruel como quien huye de una prisión o del suplicio y no dudar de liberarse o permitir que lo liberen los otros. Los consejos en este sentido de los magistrados y sacerdotes son sabios y desempeñan una obra piadosa y santa.

 

Los que se dejan convencer ponen fin a sus días, dejando de comer. O se les da un soporífero, muriendo sin darse cuenta de ello. Pero, no eliminan a nadie contra su voluntad, ni por ello le privan de los cuidados que le venían dispensando. Este tipo de muerte se considera algo honorable. Pero el que se quita la vida -por motivos no aprobados por los sacerdotes y el senado- no es digno de ser inhumado o incinerado. Se lo arroja ignominiosamente a una ciénaga” (Felipe Aguado, Utopía y Educación, Nueva Utopía, Madrid 2016, pp. 233-234).

 

3. En el momento actual, la eutanasia se la suele entender:

 

-Médicamente, como terapia que, en un proceso de oscurecimiento u ocaso de la vida, pretende adelantar la muerte.

 

-Moralmente, tal adelantamiento se lo aprueba o reprueba, si el valor de la muerte se lo considera una alternativa mejor al valor de seguir viviendo.

 

En esta perspectiva, si el enfermo no se encuentra en fase terminal, no se considera aceptable el suicidio asistido. Hay, sin embargo, países que lo admiten.

 

Para esta situación, son varias las razones aducidas para rechazar la eutanasia:

 

-La evidencia de que la vida humana es y aparece por sí como valor inviolable.

 

-La vida humana implica una evolución que avanza hacia el envejecimiento, la improductividad social, etc., sin que por ello pierda valor.

 

-Toda lucha emprendida por la emancipación y conquista de los valores éticos, tiene apoyo y justificación en la vida misma de la persona.

 

-La vida humana nunca, de cara a otros valores comerciales, industriales,…o instancias de arbitraria voluntad humana, puede ser utilizada como instrumento: es fin y no medio.

 

Estas razones , propias de una ética racional, hacen que quienes llegan a una situación en que su vida no tienen futuro y está expuesta a la amenaza de fuertes dolores y aceptan sin más la finitud del ser humano y no creen en un Dios Trascendente ni en el más allá , puedan recurrir a la eutanasia directa.

 

ORTOTANASIA

 

La ortotanasia aboga por vivir una muerte digna, lo cual no se da si no se hace responsablemente.

 

Y ese vivir responsablemente la muerte supone el ser consciente y dueño de ese vivir, el poder hacerlo siendo plenamente humano, no subhumanamente como sería si me sorprendiera sumergiéndome en un proceso puramente vegetal, privado de lo más propiamente humano: ser consciente y poder decidir libremente, decidir que no se me implique y prolongue artificialmente en una suerte de vida vegetal, que se me deje morir, sin aplicar medios que no suprimen ese estado vegetal y me obligan a seguir en un proceso que ya no es humano.

 

Por lo menos, eso: que me sea dado decidir racional y libremente, como me corresponde, sin sentirme obligado a seguir y prolongar mi vida, que se me deje morir, que no es lo mismo que hacerme morir.

 

Defendemos la necesidad de regular el derecho a morir con dignidad. Yo creo que esa reflexión está en la sociedad, aunque haya grupos a los que les gustaría llegar mucho más lejos.

 

Pero nuestro debate desea poder argumentar e iluminar y ayudar a que los Gobiernos puedan legislar con acierto y para bien de todos.

 

Analizamos la situación concreta de este caso, mediante el concepto de la ORTOTANASIA, que integra el respeto al valor de la vida y al valor de una muerte digna:

 

- tratando de evitar el mantenimiento artificial de dolores y sufrimientos indebidos,

 

-en una situación de enfermedad incurable,

 

-con consentimiento del paciente.

 

Resulta éticamente correcto, y es una alternativa válida, la de anticipar el final de un proceso doloroso incurable, no sólo no aportando medidas biomédicas extraordinarias, sino suspendiendo las ordinarias, dejando que el proceso acabe por sí mismo, o incluso con la ayuda de algún medio adecuado.

 

Esta posición, válida desde una ética racional y civil, puede que no sea admitida por la legislación de unos u otros países y, en tal caso, conviene averiguar si está sometida o no a penalización. Pero, tal circunstancia es relativa, puede cambiar y no afecta al contenido éticamente válido de la decisión tomada.

 

Posición ésta sostenida incluso por pensadores y teólogos católicos. De haber aplicado el sentido común y las exigencias de una ética elemental, no se hubiera llevado a la sociedad la absurda controversia suscitada por casos socialmente controvertidos y famosos.

 

Es casi unánime el sentir y el tratamiento de que, en casos como el descrito, no se trata de aplicar sin más la eutanasia, con intento de abreviar indiscriminada e inmotivadamente la vida. Ni tampoco de prolongarla artificialmente –distanasia- sean cuales sean las circunstancias.

 

La cuestión se resuelve desde una aplicación de la ortotanasia, es decir, desde un conjugar e integrar con equilibrio los dos valores en conflicto: el de derecho a la vida y el del derecho a morir dignamente.

 

La argumentación desarrolla los siguientes aspectos:

 

Con ser importante, la vida no es un valor absoluto sino relativo y finito, hay un momento en que a todos se nos acaba.

 

Deber de todos es atender al enfermo, acompañarle y asistirle con todos los medios para que puedan ser aliviados sus dolores, recuperar su salud y prolongar la vida.

 

Pero, hay situaciones extremas de enfermedad y de enfermedad incurable, en que los dolores pueden ser persistentes y agudos y, además, no hay esperanza razonable de recuperación.

 

Es entonces, cuando el enfermo demanda el derecho a morir con dignidad, que se le respete y se le permita un mínimo de calidad de vida y, en consecuencia, no se le apliquen medios extraordinarios o desproporcionados que le prolonguen artificialmente la vida manteniéndola en un nivel vegetativo, al que suelen acompañar dolores físicos o psicológicos, más o menos fuertes. Sería inútil y reprobable este “uso encarnizado terapéutico”.

 

No es, por lo tanto, ilícito para el mismo enfermo, familiares y médicos dejar de aplicar esas técnicas o medios, aunque con ello se abrevie la duración de la vida. Hay que respetar el derecho de la persona a morir en paz, que no es lo mismo que hacerle morir.

 

Este modo de pensar, aunque muchos puedan no creerlo, fue expresado con claridad por la Comisión Episcopal Pastoral de la Conferencia Episcopal Española en 1989 que, a propósito del testamento vital, dice: “Si por enfermedad llegara a una situación irrecuperable, no se me mantenga en vida por medios desproporcionados, no se me prolongue la vida abusiva e irracionalmente, y ayúdeseme a vivir ese momento como cristiano, en paz y en compañía de mis seres queridos”.

 

Igualmente, el Catecismo Romano en el Nª 2278 dice: “La interrupción de tratamientos médicos, onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es rechazar el “encarnizamiento terapéutico”.

 

Con esto no se pretende provocar la muerte, se acepta no poder impedirla. Las decisiones deben ser tomadas por el paciente, si para ello tiene competencia y capacidad; si no por los que tienen derechos legales respetando siempre la voluntad razonable y los intereses legítimos del paciente.

 

Benjamín Forcano

Sacerdote y teólogo

 

https://www.alainet.org/es/articulo/196534
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