España

La otra dictadura, que siempre tapamos. ¿Para cuándo la exhumación?

21/10/2019
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Todo ciudadano teje su personalidad dentro del marco histórico y sociocultural en que vive. El crecer acomodándose es lo común, aunque como persona que es, siempre retiene la capacidad de incidir en su entorno con ideas y valores que no coincidan con los establecidos.

 

Desde esta perspectiva, difícilmente puede negarse que un dictador, más que hechura de sí mismo, es resultado y espejo de un determinado modelo de sociedad.

 

La historia corrobora que las sociedades suelen transmitir lo acumulado en su pasado por quienes más actúan y cuentan en el campo del saber, de la educación, del trabajo, de la salud, del comercio, de la administración , de la gestión pública.

 

Lo heredado se recibe y se va transmitiendo a través de hechos y fiestas, costumbres y leyes. Nadie logra, por sí solo, ser lo que es: agricultor, tornero, maestro, albañil, médico, juez, magistrado y, en la convivencia, dialogante o intransigente, demócrata o dictador.

 

El contexto sociopolítico y cultural condiciona fuertemente y nos insiere en la convivencia con un peculiar talante. Lo cual resulta decisivo para entender de dónde venimos y cómo somos.

 

Haciendo aplicación al presente, un ciudadano demócrata trata de compartir amigablemente con todos aun cuando tengan modos de pensar distintos. Un convivir democrático supone una base de valores comunes, exigidos y debidos a todos por imperativo de una ética racional.

 

En un tipo de sociedad cerrada, la convivencia se plantea desde principios y sentires uniformes, con predisposición a no tolerar modos de pensar distintos.

 

Y si este entender y sentir se llevan al extremo, aparece en escena la lucha de opuestos. Y es entonces cuando surgen de una y otra parte dirigentes que conducen esa hostil dualidad con apoyo y delegación de la ciudadanía.

 

Por donde, lógicamente el afán dictatorial radica a la par en los dirigentes y en la sociedad que los sustenta.

 

Nadie resulta, por tanto, dictador si otros no lo respaldan ni le votan para que los represente. Ningún dictador persigue, encarcela y extermina, si en su sociedad no existen ciudadanos que se excluyen con actitudes y sentimientos de odio. La amenaza y el miedo mutuos les llevan a repelerse. Dinámica que puede hacerse imparable hasta conseguir que el opuesto sea vencido y hasta exterminado.

 

El problema es, pues, colectivo y reclama poner sobre el banquillo de los acusados al sujeto social absolutista de unos y otros.

 

Se comprende entonces que el acabar con una época de exclusión y condenación mutua supone algo más que juzgar y exhumar a un individuo dictador. Tal exhumación, con nuevo entierro, en nuevo lugar, no logra que muera la dictadura, secreta pero real, que ambas partes alimentaron con odio.

 

¿Cuántos, de una y otra parte –y por qué- hicieron suya una guerra tan fratricida?

 

En nuestra guerra civil del 36, por debajo del papel desempeñado por una persona concreta como es el caso del Generalísimo Franco, existe una realidad histórico-social, que es el sujeto social que la sustenta y justifica.

 

Los personajes gobernantes de uno u otro bando, son efecto y representación de ese sujeto; atribuir lo ocurrido casi en exclusiva a los sujetos dirigentes no toca la raíz del problema ni evita que pueda repetirse en el futuro. Y es que la parte se explica desde el todo, no el todo desde la parte.

 

Lo expresó lacónicamente Antonio Machado:

 

Españolito, que vienes

al mundo, te guarde Dios.

Una de las dos Españas

ha de helarte el corazón.

 

No soy historiador, ni lo voy a hacer ahora. Pero, la España, a la que hemos venido, está configurada por una historia, de la que somos depositarios y partícipes. Depositarios de una cultura mayormente cristiana, elaborada en interacción con la cultura grecorromana, medieval, renacentista, la Ilustración, las Revoluciones modernas, mezcla de dogmático pensamiento religioso y de emancipación racionalista y atea.

 

Nuestro pasado apenas si asume la universal identidad humana diferenciada en pluralidad de culturas. Un cierto absolutismo acompaña nuestro caminar histórico.

 

Este pasado persiste, porque persisten las causas que lo engendraron. Hablo de causas porque ni lo que entonces ocurrió, ni lo que ahora está ocurriendo, se explica sin ellas. En el fondo, un drama antiguo: la exclusión de los unos por los otros, dando a los unos como “buenos” y a los otros como “malos”.

 

Nunca una convivencia plural y libre, humanamente respetuosa y pacífica, explota en aniquilación del contrario. El veneno que mata es la intransigencia.

 

Si se llega a afirmar que sólo mi verdad tiene derecho a existir, entonces el otro, con su verdad negada, está condenado a morir.

 

Y esa intransigencia no está solo encarnada en un individuo por muy eminente que sea –Franco o Azaña; Millán o Durruti- ni queda saldada con pronunciar sentencia sobre ellos.

 

¿O seguimos creyendo que España sólo es la de los españoles que son católicos, neoliberales y de derechas; y no de los que son republicanos, ateos, creyentes de otras religiones, socialistas y de izquierdas?

 

Esa es la doble España, que sustenta la exclusión y la imposibilidad de una pacífica convivencia civil, ético humanista. Y esa exclusión no se ventila con la negación del entierro o desentierro de un determinado personaje.

 

La España partida en dos sigue porque no hemos llegado a hacer nuestro lo que son derechos de la persona: derecho primero a vivir, y derechos a vivir en democracia, con pluralismo, con igualdad y libertad, con fe o ateísmo, con libertad de culto y de conciencia.

 

El hombre es libre para pensar disintiendo y las ideas jamás se imponen. Un pueblo de pensamiento uniforme, sin derecho a pensar y disentir, no es adulto, no es libre, no es moderno.

 

Entiendo así que muchos de los planteamientos con ocasión de la Ley de la Memoria histórica, hayan podido resultar irritantes y estériles, por más que se diga que no se trata de señalar culpables o inculpables, vencedores o vencidos.

 

Desdeñando entrar en lo de culpables o inculpables, creo que se trata de otra cosa, de un cambio llevado a la raíz: de pedir perdón por haber sido excluyentes, por habernos considerado poseedores de la Nacionalidad, de la Verdad, de la Religión, de la Liberación-Salvación.

 

Llevar en la frente la marca de clerical o ateo, monárquico o republicano, católico o heterodoxo, era estar sentenciado poco menos que a muerte.

 

Esta maldad predeterminada no tenía cabida en la sociedad. Y la sentencia la daba siempre una parte, la cual exigía que la otra se retractara o fuera aniquilada. Por ser, además, voluntad de Dios o demanda de voluntad y legislación humana.

 

El examen es aquí fundamentalmente colectivo. Dar con la premisa que negaba al otro el derecho a vivir y a expresar libremente su verdad.

 

Faltaba la premisa y era previsible el efecto: ¡Con nosotros o con ellos! Y si con nosotros, contra ellos. Y si con ellos contra nosotros. O nacional-católico o al infierno. O ateo o enemigo implacable.

 

La responsabilidad individual quedaba deglutida por la omnipotencia de una ideología absolutizada.

 

Indudablemente hubo un condicionamiento colectivo que predisponía a llegar a donde llegamos.

 

Luego, unos perdieron, otros ganaron; unos pudieron reafirmar sus ideas y dominar la escena pública y otros soportar humillados la clandestinidad: triunfantes unos, sometidos los otros.

 

Y, así, todos rumiando secretamente la excluyente espiral de la violencia.

 

Hay que pedir perdón por la brutal persecución que ejercimos los unos sobre los otros: despreciamos y nos despreciaron, excluimos y nos excluyeron, matamos y nos mataron.

 

Hay que pedir perdón, confesar haber estado equivocados y arrepentirse por el absolutismo de ambas partes. Cambiar y perdonar. Cambiar y que nos perdonen.

 

La formación ciudadana y la educación religiosa recibidas estaban asentadas en presupuestos deficientes, de irracional exclusión.

 

El presente y el futuro nos exigen un cambio radical de presupuestos:

 

somos hermanos, no lobos;

amigos, no enemigos;

buscadores de la verdad, no poseedores;

personas, no pistoleros;

iguales, no inferiores;

buenos españoles,

aún sin ser católicos ni creyentes

o siendo católicos y creyentes.

 

Lo pasado se puede enmendar actuando sobre lo que fue causa de desvarío y ruina. Cambiar las causas es comprender los errores del pasado y erigir un clima sobre presupuestos éticos de validez universal, que garanticen una convivencia justa, libre, solidaria y pacífica.

 

La guerra muere, matando las causas que la provocaron, no matando a los tiranos, ni a los que en masa disparamos los unos contra los otros.

 

Los “rojos” mataron a muchos creyendo que tenían razones para hacerlo, y se equivocaron.

 

Los “nacionales” mataron a muchos creyendo que tenían razón para hacerlo, y se equivocaron. La jerarquía eclesiástica apoyó el golpe militar, dándole un carácter de cruzada, y se equivocó. Los vencedores ejercieron una depuración masiva y cruel, y se equivocaron.

 

Nos equivocamos restaurando el mérito y honor de los caídos en un bando y olvidando y denigrando el mérito y honor de los caídos en el otro.

 

¿Canonización de los mártires de la cruzada?

 

¿Reivindicación y homenajeamiento de los que, asesinados, fueron deliberadamente olvidados y menospreciados?

 

Reconocimiento, sin más dilación, de todas las víctimas, en altares sagrados o profanos, con elevación a la gloria de Bernini u a otra Gloria Civil, desterrado para siempre el veneno mortal que nos lanzó los unos contra los otros.

 

La tarea, a la vez humanista, religiosa y política, tiene como objetivo construir una convivencia justa, libre y pacífica eliminando las causas que la obstruyen:

 

”Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros” (Declaración universal de los Derechos humanos, Art. 1)

 

“Los hombres odian lo que no entienden, y aquello que odian no podrán entenderlo nunca, porque la comprensión pasa por el amor” (Elmer Diptonius).

 

Y es ahí, en las causas, donde todos debemos examinar si estamos libres del absolutismo. Ese es el personaje que debiéramos desenterrar y alejarlo para siempre de todo lugar en que se lo pueda añorar o rendir reconocimiento.

 

La trampa, por tanto, sería reducir la sentencia a la parte y dejar irredento el todo.

 

La clave para un cambio de mentalidad y convivencia es la fraternidad que hará efectiva la igualdad, la justicia, la solidaridad y la paz.

 

-Benjamín Forcano es sacerdote y teólogo.

 

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/202763
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