Simples utopías

10/02/2017
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El esquema es sencillo: un administrador (un banco), un gerente (un político), un publicista (un periódico o medio de masas), un distribuidor (el mercado), un creador de prestigio (una institución cultural o científica), una mano de obra barata (un trabajador), y al final de todo, de modo casi invisible pero en verdad ubicado al comienzo: una pequeña sociedad (un club de millonarios poderosos, que marcan toda la pauta). El aceite de todo este engranaje es uno solo: el dinero, que es a su vez un símbolo de la verdad suprema: el capital.

 

Para que haya capital debe haber, por supuesto, capitalistas, es decir, personas que amasen ese capital y creen una ilusión de poder, llamada por ellos El Poder. El esquema no es nada complicado, básicamente porque el poder económico por sí solo es algo vacío, no significa absolutamente nada si no se traduce en dominio ideológico. En caso de no tener lugar este dominio ideológico, sencillamente se apela a un poder menos sutil: el poder bélico oculto tras la amenaza de una guerra o de una invasión.

 

En principio, todas las guerras se libran por motivos económicos, es decir, para apoderarse de riquezas naturales, animales o minerales en determinado territorio, esté donde esté, usando el poder simbólico del capital representado en el dinero, pues el papel moneda en sí mismo no vale nada si no puede comprar algo, aun cuando ese “algo” a adquirir sea superior o valga más de lo que el dinero representa (valor de cambio contra valor de uso, ya lo explicó Marx): se empieza por los alimentos, (lo más importante)—y luego vienen otras necesidades básicas: vivienda, ropa y otras fuentes de sobrevivencia o energía: agua, electricidad, gas, gasolina y demás metales o materiales derivados que hacen posible viviendas,  iluminación, carreteras, transportes, enseres domésticos y herramientas de trabajo, desde un simple clavo o martillo hasta una sofisticada computadora.

 

La aparente simpleza de este esquema oculta, sin embargo, una gran complejidad, debido a la voluntad de dominio que han mostrado determinados países. Si bien es verdad que esta voluntad de dominio ha sido una constante en la historia de los pueblos, se suponía que con la aparición del concepto occidental de civilización tendría que aparecer también el concepto de justicia y con éste el concepto de libertad. El primero daría origen a las leyes y el segundo a la moral. En teoría, si un país se rige por unas leyes bien formuladas y está guiado por una moral, ello daría lugar a la paz y a la sana convivencia; con una rectitud moral no tendría por qué haber problemas de entendimiento entre ciudadanos. En este sentido, la civilidad sería la capacidad que tenemos los ciudadanos –impartida a través de la educación--- para convivir atenidos a unas leyes comunes, válidas para todos en igualdad de condiciones. Por supuesto, esta igualdad puede ser utópica –como a la que aspira este artículo— y aplicable según las normas morales de cada país, de acuerdo con su cultura y sus tradiciones.

 

Estoy siendo elemental en la descripción sólo para mostrar cómo sería posible la convivencia en el mundo si nos guiáramos y practicásemos leyes justas y una moral recta, sensibilizados por las enseñanzas del arte y los adelantos de la ciencia. En este sentido, el intercambio de bienes (objeto de estudio de la economía) no tendría por qué ser un problema, o mejor dicho, sería un problema menor, si nos sinceramos y definimos la existencia humana como un gran problema o dilema a resolver. No es que no se haya intentado desmontar el esquema con mejores opciones, a través de las Revoluciones: la revolución francesa, la revolución china, la revolución rusa, la revolución mexicana, la revolución cubana o la revolución venezolana; o a través de ensayos comunales, socialistas aquí y allá, sin que hayan podido vencer el antiguo esquema basado en complicidades automáticas guiadas por el dinero, el cual apela a las más elementales ambiciones humanas, por encima del bienestar común.

 

Los gobiernos seculares de occidente, guiados por su voluntad de dominio, construyeron naciones poderosas pensando en imperialismos regidos por ideas de reyes todopoderosos, que se creían encarnaciones divinas o mensajeros de la voluntad de los dioses, lo cual dio origen al absolutismo y luego a los totalitarismos, formas de gobierno que causaron en el planeta las más feas aberraciones sociales: la esclavitud, la humillación y explotación del hombre por su semejante no sólo en Europa, sino también en Egipto, China, Japón, India y otras naciones orientales.

 

Occidente y Oriente generaron su vez culturas extraordinarias, un arte que creó una sensibilidad estética y religiosa asombrosa, plasmada en la riqueza de sus expresiones, acervo que contiene, de hecho, las claves de la superación moral y espiritual del planeta si lo sabemos desentrañar.

 

Sin embargo, era difícil imaginar que todos estos imperios mundiales, después de haber llegado a un alto grado de refinamiento, fueran a declinar y decaer de modo tan aparatoso, como ocurrió con el imperio egipcio, el imperio romano o el imperio chino, los cuales sirvieron de modelos a imperios posteriores durante las llamadas alta y baja Edad Media, como el imperio inglés, francés, español o portugués, y después su apoteosis: el imperio norteamericano. Pocos imaginaron que de todas esas cenizas se iba a erigir el imperio alemán a comienzos del siglo veinte (Hitler), inspirado en nuevos símbolos del nacionalismo exacerbado heredados del fascismo italiano (Mussolini) generando genocidios horribles como el que se produjo con los judíos, originando entonces nuevas resistencias que, en el caso de los judíos y luego en el de muchos pueblos árabes, dieron como resultado respuestas basadas en ciegos fundamentalismos.

 

Justamente, vivimos hoy una pugna constante entre los distintos fundamentalismos e imperialismos modernos, generados por una voluntad de poder que está destrozando al planeta. Se usa la tecnología, por ejemplo, para el espionaje, dominio y control de los ciudadanos, o para intervenir su vida privada y luego vender esa información, más que para el progreso y la superación individual o compartida. Se usa a la máquina y a los artefactos tecnológicos para sustituir la fuerza elemental humana para el trabajo, bajo el pretexto de ahorrar energía o bajar los costos de mano de obra, desplazando así al trabajador. Poderosas compañías capitalistas dañan el aire, los ríos, los mares y la tierra para acelerar procesos de crecimiento artificial, a través de químicos. Nunca antes se había agredido tanto a la tierra y la naturaleza, sólo para ganar dinero y aumentar unas ganancias desorbitadas. Y todo ello se lo debemos a este simple esquema del capitalismo “avanzado”, un esquema demoledor que está teniendo resistencia en todos los movimientos sociales y ecológicos serios en el mundo.

 

En estos momentos cruciales de la humanidad se están poniendo en evidencia los aspectos más inhumanos y desastrosos de este esquema. Está en nosotros buscar nuevos modos de organización para detener este desastre. Cuando digo nosotros, digo sobre todo los países de la América latina (incluyendo a Brasil y México), países que hasta ahora no hemos invadido a nadie ni nos erigimos en jueces de nadie; tampoco nos creemos con la razón por anticipado ni sojuzgamos a nadie. Sólo nos hemos defendido de viejos y nuevos imperios que han intentado, a toda costa, someternos y colonizarnos.

 

© Copyright 2017 Gabriel Jiménez Emán

 

https://www.alainet.org/es/articulo/183454
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