La ficción de Obama: constitución, valores y democracia

16/01/2017
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Obama pronunció su último discurso presidencial en la ciudad de Chicago, eludiendo toda referencia a sus “promesas” de campaña, tanto como un necesario balance escrupuloso de sus dos períodos de gestión. Su objetivo no era rendir cuentas a la ciudadanía. Contrariamente, concentró su perspectiva en “la democracia”, una única posible y ya dada, simplista y mistificada, una vez que fue vaciada de todo contenido participativo concreto y sustento distributivo de poder. Hasta se permitió atribuirse conquistas económico-sociales, gracias a cuya ausencia práctica se explica parcialmente el crecimiento del atractivo electoral que conquistó Trump.

 

Pero en medio de toda una larga ristra de lugares comunes de la ideología hegemónica y de axiomas del statu quo, histriónicamente declamados al modo de las exposiciones “coucheadas” de las “charlas TED”, encuentro un mérito particular -y recuperable en una dirección inversa- en el énfasis metodológico que vincula las instituciones políticas, sus prácticas y los valores que la sustentan. Esa suerte de referencia machacona que nunca debe excluirse del éxito político-electoral, aún con sus más evidentes mistificaciones y hasta absurdos. Recuerdo que el historiador inglés Perry Anderson se preguntaba en una visita a mi facultad a fines de los años ´80, cómo había sido posible que los neoliberales impusieran una ideología tan perjudicial a los intereses materiales de las mayorías contra la ideología del Estado de bienestar, algo impensable sin persuasión ni consentimiento en las masas. Su respuesta fue sencilla y contundente: por la coherencia interna de sus formulaciones y la persistencia en sus creencias y valores, ideológicamente traducidos en recetas económicas y autoritarismo político.

 

En otros términos, la tarea de poner en tensión y confrontar las ideologías con datos empíricos y marcos teóricos alternativos, debe complementarse con la explicitación de valores y principios. La identificación de éstos con las instituciones, no debe impedir un examen crítico de estas últimas, o más precisamente preguntarles si en su origen fueron capaces de expresar tales valores y si, en el transcurso de la historia, aún los siguen expresando. Es importante tanto para la crítica de las instituciones cuanto para el diseño de contrainstituciones, ya sea en virtud de nuevos valores o por la incapacidad de las vigentes para encarnarlos. Por ejemplo los ideales libertad, igualdad y fraternidad que nutrieron los orígenes de la modernidad en Francia, encuentran límites infranqueables para desplegarse en las sociedades capitalistas poniendo además en tensión la propia idea de estados-nación. Es indispensable concebir y poner en marcha modelos superadores de organización social que lleven estos ideales -si es que se conciben como tales- a un nivel de realización concreta, en vez de negarlos y contradecirlos en la práctica social concreta. Así lo concibieron los muchos revolucionarios del siglo XIX cuando pergeñaron las diversas concepciones socialistas y comunistas. Como superación de la negación práctica de valores abstractos.

 

Pero para no ir tan lejos en los objetivos, traigo a colación esta reciente expresión de ideologismo político-comunicacional porque la juzgo metodológicamente significativa para el trabajo de revisión y reformulación de valores y principios que el Frente Amplio uruguayo (FA) tiene pendiente en el cuarto intermedio de su último congreso, vigente hasta el otoño austral. Fundamentalmente a través de la negación y la deconstrucción de la trama ideológica que lo sustenta, con vistas no sólo a concebir instituciones alternativas sino también una ciudadanía más crítica y menos vulnerable a las seducciones ideológicas y al sentido común dominante. Capaz de oponer valores alternativos a los dominantes y ejercer resistencia a la hegemonía, cualquiera ésta sea.

 

En un entorno complaciente y entrenado para el aplauso inmediato, Obama no se despidió de sus electores sino de su público, sumando un dominio de la escena televisiva que mostraba ya antes de ser electo, pero que perfeccionó con inigualable solvencia en sus ocho años en la presidencia. Resultó ser mejor actor que Reagan, sin haber hecho cine, ni haberse disfrazado de cowboy. Y no sólo para impacto en su medio local, sino inclusive internacional, haciendo uso de un inglés que sin perder acento norteamericano, resulta fácilmente comprensible para cualquier conocedor medio de la lengua, sustituyendo el corte del final de las palabras por una leve caída de la entonación de voz. La actual video-política o lo que otros autores denominan “living-room democracy”, con su “representación simbólica” massmediatizada y sus manipulaciones de imagen, deben verse como formas epocales del sistema representativo pero no como transformaciones sustanciales de él, lo que no significa restarles importancia. Por eso creo que es vital que la crítica que formulemos a las instituciones vigentes y los valores con que sustentemos alternativas, no debe detenerse en la fenomenología de época, sino en la concepción de la representación en sí misma. En otros términos, no basta con una crítica al ciudadano-elector que al modo del televidente va haciendo zapping entre diferentes canales u opciones electorales para ir reduciéndolas hasta decidirse por prestar alguna atención a algo. Esto resulta particularmente importante para el debate que el FA debe darse sobre el capítulo V del documento de valores y principios, justamente para contradecir raigalmente esta dinámica.

 

Los cimientos valorativos sobre los que Obama monta su actuación, no difieren prácticamente de los que formularon el filósofo político John Locke en materia de organización política y de Adam Smith en la vida económica, en cuyos homenajes habrá que recordar que lo hicieron en el siglo XVII el primero y XVIII el segundo, sin couchers ni guionistas. Por un lado, apeló a la idea judeo-cristiana de que en tanto “hijos de Dios”, todos somos iguales y poseemos derechos naturales inalienables, como la vida, la libertad y la felicidad, que es casi idéntica al fundamento de la propiedad privada que realiza Locke en su “Segundo tratado sobre el gobierno civil”, cuando luego, apoyándose en el trabajo, justifica la propiedad en la transformación del regalo divino que constituye la naturaleza, común a todos los humanos. Pero como en el caso de Obama su continuidad argumental podría advertir al público de cierta inconsistencia empírica de la vinculación entre trabajo y propiedad (característica notoriamente escindida en la sociedad por él presidida, ya que los trabajadores son los desposeídos, mientras los propietarios no precisan de trabajo alguno) le dio un giro algo más smithiano. Por ejemplo cuando alude a la “la libertad de perseguir nuestros sueños individuales a través de nuestro sudor, trabajo e imaginación, y el imperativo de luchar juntos para lograr un bien mayor”.

 

Sin embargo, más allá de esta absurda perorata que culmina precisamente con la exaltación del mayor de los obstáculos para el ejercicio y disfrute hasta de los propios derechos naturales, como resulta la libertad de mercado, acierta en expresar enfáticamente la relación entre valores, prácticas y la constitución, particularmente útil en lo que al debate pendiente en el FA respecta. Para Obama, la constitución carece de poder en sí misma, es sólo un pedazo de papel: “Nosotros, el pueblo, le damos el poder con nuestra participación, y las decisiones que tomamos”. Que alguien que adoptó decisiones cardinales (entre las que se cuenta la vida y muerte de miles y hasta de millones) en un círculo estrechísimo de decisores mayormente anónimos, que no siente la menor exigencia de rendir cuentas por ellas, utilice la primera persona del plural, da cuenta de la incapacidad institucional de encarnar los valores declamados. Pero también la necesidad de reiterarlos a fin de no poner en riesgo la continuidad de la ficción representativa, con la que culmina su intervención. La que por un lado sostiene la utopía liberal de organización de la vida económica en la confianza ciega en el mercado y por otro reclama exclusivamente fe y confianza en depositarla en la representación. En sus palabras: “Les pido que crean (...) que se aferren a esa fe escrita en nuestros documentos constitucionales”.

 

Una concepción liberal y fiduciaria de la representación que requiere permanente renovación de los votos de fe porque “los logros de nuestro largo camino hacia la libertad no están garantizados”.

 

No es tarde para retomar debates y repensar una transformación política radical tanto de las organizaciones de izquierda y progresistas, cuanto de las futuras constituciones que aseguren algo más sustantivo que migajas de una torta en descomposición.

 

Emilio Cafassi

Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, cafassi@sociales.uba.ar

 

Publicado en La República 15/1/2017

https://www.alainet.org/es/articulo/182857
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