Enterrados
12/09/2010
- Opinión
La naturaleza suele responder violenta y peligrosamente ante intromisiones, particularmente cuando están desprovistas de resguardos y acumulación de conocimientos. Lo sabemos por muy diversos aunque convergentes caminos teóricos, pero sobre todo, por la corroboración empírica que las víctimas ratifican. Sin embargo atrae con el irresistible encanto de sus misterios a los muchos que la exploramos, ocasionalmente o no, con intensa curiosidad.
En lo personal, por ejemplo, cuando tengo oportunidad y recursos, es decir, infrecuentemente, me sumerjo en mares para observar, fotografiar y alimentar tiburones y otros predadores. Por debajo de los 30 o 40 metros los riesgos se potencian geométricamente aunque las computadoras de buceo y otras tecnologías recientes progresen para mitigarlos. Pero hay quienes, inversamente, se orientan hacia arriba. El fotógrafo uruguayo Ignacio Guani recorrió su país a no más de 150 metros volando un precario parapente motorizado, según consigna la prensa. Muy baja altura como para afrontar emergencias y planificar alternativas de aterrizaje, sin radares que lo monitoreen, ni torres de control y sin siquiera un compañero con handy en tierra. Nadie nos obliga a enfrentar peligros. La curiosidad, la necesidad de adrenalina, la aventura o lo que sea, lanza diariamente a miles de aficionados o pioneros de la más diversa laya y especialidad, a transitar por la delgada frontera entre la vida y la muerte. Pero estas líneas no se referirán a la humana vocación aventurera y sus asechanzas.
Desde hace algo más de un mes, 33 trabajadores mineros viven enterrados a 700 metros bajo la roca, a causa de la violenta inseguridad de las condiciones de subsistencia y del chantaje que supone su inestable y precaria resolución a través de la subsunción laboral. Sólo se proponían poder alimentar a sus familias, aunque su riesgo resultara muy superior al de los más audaces buzos, alpinistas, espeleólogos o paracaidistas. Están bajo una tierra chilena inhóspita y oscura que siempre tiembla y amenaza hasta los conductos capilares por los que hoy se ha conseguido enviarles insumos vitales básicos. Baten un record, pero ellos no eligieron esa competencia, ni disfrutarán de la inscripción en el Guinness. El sentido común dominante, en una verdadera muestra de prestidigitación ideológica soez, hasta les atribuye buena suerte porque su supervivencia era casi imposible. Sin embargo no los llevó hasta allí la aventura sino el terror a no poder subsistir en el capitalismo, para lo cual ponen, paradójicamente, en riesgo continuo, su propia vida.
Bajaron para subir oro y cobre para otros, no para sí. Bajaron para sobrevivir quedando al límite de su preservación. Fue, insistimos, la violencia de la incertidumbre la que los enterró en el socavón sin salida, la que les tendió la trampa mortal que hoy todo Chile trata de desmontar a fuerza de tubitos, sondajes e ingeniería geológica. El trabajo al que acudían cotidianamente es mitad tumba, mitad empleo. La mitad de la que definitivamente se trate, dependerá, ahora sí, del azar que la ruleta rusa de la exacción descontrolada de la naturaleza les depare.
La mina San José era un yacimiento privado de la región chilena de Atacama que estuvo cerrado algún tiempo, pero en 2008, a partir de la suba del valor del cobre, fue reabierto en condiciones absolutamente precarias e inadmisibles desde las más elementales exigencias actuales de higiene y seguridad industrial. Un mes antes de la última tragedia que tiene enterrados a los 33 trabajadores, a principios de julio, un derrumbe más pequeño atacó a un minero que le aplastó la pierna. En esos casos las soluciones son simples y efectivas: se corta in situ. Por semejante “incidente” la mina estuvo cerrada durante dos semanas solamente y reabrió sin alterar esencialmente nada de su infraestructura de seguridad con una multa de módicos 6.000 dólares. Pero no es algo exclusivamente reciente para ese emprendimiento: en 2004 esta mina estuvo parada por un derrumbe que causó la muerte de Pedro González. Se reabrió al año siguiente, pero a fines de 2006 falleció Fernando Contreras, un chofer, y después, en enero 2007, tuvieron que cerrarla porque Manuel Villagrán Díaz, estudiante universitario y ayudante de geólogo, murió aplastado. No faltará quién apele ideológicamente a la expresión “accidentes” para reforzar la alegoría casuística. Los 33 mineros de ahora podrían haber salido por sus propios medios, luego del primer derrumbe, a través de una chimenea que es un tubo de ventilación que también actúa de salida de emergencia. Llegaron hasta él sin problemas, pero faltaba la escalera de escape. La falta de esta elemental medida no era una novedad ya que un informe de la Dirección del Trabajo de Copiapó (ciudad en cuyo entorno se encuentra la mina) del 9 de julio (casi un mes antes de la tragedia) informa del incumplimiento de ésta y otras normas básicas de seguridad. Resulta elocuente que para los empresarios, sus trabajadores, al modo en que Galeano ironiza en el poema “los nadies”, cuestan menos que la bala que los mata.
Pero el fenómeno excede a esta empresa en particular y adquiere características generalizables en la relación capital-trabajo del sector extractivo en general y minero en particular de aquella zona y por lo tanto resulta de extensa implicancia social y política. La vecina Minera San Esteban tiene tres muertos en su haber al igual que Minera Carola. Punta El Cobre incluso las supera con decesos permanentes de forma regular aunque no he podido precisar las contradicciones de las fuentes. Según el secretario del sindicato de trabajadores de San José, Javier Castillo, en lo que respecta a la mina de la tragedia, “desde 2003 los empleados han denunciado las peligrosas condiciones de trabajo”. Sólo en la zona de la mina se calcula que hay más de 10.000 trabajadores que viven de esta actividad en pequeños yacimientos similares e igualmente tenebrosos. José Rojo, que lleva 20 años como minero y cuatro en la mina San José, sostuvo que “les decíamos (a los dueños) que (la mina) se venía abajo, a cada rato había desprendimientos en el cerro. Sabían que iba a pasar. A veces cuando estaba con la perforadora Jumbo tenía que parar porque veía que se me venía encima el techo, retrocedía y al toque caía. El que se distrae pierde porque la perforadora suele provocar derrumbes, entonces hay que estar atento a que caiga polvo o piedras del techo, por eso eran importantes las mallas y el perno, es lo que da tiempo para salir corriendo”, dice. Las zonas más críticas de las minas eran justamente las más ricas en oro y cobre y por ende las más explotadas. A juzgar por el experto trabajador, la causa de los derrumbes es porque, además de no fortificar los túneles, “siempre perforan por el medio y no en zigzag, así dividen el cerro y lo terminan partiendo”. El día del derrumbe no bajó porque su máquina estaba rota. ¿También dirán de José que tuvo suerte en la vida por el desperfecto del aparato que maneja?
Nada es accidental, ni la naturaleza tiene responsabilidad alguna, una vez agredida. No hay nada riesgoso en transitar bajo la tierra ya que lo hacemos cotidianamente en multitud. Bajo el East River o el Hudson en Nueva York, bajo el Sena en París, bajo los morros en Río de Janeiro o los Alpes europeos. Pero esas precauciones no forman parte aún de la permanente negociación entre el capital rentístico minero y el trabajo. La mano de obra extractiva no ha alcanzado el status humano de un pasajero masivo de Buenos Aires a Londres. Sólo la repercusión internacional explica que luego de esta tragedia se hayan cerrado provisionalmente 1500 emprendimientos mineros privados por falta de seguridad.
Además de muy deseable, existen esta vez probabilidades ciertas de que estos 33 trabajadores logren ver la superficie por la inédita organización externa e inversión en su salvataje. No deja de ser paradojal que la ultraderechista coalición de la Unión Demócrata Independiente (UDI) y Renovación Nacional (RN), encabezada por el multimillonario Piñera sea quién ejecute el rescate y reivindique a los explotados, cuando su programa político se propone hacer más miserable aún la vida de los trabajadores. Es que por la repercusión mediática la tragedia se convirtió en un muy buen negocio político que combina narrativas televisivas desde Lost a Gran Hermano. Según la consultora Adimark, la subida de Piñera “es la mejor evaluación obtenida en los casi seis meses que completa en el gobierno”. El inexperto ministro de minería Laurence Goldborne, que al día siguiente del derrumbe ya casi los daba por muertos, se convirtió de desconocido en una estrella tinellistica de la política.
Pero más allá de cálculos videopolíticos, el gobierno se vio acorralado por el géiser cálido y surgente de la memoria histórica que el pico y la pala de siglos de tradición minera hicieron resurgir de sus vísceras atormentadas. Como bien sostiene el notable escritor chileno Ariel Dorfman en El País (de Madrid, obviamente) “no fue la suerte lo que los mantuvo con vida. Adentro de ellos se encontraba el entrenamiento invisible, el aliento de sus ancestros, que se perpetuaron para murmurarles qué debían hacer para no morir una y otra vez en la oscuridad”. Algo de la dilatada tradición organizativa sindical y obrera, crítica e insurgente, que está resurgiendo desde las profundidades, precipitó un estado de alerta que explica la atención gubernamental que es el verdadero milagro.
¿Hay algo más precario y abandonado laboralmente que los mineros? Los pirqueros: mineros pobres sin patrones que se meten por cuenta propia en minas abandonadas, afrontando peores riesgos aún, para desgajar algún resto de mineral cuando ya no queda casi nada. Sin embargo, no debe haber nada más digno e inmenso que esos excavadores que se ofrecieron a internarse en la mina para rescatar a los treinta y tres con sus picos y uñas, cuando la tecnología no daba resultados y los empresarios y el gobierno comenzaban a darlos por perdidos.
Monstruos de las profundidades, serán tal vez los viejos topos que habrán de cavar la historia que avizoraba Hegel, o como sus antepasados, sus propias tumbas.
- Emilio Cafassi es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
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