El continente de la esperanza

01/06/2015
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Bogotá, 1ro de junio de 2015. Se suele llamar a América Latina “el continente de la esperanza”: no porque todo haya funcionado muy bien, sino por el modo cómo hacemos frente a nuestros problemas, cómo miramos al pasado y al futuro, cómo vivimos la vida. La esperanza es parte de nosotros mismos.

 

En medio de las realidades duras que vivimos en la región, tales como la pobreza, la exclusión, la discriminación, brotes de represión política, la violencia, el analfabetismo, la destrucción ambiental, etc., la esperanza siempre nos hace un guiño. Por lo que siempre encontramos también tiempo para el humor, la alegría y la felicidad. Siempre hallamos algún pretexto para la fiesta, el carnaval, la celebración.

 

¿Esto significa que estamos enajenados o somos superficiales?

 

Vale subrayar que la alegría nunca se ha desarraigado de nuestros países, nuestros hogares y nuestros corazones. Se mantuvo en los barcos negreros, en las comunidades indígenas y en las filas de los colonizadores. Se conservó en el paso de la colonización a la independencia. 

 

El catolicismo aprendió en nuestra región que la religión puede ser un motivo de celebración y que la fe debe ser cantada y bailada. Que no es necesario dejar de ser negros para ser católicos. En Haití, Brasil y Cuba el catolicismo ha bailado al ritmo del vudú, del candomble y de la santería.

 

Hasta hoy día seguimos bailando y celebrando la vida, apostando por ella. América Latina continúa sonriendo a la vida. Los ideales de libertad, igualdad, democracia, etc., no son abstractos (proclamados en una declaración o un libro), sino que se comprenden como ingredientes fundamentales para hacer más llevadera la vida, más alegre la existencia. Por lo tanto, en las protestas callejeras, se canta la libertad; la democracia se convierte en estribillo de los movimientos sociales y populares; la denuncia se baila y las demandas de justicia se vuelven temas musicales.

 

En este sentido, la migración no es un abandono o el resultado de la resignación o de un fracaso, sino una búsqueda: la de mejores condiciones de vida. Cuando mueren nuestros migrantes en sus trayectorias (por ejemplo, en el mar Caribe o en el paso de la muerte en México), queda claro que mueren “buscando la vida”. Que no es un suicidio, sino el precio pagado por querer mejorar la vida.

 

Las narrativas que tejen nuestro diario vivir en el “continente de la esperanza” están marcadas por la música, la danza, el arte y un gran plexo de manifestaciones culturales que expresan los hermosos colores de la vida. La diversidad, de la que somos hechos y que en gran parte somos, nos ha permitido adoptar una mirada rica que sabe ver e interpretar los aconteceres de la vida en su complejidad. Uno de los recursos que nos ha ayudado a vivir con filosofía las tragedias (desde luego, sin dejar de sufrir y sentir dolor) es justamente el humor. Reímos de nuestras tragedias y de nuestros dolores.

 

Cuando en la casa no hay pan o después de una tragedia, por ejemplo los huracanes, el terremoto o la muerte de un ser querido, una broma levanta el ánimo. Una sonrisa contagia las caras, y los rostros se ven transformados. De este modo, la vida se va sanando y recosiendo.

 

La historia no es lo que se escribe en los libros: es lo que se cuenta en las noches. Es un insumo para la imaginación. Un recurso para los espíritus creativos. Un tema para los literatos, los músicos, los artistas, etc.

 

Por ejemplo, la salsa es una historia (por ejemplo, la de nuestros latinos en Nueva York) que se canta y se baila. La novela parte de una historia banal o de un lugar insignificante que se vuelve pieza maestra de la imaginación: Macondo es América Latina y la humanidad, bellamente transformadas en novela. La danza es un discurso del cuerpo que se articula al ritmo de un tiempo a la vez histórico y mítico: es la sabiduría de los indígenas hecha cadencia. 

 

Al hilo de estas maneras de ver la vida, cantar las penas, narrar nuestras identidades y escribir la historia, se escurre el alma de nuestros pueblos.

 

Con razón los escritores del real maravilloso e incluso los del realismo mágico decían que nuestra región es maravillosa y mágica “naturalmente”. Que no había que inventar, sino saber identificar y usar la magia de nuestros pueblos, las maravillas de nuestras culturas y los vuelos de nuestra imaginación en la realidad.

 

En nuestras maneras de nombrar las cosas, representar la realidad y vivir la vida, hay maravillas. Nuestros lenguajes son una piedra filosofal. Nuestras culturas son una varita mágica.

 

Somos una rica mezcla de ritmos, ritos, lenguas, culturas, etnias, etc. Cuya resultante está llena de vida y de esperanza. Negros, indígenas, occidentales (españoles, franceses, portugueses, británicos, etc.) y otros componentes de nuestras culturas han hecho (con violencia, en muchos casos) de nuestra región el rostro más emblemático de la diversidad, del mestizaje, del sincretismo.

 

Esto representa una fuente inagotable de esperanza para un mundo que paradójicamente, mientras se hace cada vez más abierto, se vuelve más cerrado. Abierto a las cosas, a la circulación de los bienes, a la movilidad del capital. Cerrado a la acogida de lo otro (por ejemplo, otras maneras de ver, otras culturas, epistemologías, religiones) y de los diferentes, a todo aquello y aquellos que no son parte de “lo mismo”. Se refuerzan en muchas partes de nuestra región y del mundo en general el repliegue “identitario”, la xenofobia, el racismo, la discriminación.

 

Sin embargo, la esperanza nos hace un guiño. Nos invita a vivir nuestra diversidad como una riqueza. A pensarnos como miembros de la misma región e incluso de la humanidad. A sentir el dolor del otro “diferente” como si fuera nuestro “propio”. A alejarnos un poco (de vez en cuando) y enajenarnos de lo nuestro propio para acercarnos y aproximarnos a lo ajeno diferente.

 

La esperanza nos hace un guiño para que narremos cada vez más la hospitalidad, acogiendo a los migrantes y a los otros diferentes. Para que reconozcamos que somos diversos y que estamos llamados al diálogo y al compartir para enriquecernos mutuamente y erradicar la exclusión, el odio y la violencia.

 

Hospitalidad u hostilidad: he allí la cuestión. La esperanza vendrá de la hospitalidad, mientras que la hostilidad nos seguirá llevando a la desesperanza y la desesperación.

 

Wooldy Edson Louidor, profesor e investigador en la Pontificia Universidad Javeriana

https://www.alainet.org/es/articulo/170016
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