Cien años de fútbol de altura con altura

09/06/2016
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A

El fútbol llegó a las minas del sur boliviano con la ampliación del ferrocarril para la fuga de los minerales y su industrialización en Europa. Una vía, hacia el puerto de Arica en Chile, hacía entronque en Uyuni, reconocido ahora por su salar y la inconmensurable riqueza del litio. La otra vía, camino a la Argentina, pasaba por importantes poblaciones coloniales como Atocha, o de destacada participación en las guerrillas que sellaron la independencia de Bolivia como Tupiza, para converger en la población fronteriza de Villazón. En medio de estas poblaciones y acompañando por los bordes el recorrido de las rieles, la Patiño Mines y la Compagnie Aramayo, ambos emporios mineros de capital boliviano, se disputaban espacios para extraer el bismuto, el estaño, el wolfrang y la plata regados en tentáculos por los farallones del gran macizo Chorolque, de las minas de Chocaya, de Tasna, de Tatasi, Portugalete, Oploca y San Vicente, que junto con Telamayu y Quechisla conforman el complejo minero del sur boliviano, edificado sobre las ruinas de una herencia colonial que se llevó todo y no dejó nada más que el desafío de descolonizarse para ser país.

 

Eran tiempos de la minería en manos de los “barones del estaño”, cuando un 6 de junio de 1916 –¡¡hacen ya cien años!! – los habitantes del pequeño oasis-valle Quechisla, fundan el Club Deportivo y Cultural Los Andes, referente del deporte y las artes en ese rincón patrio. Bolivia se recuperaba recién de la injusta pérdida de su salida al Pacífico, y empezaba a mirarse hacia adentro y mirar el horizonte desde la majestuosidad de la Cordillera Real de Los Andes, coloso al que el Club Los Andes le debe su nombre y le dedica sus colores celeste (como el cielo) y blanco (como la nieve eterna).

 

Con la nacionalización de las minas, el año 1952, se tejió la unidad de los centros mineros del sur con los del norte y los del centro y de éstos con el país y el mundo, a través de sus emblemáticas radioemisoras que crearon en la práctica el paradigma de la comunicación alternativa. Pero la integración se dinamizó también con intercambios artísticos y deportivos que visibilizaban la cotidianeidad minera junto con su fortaleza revolucionaria escrita en páginas de gloria de sus sindicatos, artífices del poder dual que materializó las nacionalizaciones y reformas de un país que se devolvió su derecho a decidir por sí mismo.

 

No importaba si eran muchos o pocos los minutos de demora. La pregunta al llegar a la cancha de fútbol no era la universalizada habitual: ¿cuánto van?, sino la naturalizada por la costumbre local: ¿cuánto va ganando el Andes?, o mejor dicho, ¿cuánto vamos ganando?, en una expresión de la conversión en identidad colectiva de los sentipensamientos múltiples de los habitantes de Quechisla, pedacito de cielo puesto en la tierra, y sede administrativa del  complejo minero Consejo Central Sud perteneciente a la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), al sur del mítico cerro rico de Potosí.

 

El fútbol se desenvolvía en las dialécticas locales de cada campamento minero con rivalidades que duraban tanto como los noventa minutos de un partido de fútbol, en una especie de alto en el camino de sociedades profundamente amistadas y emparentadas. Los partidos eran sencillamente monumentales por la calidad de sus equipos, por la energía de sus hinchadas expresadas siempre al borde del fanatismo, y por las características inigualables de los campos deportivos ubicados cada uno más arriba del otro, para un deporte de altura con altura. En las minas del sur boliviano, desde los 2.500 metros de Quechisla, al Club Los Andes le tocaba subir a los 3.600 de Telamayu o hasta los 4.200 de Ánimas, o escalar a los 4.800 de Santa Bárbara, para inolvidables partidos adosados de garra, técnica, dinamita y amor a la camiseta entre equipos tan bravos y tan buenos, que convertían cada triunfo en una meritoria conquista. Pasados los noventa minutos de furia incontenible, la amistad y el hermanamiento seguían siendo la mejor reliquia de un deporte asimilado como catarsis lúdica de una vida enclavada en el sacrificio.

 

A Quechisla solían ir los grandes equipos de Bolivia, donde el Club Los Andes, en una canchita de tierra salpicada de motas de pasto, los derribaba con un fútbol sin complejos, al estilo del descrito por Galeano como aquel “donde aparece algún descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad”. El fútbol minero es un fútbol de fuerza, de garra, de fintas, de vociferación, de emancipación, de integración y de socializaciones constructivas.

 

Hace años, en la Universidad, me decía un colega de sociología, que no se imaginaba en pantalones cortos y corriendo tras una pelota a los grandes líderes dirigentes de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia. Es que las legitimidades cotidianas han sido siempre secundarizadas por las dinámicas orgánicas de la acción política. Y no es sino con el reconocimiento de la acción comunicativa, que las mentes se van abriendo a reconocer que las historias se construyen también con las vidas en fraternidades, y que la lucha por la hegemonía del poder involucra el día a día de los seres humanos en convivencia introvertida y colectiva. Por los equipos generacionales del Club Los Andes de Quechisla pasaron grandes futbolistas. Varios pasearon su fútbol en clubes del profesionalismo boliviano. Algunos combinaban el fútbol con la lucha sindical. Y otros, muchos otros, que pudieron pero nunca salieron, marcaron historia en los torneos locales. No sería justo señalar nombres, que además no me los sé, porque en poblaciones como Quechisla se crece con el convencimiento que las identidades están definidas en la familiaridad de los apodos.

 

Las minas de la Corporación Minera de Bolivia fueron escenario de las grandes luchas por la dignidad nacional y la justicia social, hasta que los campamentos mineros se vaciaron a mediados de los años setenta del siglo pasado, cuando el neoliberalismo salvaje, a título de capitalización desnacionalizó el país para que las maquinarias de las multinacionales depreden los cerros y los ríos, expulsando a sus habitantes a múltiples otros confines. Los mineros tuvieron que salir y se llevaron consigo sus vidas y sus instituciones que se multiplicaron tanto como sus residencias. Así es por ejemplo que el Club Los Andes, que fue uno en Quechisla, es ahora muchos otros Andes, tantos como la bifurcación de los hábitats de sus pobladores. Y ésta será sin duda una de las principales características de su centenario: el Club Los Andes vive en miles de corazones y en decenas de lugares que algún día volverán a juntar sus partes.

 

Los centros mineros son también escenario de festividades sincréticas de la raíz indígena y la cotidianeidad obrera; de la convivencia entre la vida y la muerte; entre la oscuridad del socavón y la luz del sol radiante; así como de la alegría y la (des)esperanza que obnubila los horizontes. La fiesta, como el trabajo, es parte constitutiva de una identidad en permanente construcción. Reconocidas orquestas nacionales e internacionales amenizaban estas sintonías con los abigarramientos sociales, históricos y culturales de los centros mineros. Cuentan que en uno de los aniversarios del Club Deportivo y Cultural Los Andes, los habitantes de Quechisla se salieron del libreto de la orquesta para cantar y danzar un ritmo cuya melodía no se enunciaba en los instrumentos musicales, sino en las fibras de los corazones. Era, y es, imposible no conmoverse con el “Celeste, si quieres celeste que te cueste / Hincha serás de Los Andes, aunque la vida te cueste…”. Tan empático es el ritmo, que la orquesta musical que de concertista pasó a espectadora, hizo de esta canción el himno popular de uno de los más representativos clubes de Bolivia. Los Andes de Quechisla nunca reclamó su derecho de autoría, pero tampoco olvidó que esa es la expresión expansiva de un pueblo sin fronteras que sigue viviendo en muchos otros espacios y en muchos otros recuerdos imperecederos, como los que saliéndome del libreto académico me inundan para escribir esta nota desde Quito, la Mitad del Mundo, atado a los recuerdos de Quechisla y de Bolivia, para rendir homenaje a los Cien Años del Club Deportivo y Cultural Los Andes.

 

- Adalid Contreras Baspineiro es sociólogo y comunicólogo. Ex Secretario General de la Comunidad Andina (CAN). Nacido en el centro minero de Quechisla, Bolivia, radica en Quito, Ecuador.

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/178024
Suscribirse a America Latina en Movimiento - RSS