La oligarquía chilena contra el pueblo
Un hogar chileno promedio carga una deuda equivalente a casi 75% de su ingreso familiar y ocho veces el total de sus ingresos en un año. Un repaso histórico por las condiciones de vida del pueblo chileno.
- Opinión
De acuerdo al historiador Gabriel Salazar (2019), siendo sujetos de derecho, desde 1600 hasta 1931 (año en que se sancionó el Código del Trabajo), los hombres y las mujeres del pueblo mestizo chileno pudieron ser abusados impunemente en todas las formas imaginables, incluyendo la violación, la tortura y la muerte. Debido a esta situación, vivieron, entre 1600 y 1830 aproximadamente, como vagabundos a pie y a caballo (los hombres), y en miserables rancheríos suburbanos (las mujeres abandonadas). No pudieron, pues, vivir ni en parejas, ni en pueblos. Se llenaron de niños “huachos” y no pudieron ser ciudadanos formales. Reprimidos en todas partes como “afuerinos y merodeadores”, como sospechosos y “enemigo interno”, intentaron convertirse en productores: campesinos, chacareros, pirquineros y artesanos. Como no tenían derechos, en esa condición fueron expoliados salvajemente por los propietarios, prestamistas, molineros, habilitadores, militares e incluso por los “diezmeros” de la Iglesia católica. Desesperados, muchos se fueron a los cerros y a la cordillera, donde se transformaron en colleras, gavillas, cuatreros y montoneros, que asaltaron y saquearon haciendas, fundos y pueblos enteros. El bandidaje rural chileno se extendió desde 1700 hasta aproximadamente 1940. Ni la Policía ni el Ejército pudieron eliminarlos. De todos modos, por la presión excesiva, decidieron, desde 1880, emigrar a las grandes ciudades, las que cercaron con rancheríos y conventillos. La ciudad mestiza llegó a ser tres veces más grande que la “ciudad culta” de la oligarquía. Como ni en el espacio rural ni en el espacio urbano fueron integrados por una economía productiva en expansión (la oligarquía mercantil hizo abortar tres movimientos de industrialización en Chile), el “roto” rural o minero fue reemplazado y multiplicado con creces por el “roto” urbano.
Esto explica el hecho que, cada vez que en Chile se desató un desorden político institucional, las masas mestizas urbanas salieron de su periferia, invadieron y saquearon el centro comercial y a veces residencial de la ciudad. Así ocurrió en Valparaíso, en 1903; en Santiago, en 1905 y 1957, y en varias ciudades del país durante la tiranía militar (entre 1983 y 1987, sobre todo). En todos los casos protagonizaron una “reventón social” que remeció a nivel de pánico la institucionalidad política y la seguridad de la clase dirigente, y abrió procesos de cambio estructural que nunca maduraron del todo.
Las directrices impuestas por la dictadura cívico-militar, tras el golpe de Estado de 1973, se resumen en dos grandes grupos: a) el Estado debería abstenerse de intervenir en la economía y en la provisión de bienes y servicios, y limitarse a hacerlo solo cuando el mercado (y en ocasiones, la familia) no lo hiciera. La política social quedó subordinada a la política económica. Hubo orientación hacia una mayor focalización, por la comprobación de medios, la privatización y la municipalización. Los beneficios sociales se redujeron y concentraron solamente en los sectores más pauperizados de la sociedad, el gasto público social se racionalizó; b) la Constitución Política de 1980 pretendió despolitizar la sociedad, limitar la polarización ideológica y promover el statu quo.
Hasta 1989, los múltiples reventones sociales no habían logrado fraguar con éxito en Chile ninguna revolución social. El modelo neoliberal impuesto por Pinochet ha producido un gran desarrollo transaccional y consumista, pero este desarrollo solo ha disfrazado al pueblo mestizo con un barniz consumista que no ha alterado en nada su marginalidad crónica, su ausencia de identificación profunda con la cultura occidental que tanto ama la oligarquía chilena y su honda rabia por haber sido por siglos un sujeto sin integración total a la sociedad moderna.
En el año 2001, 50 mil estudiantes de enseñanza media salieron a la calle, en el llamado “mochilazo”, para rechazar el modelo neoliberal gritando una consigna revolucionaria: “¡La asamblea manda!”. Esto puede traducirse como “Mandamos nosotros, no los partidos ni el gobierno”. En 2006 salieron a la calle ya no 50 mil en Santiago sino 1.400.000 adolescentes en todo Chile, en las protestas conocidas como el “pingüinazo”; y gritaban lo mismo. El PNUD, que venía observando el proceso desde 1991, diagnosticó: “En Chile está en marcha un proceso de ciudadanización de la política”. En 2011, en esa misma lógica, se movilizaron masivamente los estudiantes universitarios. Desde 2012, lo hicieron las asambleas ciudadanas territoriales en Freirina, Punta Arenas, Aysén, Calama, Chiloé, Pascua Lama, etc.; y en 2018, masivamente, la marea feminista.
La extracción de plusvalía se incrementó rápidamente y llegó a un nivel absoluto, disimulándose detrás de una gigantesca oferta de créditos de consumo, que permitió a los pobres consumir lo que deseaban comprando a crédito las mercancías que dan “estatus” de clase media. Así, según informes difundidos en la prensa, un hogar chileno promedio carga una deuda equivalente a casi 75% de su ingreso familiar y ocho veces el total de sus ingresos en un año.
Las diversas eclosiones sociales alcanzaron un nivel superlativo a partir de octubre de 2019. Este último estallido popular, en términos estrictamente materiales, se explicaría de acuerdo a las siguientes estadísticas que diariamente afectan a la gran mayoría de la población nacional, es decir, a la masa pauperizada:
- Ciertas estimaciones dan cuenta que en Chile el 1% más rico captura cerca del 17% de los ingresos fiscales, mientras que el 10% más rico percibe más del 50% de todos los ingresos. Peor aún, estas cifras parecieran ser estimaciones conservadoras ya que cuando se incluyen las ganancias no distribuidas de las empresas (ganancias retenidas al interior de las firmas) las cifras resultan aún más alarmantes: solo el 1% del país percibe alrededor del 24% de todos los ingresos generados (Top incomes in Chile: a historical perspective of income inequality; 2019).
- El índice Gini de la Región Metropolitana para el año 2017 correspondió a 0,50, levemente por sobre el de Chile (0,49), pero muy por sobre el de otras regiones, tales como la de O’Higgins (0,40), Arica y Parinacota (0,41), Tarapacá (0,42) y Antofagasta (0,43). De hecho, el segundo lugar del ranking de desigualdad en Chile lo ocupan La Araucanía, Aysén y Los Ríos, todas con coeficientes de Gini de 0,47, lo que constituye una diferencia no menor respecto de la Región Metropolitana y del promedio nacional (CIPER; 2019).
- De acuerdo al informe How’s Life (2020) de la OCDE, el 53% de la población chilena está en riesgo de caer en la pobreza si tuviera que renunciar a tres meses de sus ingresos, el quinto país del bloque con el mayor porcentaje y lejos del 36% que promedia todo el grupo.
- Según la ONG Techo, entre los años 2011 y 2019 los campamentos aumentaron en Chile un 22%, llegando a 47 mil hogares y que, tras la crisis social, el número estaría acercándose -en los primeros análisis- a 52 mil familias o más y lo más probable es que en el contexto post Covid-19 esto se va a disparar probablemente a 100 mil hogares.
- Estimaciones de diversos medios señalan que hay 2,5 millones de trabajadores informales, quienes cuentan con escasos ahorros, producto de precariedad laboral y la vorágine de tener que sobrevivir diariamente.
- En cuanto a las viviendas, el 56% de estas en la Región Metropolitana son menores de 70 m2; siendo las tres comunas con viviendas de menor área: María Pinto con 47,8 m2, San Pedro con 48,37 m2 y La Pintana 48,48 m2. En los sectores acomodados, los promedios del tamaño de las viviendas son: Lo Barnechea, 169,1 m2; Vitacura, 154,5 m2 y Las Condes 116,6 m2. Además, de acuerdo a los datos del censo 2017, hay 383.204 viviendas que no cuentan con agua potable.
- La Fundación SOL ha planteado que en Chile hay más personas endeudadas que trabajadores remunerados. Mientras la fuerza de trabajo en Chile es de 8,5 millones de personas, hay 11 millones de ciudadanos mayores de 18 años con deudas. De ellos, 4,6 millones no las están pudiendo pagar… A veces piden nuevos créditos para afrontar viejas deudas. Esto sucede porque la mayoría de esos compromisos financieros son no patrimoniales, o sea, que no son para comprar bienes como una casa o un automóvil, sino para alimentarse, vestirse, pagar cuentas básicas o para educación y salud. La pobreza se mide a través de los reportes de hogares de la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (CASEN). En ella se calculan los ingresos de los hogares, que para la gran mayoría provienen del trabajo, pero también reportan los subsidios del Estado, y el "alquiler imputado". La Fundación SOL concluyó que, si se tienen en cuenta solo los ingresos autónomos, principalmente del trabajo y las pensiones contributivas, la pobreza pasa de poco más del 8,9 por ciento oficial a casi 30 por ciento.
- En cuanto a las pensiones, el modelo fue establecido en 1981, como el primer sistema de capitalización absolutamente individual, durante la dictadura cívico-militar y obliga a los trabajadores a depositar cada mes cerca del 12% de su sueldo en cuentas individuales manejadas por entidades privadas conocidas como Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP). Las AFP invierten en los mercados en busca de rentabilizar sus fondos y obtienen beneficios millonarios, pero no entregan pensiones dignas a los jubilados, que reciben mucho menos dinero del que ganaban cuando trabajaban. En 40 años los fondos privados de pensiones de Chile lograron acumular US$ 200.977 millones, equivalentes al 80% del P.I.B. nacional, con un enorme poder para dinamizar los mercados de capitales más que pagar buenas pensiones. Hoy suman 10,9 millones de afiliados, aunque cerca de la mitad son cuentas activas. A junio de 2020, el sistema entregó una pensión promedio de $195.000 (US$ 250), casi 40% por debajo del salario mínimo de ese entonces (Fundación SOL, 2020).
- En educación, las principales transformaciones del sistema se desarrollaron a nivel institucional, normativo y financiero. En pocos años se generó una transferencia y desconcentración de la administración de los establecimientos educacionales desde el Estado a los municipios, se cambió la forma de asignación de los recursos a las escuelas desde un pago de presupuestos hacia un pago de subvención por asistencia de estudiantes, se propició y fomentó el surgimiento de escuelas privadas con financiamiento estatal y se desmanteló y disminuyó el estatus laboral de los docentes. La lógica de estos cambios apuntó a la construcción de un sistema basado en la competencia y organizado en torno a la idea de mercado educativo. Siguiendo las ideas del neoliberalismo económico de Milton Friedman, los encargados de la revolución tecnocrática generaron transformaciones del sistema que buscaron desarrollar un modelo donde oferentes y demandantes transaran con libertad un bien que se consume (la educación) y se emula así la lógica y funcionamiento de los mercados económicos en el espacio educativo.
Mientras en 1981, cerca del 15 por ciento de la matrícula era privada, en 2010 este número se incrementaba por sobre el 40 por ciento, con la consecuente disminución de la matrícula pública en más de 30 por ciento durante el periodo. Este proceso de privatización se ha visto desarrollado con base en la creación de miles de nuevas escuelas privadas. El crecimiento del sector privado ha generado una segmentación socioeconómica de los establecimientos, ya que los establecimientos públicos tienden a concentrar a los estudiantes vulnerables, mientras que las escuelas subvencionadas incluyen a estudiantes de nivel medio-bajo, medio y medio alto, y las escuelas privadas atienden a los estudiantes de la élite. En esta línea, se ha comprobado que, en términos socioeconómicos, la segregación entre escuelas se produce desde los primeros años de escolaridad, en magnitudes elevadas y estables a través de los distintos años del ciclo escolar. Por otra parte, se ha indicado que la segregación académica entre escuelas es muy elevada en la enseñanza media.
El Ministerio de Educación, además, dio la instrucción de que se debían realizar clases virtuales a raíz de la pandemia de Covid-19; no obstante, el 40% de los estudiantes no tiene acceso a internet en sus domicilios.
La educación universitaria fue gratuita en Chile hasta 1981, cuando la dictadura simplificó los requisitos para la creación de universidades privadas. Estos centros se multiplicaron hasta superar los cuarenta en un esquema de mercado en el que tenían libertad para fijar el valor de sus matrículas. Al mismo tiempo, se redujo el aporte estatal a las universidades públicas ya existentes, que también comenzaron a cobrar las matrículas a los estudiantes como una manera de mantenerse competitivas. El resultado actual de ese modelo es una amplia oferta de universidades privadas de dudosa calidad y matrículas carísimas, que obligan a los estudiantes a pedir créditos avalados por el Estado para financiar sus estudios. Esto lleva a que muchos universitarios se titulen y empiecen a trabajar, pero pasan los primeros años de su carrera laboral pagando deudas con los bancos.
- En lo tocante al sistema de salud, los trabajadores deben cotizar en Chile por lo menos el 7% de sus remuneraciones en planes de salud y pueden elegir entre hacerlo en el sistema público, el Fondo Nacional de Salud (Fonasa), o en el privado, sustentado por las Instituciones de Salud Previsional (Isapres). Unos 14 millones de trabajadores están afiliados a Fonasa, muy criticado por los pacientes por la mala atención en los hospitales, largas esperas para obtener una cita médica, incluso en urgencias, y las malas condiciones de los establecimientos.
Un cambio significativo en la política de salud de Chile se produjo también a comienzos de la década de 1980 cuando se dio un fuerte impulso a la atención médica privada. Se crearon las Instituciones de Salud Previsional (Isapres), intermediarias financieras para la atención médica sobre la base de un impuesto sobre los salarios. Las Isapres, que cubren a las personas de mayores ingresos, ofrecen planes más caros y con coberturas más bajas a las mujeres y los ancianos. El sistema de Isapres, que cubre alrededor de 15 por ciento de la población, se ha caracterizado por serias restricciones de acceso al sistema, multiplicidad de planes de atención variable pero alto costo para quienes han optado por afiliarse al mismo, incremento anual inconsulto del costo de los programas de atención y desmesuradas ganancias corporativas.
Asimismo, Chile tiene una situación muy deficitaria de médicos y enfermeras, de camas hospitalarias y de medicamentos genéricos, como lo revelan datos de la OCDE: en comparación con los países integrantes de esa organización, Chile muestra un menor número de médicos (1,7 x 1.000 hab.) que el promedio de los otros países (3,2 x 1.000 hab.), menor número de enfermeras (4,2 x 1.000 hab. versus 8,8 x 1.000) y menor tasa de camas hospitalarias (2,1 x 1.000 hab. versus 4,8 x 1000), así como el porcentaje de medicamentos genéricos en el mercado es de 30 por ciento en Chile y de 75 por ciento en los países de la OCDE.
Menos de 50 por ciento de los médicos trabajan en el sector público y una mayoría en el sector privado, atraídos por más cómodas condiciones laborales y mayores ingresos económicos.
El costo de los medicamentos es desproporcionado y existe un oligopolio de la industria farmacéutica que fija de manera arbitraria los precios e, incluso, en ocasiones se ha coludido para aumentarlos de modo injustificado.
El número de hospitales y la disponibilidad de camas hospitalarias es con claridad insuficiente y muchos establecimientos muestran precarias condiciones en su infraestructura y, en algunos casos, condiciones indignas de funcionamiento. En el sistema público el acceso de la población a la atención médica en consultorios periféricos suele ser en extremo dificultoso y, a veces, dramáticas por trabas burocráticas y deficiencias organizativas.
Las personas deben madrugar para conseguir un número para ser atendidas horas después; las listas de espera para exámenes de laboratorio, exploraciones instrumentales e intervenciones quirúrgicas son interminables; el acceso a especialistas cuando se requiere es restringido, en particular en ciudades y poblados pequeños; la disponibilidad de camas de hospitalización y de unidades de cuidados intensivos es insuficiente y el acceso a ambulancias en situaciones de emergencia suele ser tardío.
La cobertura de la atención odontológica es limitada: la OMS recomienda 1 dentista por 2.000 habitantes; se estima que Chile tiene alrededor de 18.000 odontólogos, 1 por 958 habitantes; de ellos, apenas alrededor de 4.000 trabajan en el sector público de salud.
Por otra parte, si se observa que el sistema privado de salud, el cual atiende alrededor del 15 por ciento de la población —los de mayores ingresos—, tiene una infraestructura moderna e incluso lujosa, el acceso a la atención médica ha mostrado numerosos aspectos negativos siendo no menor entre ellos un costo de las prestaciones que la inmensa mayoría de la población no puede solventar y, cuando lo hace, es al costo de un endeudamiento agobiador. La concepción de la medicina y la salud como un negocio es la principal limitación del sector privado.
El gasto de bolsillo en salud es elevado en Chile: 4,6 por ciento mientras en el promedio de los países pertenecientes a la OCDE es de 2,86 por ciento, lo cual, en términos de equidad social, revela una de las deficiencias más graves del sistema.
He aquí donde habitamos, donde los lazos sociales y comunitarios son escasos o derechamente nulos, donde la mayoría está irremediablemente condenada a una vida de carestía; donde una minoría ha mancillado históricamente al resto de sus connacionales. En síntesis, una estructura social donde la capacidad de pago, heredada y parasitaria de la élite, marca la diferencia entre un presente y futuro esplendoroso en contraste a la diaria preocupación por la supervivencia del pueblo históricamente castigado.
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