Conócete a ti mismo

29/03/2018
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Hasta la fecha he escrito numerosos ensayos, artículos literarios y de crítica cultural donde aspiro interpretar las diversas realidades en que nos hallamos inmersos, pero pocas veces me he referido a mí mismo, a hacer un ejercicio de auto indagación. Algún día lo haré y expondré al lector mis innumerables defectos. Por lo pronto, declaro que no soy especialista en nada, mucho menos un “analista” político (dios me libre), sólo he intentado arrojar miradas a las circunstancias que me rodean. No sé si he acertado o no, pero lo he hecho desde una perspectiva abierta, tratando de zafarme de enfoques ideológicos. Siempre he pensado que desde un basamento cultural es posible dar una mirada un poco más asertiva sobre los diversos fenómenos –interiores o externos— donde estamos implicados como seres humanos, y que la filosofía fundada en la cultura, y como parte sustantiva de ella, va más allá de cualquier análisis circunstancial, --ya sea éste sociológico o económico— de la realidad. A menudo nos acostumbramos a pensar desde un formato político profundamente desfigurado por los manejos de la llamada economía global, de los vaivenes políticos y de los discursos maniqueístas.

 

Si no nos conocemos a nosotros mismos como individuos, no vamos avanzar jamás en nuestra convivencia. No es posible crear, por ejemplo, un comunismo forjador de ciudadanos impecables, nobles o virtuosos, un comunismo quimérico, como tampoco un socialismo utópico donde todos seríamos felices por siempre. El socialismo al que aspiramos no puede ser calcado de los ya conocidos en occidente (ni ruso, ni polaco, ni chino, ni cubano), sino un socialismo humanista fundamentado en otras maneras de hacer política, maneras que debemos comenzar a implementar con otras herramientas y otras ideas. Los procesos sociales y políticos se realizan con individuos libres, no con hombres-masa. No se realizan con hombres amaestrados ni adoctrinados, para luego ser manipulados por determinada ideología. Los individuos tenemos una vida privada y una vida secreta, una vida familiar y una vida íntima, donde se cocinan nuestros sueños al calor de la imaginación (e impulsados por el arte), una vida sensual (y sexual) donde se fraguan nuestros instintos, deseos y sensaciones; una vida intelectual dominada por el entendimiento y la mente. La mente (la psique) impulsa y controla a la vez nuestros deseos, mientras nuestro mundo de valores (que hemos llamado moral) se acoge a determinadas leyes comunes que hemos bautizado con el nombre de justicia, a objeto de que nuestra libertad sea más equilibrada, es decir, que no se desborde y convierta en un amasijo de deseos elementales (hambre, sed, frío, calor, deseo carnal) y puedan ser regidos por un orden que, con el paso del tiempo, irá adquiriendo otras características con la educación y las buenas maneras, a lo cual damos los nombres de urbanidad, decoro o civilidad. Lo que llamamos civilización está basado justamente en esta civilidad, en una serie de normas y modales que van conformando en cada región y en cada país las señas particulares de una personalidad o de una identidad. Observamos, siguiendo este proceso, que cada individuo desde que nace y se desenvuelve, realiza su aporte a este conjunto de fenómenos desde su hacer y su pensar, pero también desde su ser. Este aporte posee un signo, un carácter específico advertible en determinadas figuras creativas –tal el caso de los artistas y escritores— y de científicos, técnicos o inventores notables que han hecho sus aportes al progreso de la humanidad.

 

Vemos, pues, que no se trata tan sólo de pensar en colectivo, sino de sincerarse uno consigo mismo (“Conócete a ti mismo” es probablemente una de las máximas más profundas, a mi modo de ver, que se han enunciado en Occidente, estaba inscrita en el templo de Apolo en Delfos, Grecia, y está atribuida a varios filósofos, sin que se conozca con certeza su autor, entre ellos a Heráclito y Tales de Mileto), antes de asumir cualquier responsabilidad social. Desnudarnos ante nosotros mismos, ser autocríticos implacables. El fracaso del ejercicio actual de la política se debe ante todo a que este ejercicio está inundado de una profunda hipocresía, plagado de nociones ideológicas que son puro maquillaje: máscaras que se llevan para ejercer el poder político; una vez que ese poder político ha sido conquistado, produce más ansias de poder. La manera más expedita de lograrlo es entonces el poder económico. Pero el poder económico no es un poder real, pues está basado en algo abstracto como el dinero. La acumulación de dinero se convierte entonces en un símbolo de poder, y constituye justamente la primera falacia moderna, almacenada a lo largo de la vida del siglo XX y ha hecho implosión ahora en el siglo XXI revelando toda su debilidad. Vivimos, pues, en el seno de países que, dentro de estos parámetros, se piensan poderosos, pero son dramáticamente débiles por dentro y están estructuralmente agotados, aunque logran que una buena parte de individuos se sometan a los mandatos de sus gobiernos, poniendo entonces a la justicia (o mejor, al aparato legal) de su parte para perpetrar sus desmanes.

 

Mientras tanto, los individuos quedamos inermes frente a una vastedad cuantitativa y devoradora de bienes, insaciable, una maquinaria que arrasa con cualquier forma de cultura innovadora, artesanal o artística, modificando los modos manuales de producción para convertirlos en productos en serie destinados al consumo masivo. Esta masificación ha venido destruyendo la individualidad humana para sustituirla por marcas, logotipos y emblemas de prestigio sustentados en una economía altamente globalizada que poco a poco va destruyendo la creatividad de las personas, como lo hace el capitalismo avanzado en la sociedad de consumo, y el comunismo desde la burocracia de Estado. Todas estas formas ideológicas van en contra del individuo, cuyas aspiraciones íntimas son pronto borradas o destruidas para convertirlas en masivas. Así, la cultura popular pretende ser arrasada, como la folklórica --cimentada en los saberes del pueblo--, como las culturas de la tierra basadas en la siembra y las del mar en la pesca.

 

Necesitamos meditar sobre el sentido de nuestra soledad y de nuestra muerte, de nuestros miedos, odios y carencias, sobre nuestro egoísmo, elementos negativos que también forman parte de nuestra naturaleza. No podemos estar cultivando aún ese hipócrita positivismo basado en la falsa idea de progreso científico que tanto daño nos ha causado; o pensando en un Estado benefactor al que hemos convertido en una especie de Dios es más bien como un ogro filantrópico, según la expresión de Octavio Paz. Tenemos, entre otras cosas, que dejar atrás esa idea enajenante de las culturas superiores, de las civilizaciones avanzadas y del progreso económico arrogante que alimentan los racismos y los resentimientos sociales. No podemos tampoco alimentar una cultura basada en la retaliación social y en el revanchismo ideológico, convertido luego en venganza permanente de una clase social sobre otra, hasta el infinito.

 

Los individuos tenemos el derecho a ejercer una filosofía individual (no personalista) que nos vindique como seres creadores independientes (no sumisos) y amorosos. Los individuos no tenemos por qué estar pendientes todo el día de lo que haga o no haga el Estado o determinado gobierno, para adherirnos a un partido político o ir contra él, en una posición maniqueísta y cómoda de la realidad, como tampoco asimilar mensajes permanentes de la empresa privada (ahora global) y su lluvia de productos y mensajes banales, llena de eslóganes vacíos, estereotipos y clisés. Los seres humanos tenemos derecho a nuestra libertad individual, una libertad que nos permita conocernos a nosotros mismos primero, antes de emprender cualquier proyecto en común; tenemos que reconocer nuestros defectos personales y discutirlos con los demás, en una terapia o catarsis colectivista, para que detectemos nuestras debilidades y aprendamos a convivir con ellas. De lo contrario, siempre estaremos haciendo planes fallidos basados en necesidades inmediatas o en modelos de sociedades perfectas, con las mismas ideas y los mismos eslóganes, basados en sociedades ideales que no podrán existir nunca.

 

Así como hay una libertad de cultos o un libre albedrío moral o religioso también hemos de ejercer una crítica permanente hacia nosotros mismos primero y luego hacia lo que nos rodea, ya que no podemos recomendar el bien sino hacemos el bien nosotros mismos. Toda religión en el fondo implica una moral (no un moralismo pacato) y el arte también es en última instancia un asunto donde se ventilan ideas morales; lo que ocurre es que la moral no se reduce a un conjunto de normas o reglas para portarse bien y andar en línea recta por la vida, como lo enseñan los monoteísmos y los absolutismos castradores. Arte y religión pueden mantener un diálogo fructífero, así como también la música y la poesía pueden servir para enaltecer nuestra vida cotidiana, malograda a menudo por los pragmatismos contemporáneos y por los capitalismos egoístas. Tenemos que zafarnos de una vez por todas de estas viejas ideas que nos conducen al reduccionismo mental y al atraso, aunque vivamos rodeados de lujos o placeres.

 

Creo que casi todo lo que hacemos y pensamos debe ser sometido a una gran renovación que puede comenzar por reconocer el papel del arte en nuestro espíritu, y hasta el mismo arte también debe experimentar cambios internos en sus concepciones, para que podamos asistir a la creación de un hombre y una mujer nuevos.

 

© Copyright 2018 Gabriel Jiménez Emán

 

 

 

 

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