Los desafíos no resueltos del progresismo en la telaraña institucional del capital

10/04/2018
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 tres derechas
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Introducción

 

La grave crisis estructural de la economía latinoamericana se ha profundizado, al igual que su correlato de exclusión y segmentación social como consecuencia de las seculares relaciones centro-periferia y del avance del proceso de globalización.

 

El ciclo de altos precios de las materias primas en la primera década de este siglo no modificó esta situación; por el contrario, la matriz productiva es cada vez más primaria y la propiedad se ha extranjerizado en la mayoría de los países.

 

La dinámica capitalista mundial se basa en la existencia de: por un lado, países centrales proteccionistas, con Estados interventores que controlan el progreso científico tecnológico; y por otro, una periferia aperturista que compite por la Inversión Extranjera Directa y deja librada la economía a la iniciativa de las transnacionales y sus socios locales, lo cual, obviamente, profundiza la dinámica desigual y concentradora de la economía mundial y reafirma el papel de la periferia como la contracara complementaria de los países centrales y no como un camino hacia el desarrollo.

 

El funcionamiento del sistema se organiza a partir de un conjunto de instituciones y reglas, sintetizadas como «neoliberalismo», que buscan expandir el capitalismo en todos los territorios y en todos los ámbitos sin fronteras ni regulaciones en la llamada «globalización». Esas instituciones neoliberales globalizadas son la «telaraña» que envuelve, limita y, en muchos casos, atrapa a los gobiernos progresistas.

 

En la relaciones entre el capital y el trabajo —donde predominan los procesos de flexibilización y precarización— se expresan con meridiana claridad los intereses de los sectores dominantes. Los bajos salarios, el desempleo, la segmentación social y la exclusión, son producto de una desigualdad estructural que se profundiza con las políticas de liberalización de los mercados.

 

Ese conjunto de reglas imponen y preservan la dominación del capital sobre el trabajo, y de los países centrales —controlados por el gran capital transnacional— sobre los países periféricos. De allí el título del documento «Los desafíos no resueltos del progresismo en la telaraña institucional del capital».

 

La ofensiva estratégica del capital

 

A partir de la crisis de principios de los años setenta y la fuerte caída de la tasa de ganancia, se produce una ofensiva del capital para imponer un nuevo modelo de acumulación. En la misma se pueden identificar varias fases y diferentes formas de dominación política. Las características de cada fase, en tanto son procesos sociales contradictorios que conllevan complejidades, avances y retrocesos propios del desarrollo de las tendencias del capital y de la correlación de fuerzas en cada país.

 

Los organismos multilaterales imponen una acción deliberada y programada en nuestros países, por lo cual se debe analizar la importancia que han tenido en nuestro continente los lineamientos del Consenso de Washington y las reformas de segunda generación del Banco Mundial, así como los cambios institucionales que se incluyen en los tratados de inversión y de libre comercio, en particular los tratados plurilaterales que actualmente impulsan los Estados Unidos.

 

En el marco de una reestructuración capitalista se han impulsado desde los organismos multilaterales cambios institucionales y políticas económicas tendientes a eliminar las fronteras que impedían la penetración del capital transnacional y el sistema de regulaciones que limitan o coartaban la maximización de beneficios.

 

La división de la ofensiva del capital en fases es obviamente una presentación estilizada y que, lógicamente, no se corresponde linealmente con los procesos de cada uno los países de un continente caracterizado por la heterogeneidad.

 

Es de destacar, además, que los cambios de fases están precedidos de crisis económicas que provocan modificaciones, tanto en la formas de dominación como en las características del modelo de acumulación, incorporando nuevas estrategias para preservar o aumentar la tasa de ganancia del capital.

 

En una primera fase, de principios de los setenta a mediados de los ochenta, se intentó desarrollar un nuevo modelo de acumulación del capital destruyendo o reduciendo al mínimo los Estados de Bienestar del continente. Como ese objetivo no podía lograrse en un contexto democrático, se recurrió a dictaduras militares y/o gobiernos autoritarios, como instrumentos para destruir la capacidad de resistencia de los trabajadores y las fuerzas políticas que los representaban, a la vez que intervenían las universidades y perseguían a los intelectuales. Sobre la «tierra arrasada» se impusieron medidas económicas que hubieran sido inviables si se hubiera mantenido la democracia: se redujo el salario real, se bajaron los impuestos al capital y se abrieron las economías al exterior de forma unilateral, con una reducción drástica de los aranceles a las importaciones y la liberalización de los flujos financieros.

 

En la segunda fase, desde mediados de los ochenta a fines de los noventa —cuando son desplazadas las dictaduras en el marco de la crisis de la deuda externa— las políticas económicas implementadas en este período, por gobiernos democráticos, toman como punto de referencia al llamado Consenso de Washington—, un modelo económico con fundamentos neoclásicos, que expresa una clara orientación de mercado con apertura externa, asumiendo la teoría de las ventajas comparativas por la cual el libre mercado llevaría a la convergencia de las economías.

 

«En lo relativo a la inserción internacional se impulsa una apertura de la economía sosteniendo que el único crecimiento viable es el crecimiento hacia afuera [...] y da por sentado que un tipo de cambio unificado es preferible a un sistema de tasas múltiples».1 En esa misma dirección, plantea la importancia de captar inversión extranjera directa como aporte de capitales, conocimiento y tecnología.

 

A la vez que plantea la liberalización financiera con tasas de interés determinadas por el mercado rechazando que se trate a las tasas de interés reales como una variable de política, propone mejorar el funcionamiento del mercado a través de la desregulación y del respeto a los derechos de propiedad que «constituyen un prerrequisito básico para la operación eficiente de un sistema capitalista».2

 

La tercera fase se inicia a principios del nuevo siglo y se caracteriza básicamente por las reformas institucionales de segunda generación que se realizaron buscando viabilizar el cumplimiento de los objetivos del Consenso de Washington. En efecto, en los últimos años de la década de 1990 era notorio que dicho Consenso no había dado los resultados que se preveían. La hipótesis central para explicar los magros resultados fue que el marco institucional creado para implementar el modelo de desarrollo anterior (proteccionista y estatista) era inadecuado para llevar adelante las políticas del nuevo modelo. Las reformas de segunda generación se encuadran en esa concepción.

 

El modelo de acumulación que se impulsa en esta tercera fase de la ofensiva capitalista profundizó el desplazamiento del Estado por el mercado y la apertura de la economía bajo el reiterado y falso argumento de que la competencia con el exterior permitiría eliminar las ineficiencias a través del sistema de precios, a la vez que facilitaría el ingreso de capitales y de tecnología.

 

Implica, además, «el repliegue del Estado de la gestión directa de la infraestructura, la implantación de nuevos marcos regulatorios y la introducción de la competencia en ciertos servicios, la creación de nuevas instituciones para la regulación y el control de los servicios públicos, las privatizaciones y el ingreso de otros operadores nacionales e internacionales, [...] [como] rasgos comunes de esta transformación histórica».3

 

Estas reformas llamadas de «segunda generación» pretenden expulsar el poder político de la economía y dar estabilidad a las reglas de juego económico autonomizando a los Bancos Centrales y creando agencias reguladoras independientes de los gobiernos de turno. Las políticas económicas, la estructura impositiva y las normativas para la inversión deben responder a los requerimientos del actual sistema globalizado, dejando estrecho margen para acciones fuera de los parámetros internacionales impuestos por las empresas transnacionales y el sistema financiero.

 

La cuarta fase, que comienza en la presente década demuestra que la crisis en los países centrales no detuvo la ofensiva del capital a través de la penetración de las empresas transnacionales en la mayoría de los mercados del continente americano porque «la sociedad contemporánea transita un camino de crisis, funcional a un proceso permanente de concentración y centralización del capital como forma de acumulación de los capitalistas [...], la crisis supone la salida de escena de algunos actores económicos y el ingreso de otros, en un nuevo escalón de desarrollo tecnológico y de capacidad de la fuerza de trabajo para transformar la naturaleza y al propio ser humano».4

 

Como consecuencia del fracaso de la Ronda de Doha, la Organización Mundial del Comercio (OMC) dejó de ser el ámbito principal para que los países centrales impulsaran la realización de acuerdos internacionales. Durante más de dos décadas se realizaron acuerdos bilaterales de comercio (TLC) en todo el mundo, y en los últimos cinco años se ingresó en una nueva etapa: los acuerdos son plurilaterales, abarcan múltiples continentes y están hegemonizados por los Estados Unidos.

 

En el contexto de la crisis mundial desatada en 2008 en los Estados Unidos se busca la profundización hasta sus últimas consecuencias del modelo de acumulación vigente e implica la expansión del capitalismo contemporáneo en los ámbitos que aún están en manos del Estado y en la consolidación de una nueva estructura institucional impuesta por el capital transnacional.

 

En el gobierno de Barak Obama, Estados Unidos fue el principal impulsor de los tratados plurilaterales de nueva generación, por fuera de la Organización Mundial de Comercio (OMC), buscando profundizar la globalización y el dominio de las empresas transnacionales, entre los que se destacan el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP), la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (TTIP) y el Trade in Services Agreement (TISA).

 

Con estos tratados plurilaterales Estados Unidos intentaba consolidar su modelo de acumulación y asegurar los mercados de sus principales áreas de influencia y, a la vez, frenar el avance de China y Rusia.

 

Con el acceso de Donald Trump al gobierno de Estados Unidos se modifica sustancialmente la política exterior. Hizo su campaña electoral bajo la consigna «América Primero» y, cuando juró su cargo como presidente afirmó «Nosotros seguiremos dos simples reglas: comprar americano y contratar americanos».

 

El programa económico de Trump está dirigido a los desplazados de la globalización a los que les prometió reindustrializar los Estados Unidos para que haya fuentes de trabajo para los norteamericanos. Con ese fin realizaría una política de sustitución de importaciones, cuyos principales instrumentos serían: aumento de los aranceles a la entrada de productos «maquilados»; redefinir y acotar los tratados de libre comercio, como el NAFTA; rechazar los tratados plurilaterales como el Transpacífico; bajar los impuestos y subsidiar a las corporaciones que vuelvan a producir dentro de los Estados Unidos.

 

Para aumentar el nivel de actividad realizaría un shock de demanda tipo keynesiano a través de grandes inversiones en infraestructura financiada en parte por el Estado y en parte por el sector privado. La expulsión de los trabajadores inmigrantes «ilegales» —que tienen menores salarios y prestaciones— es otra de las medidas para favorecer a la mano de obra local. Todo esto enmarcado en un discurso xenófobo, básicamente contra latinos y musulmanes.

 

Otro punto de su plataforma de indudable importancia es su rechazo a los acuerdos contra el calentamiento global y su decisión de utilizar al máximo las energías tradicionales, incluido el fracking.

 

El devenir de la izquierda progresista

 

Luego de la caída del muro de Berlín y el colapso del socialismo real, sectores importantes de la izquierda abandonaron la concepción de la lucha de clases. La propuesta socialista fue sustituida por un discurso «izquierdista» que se declaraba huérfano de proyecto, por lo que terminó, sin cuestionar el capitalismo, privilegiando la conciliación de clases expresada en las políticas de Estado y en la alternancia de partidos en el gobierno.

 

La lucha por una «democracia social y económica» que resumía y sintetizaba esta perspectiva izquierdista respecto a una democracia política burguesa que se limitaba, en el mejor de los casos, a garantizar el derecho al voto, se transformó, para muchos, en mejorar el nivel de vida de la población —sin redistribuir la riqueza acumulada— a través de una profundización del modelo del capital.

 

La conquista del poder y una salida anticapitalista —que suponen una ruptura del statu quo— quedaron de lado, no solo como práctica sociopolítico limitada por una determinada correlación de fuerzas, sino como sustento ideológico de muchas organizaciones de la llamada izquierda. Todo esto, por supuesto, con diferentes énfasis y niveles de profundidad en cada país.

 

En ese marco, en la primera década de este siglo —como contrapartida a la ofensiva neocolonial del capital y en el contexto de una importante crisis económica— los partidos de derecha fueron derrotados electoralmente por fuerzas políticas con raíces en la izquierda e importante base social en los trabajadores y en los pueblos originarios.

 

En los caminos de acceso al gobierno fueron cayendo y quedando de lado muchas banderas del programa histórico bajo el supuesto, nunca demostrado, de que no eran convenientes para la acumulación de fuerzas electoral. Se asumía así el axioma «politológico» de que las elecciones se ganan captando el centro del espectro político.

 

Las definiciones programáticas se fueron morigerando: primero, en forma ambigua, para acercar a sectores moderados; luego, frontalmente para obtener el aval de los señores del «mercado». Con ese objetivo se aceptaron cuatro principios: a) el mantenimiento y profundización de un orden constitucional y legal favorable al capital; b) la «política» no debe interferir las decisiones libres del mercado; c) la primacía de la democracia representativa sobre la participativa; d) el compromiso de garantizar la alternancia política, renunciando a los procesos de transición al socialismo.

 

Cuando los gobiernos progresistas asumen en su práctica dichos «principios» e impulsan la humanización gradual del capitalismo renuncian —en los hechos— a los objetivos históricos de la izquierda. Así de claro, así de rotundo, para quienes entendemos que este modelo concentra y centraliza la riqueza a la vez que produce y reproduce la desigualdad y la exclusión.

 

Los gobiernos progresistas del Cono Sur, con todas sus diferencias, se inscribieron dentro de las variadas opciones de la institucionalidad capitalista para administrar la crisis. En Brasil y Uruguay llegan al gobierno fuerzas de izquierda que renuncian a sus objetivos fundacionales y asumen las reformas de «segunda generación» del Banco Mundial como si fueran un programa superador del neoliberalismo y tratan de atenuar los males del capitalismo sin enfrentarlo como sistema. Argentina, merece un análisis específico por múltiples razones, entre otras, porque aplicaron políticas económicas heterodoxas en disputa con los organismos multilaterales y mantuvieron un papel geopolítico de apoyo a los países progresistas más radicales. En los tres países, sin embargo, los cambios son fuertes en el plano electoral —con reiteradas victorias nacionales y regionales—, mínimos o nulos en lo ideológico, pero en lo económico e institucional profundizaron el capitalismo.

 

En Bolivia, Ecuador y Venezuela, los cambios fueron profundos y se expresaron, entre otros aspectos, en reformas constitucionales que apuntaron al fortalecimiento de la soberanía nacional, la inclusión de los pueblos originarios y construcción de poder social, a su vez, hubo avances importantes en el enfrentamiento con las empresas transnacionales restringiendo su capacidad de acumulación. Lo anterior, sin desmedro de reconocer que las reglas básicas del funcionamiento capitalista se mantienen.

 

Como consecuencia, en la mayoría de los países no se produjeron cambios significativos en el sistema de dominación —ni siquiera se avanzó en esa dirección— y en otros, donde se había avanzado mucho en una primera etapa ha habido frenos y retrocesos significativos. Todo ello en el marco de una heterogeneidad de situaciones que transformó el concepto «progresismo» en un gran paraguas que cubre a gobiernos cuyos procesos son distintos en contenido y profundidad.

 

El progresismo trascurre como una ofensiva táctica respecto a una ofensiva estrategia del capital. Es decir, lo que trata de hacer el progresismo es tomar medidas de diferente tipo según las circunstancias de cada el país. Las expresiones políticas del neoliberalismo fueron derrotadas por fuerzas con trayectoria de izquierda muy importantes como el caso uruguayo y el caso brasileño — no tanto en el caso argentino porque el peronismo tiene muchos matices—, fue derrotada por los pueblos originarios como base social en Bolivia y Ecuador y fue derrotada en Venezuela por toda la actitud de Chávez y la actuación de su grupo. Sin embargo, estos gobiernos siguieron actuando en un sistema donde la globalización es dominante a nivel mundial —y lo sigue siendo—, donde las clases económicas dominantes siguen siendo las dueñas de los factores de producción y la institucionalidad política no cambió considerablemente.

 

Los impactos del ciclo económico

 

Durante casi una década los precios de las materias primas que exportan estos países tuvieron precios mucho más altos que en períodos anteriores y eso posibilitó un aumento significativo de los recursos de que disponía el progresismo.

 

Unos lo utilizaron para llevar adelante sus proyectos de cambios profundos (Bolivia y Venezuela), otro para avanzar en una primera fase y luego quedar a mitad de camino (Ecuador), y están los que simplemente usaron para buscar una legitimización social sin afectar al capital (Argentina, Brasil y Uruguay).

 

En efecto, los gobiernos del Cono Sur tuvieron estabilidad política y social porque contaban con recursos para desarrollar las políticas de conciliación de clase, atendiendo tanto las demandas de los trabajadores como la de los capitalistas. En este marco, disminuyó la pobreza y la indigencia, pero también se concentró la riqueza. Los dueños de medios de producción siguen siendo los mismos, inclusive con más riqueza y la penetración transnacional y la extranjerización de la economía es mucho mayor.

 

En este período de auge muchos de estos países tuvieron como objetivo fundamental captar Inversión Extranjera Directa (IED) como motor de desarrollo y para ello aceptaron las reglas que les imponían los Tratados Bilaterales de Inversión y las propias empresas transnacionales, reafirmando así las instituciones del capital.

 

La caída de los precios de las materias primas y el retraimiento de la entrada de capitales afecta económicamente y desestabiliza políticamente a los gobiernos progresistas. Ha habido un notorio aumento de la deuda externa, sobrevaloración de las monedas nacionales y el tipo de cambio depende crucialmente de las impredecibles decisiones del gobierno de los Estados Unidos.

 

Ha habido un descenso de la actividad económica: desaceleración en Bolivia y Uruguay, y recesión en Argentina, Brasil, Ecuador y Venezuela, lo cual genera la caída del ingreso nacional, un aumento considerable del déficit fiscal y endeudamiento. En contextos críticos, como los señalados, caen los ingresos reales de trabajadores y pasivos, se reducen los recursos destinados a los servicios públicos y a políticas asistenciales dirigidas a los sectores más desprotegidos, lo que provoca una pugna distributiva entre trabajo y capital y el creciente empobrecimiento de sectores sociales que dependen de subsidios del Estado.

 

Lo anterior genera condiciones objetivas para la agudización de la lucha de clases, pero no existen condiciones subjetivas tales como conciencia, organización y dirección para poner en cuestión el dominio del capital.

 

En este proceso de retroceso económico el progresismo tiene reveses electorales importantes y múltiples procesamientos por corrupción:

 

  • Argentina: Mauricio Macri triunfó en las elecciones presidenciales (22/11/2015) y fue la primera minoría en las legislativas (23/10/2017). Han sido detenidos, procesados y condenados múltiples funcionarios, políticos y sindicalistas allegados al Kirchnerismo.

 

  • Brasil: Michel Temer accede a la presidencia, luego de la aplicación forzada de los mecanismos constitucionales para destituir sin causas legitimas a Dilma Rousseff su partido, sufrió una fuerte derrota en las elecciones municipales (02/10/2016). El ex presidente Luis Inácio Lula Da Silva, acaba de ser declarado culpable y condenado a 12 años de prisión por un tribunal de apelaciones (24/01/18) y corre serio riesgo su posibilidad de postularse en las próximas elecciones presidenciales.

 

  • Bolivia: fue derrotada la propuesta de reforma constitucional para posibilitar la reelección de Evo Morales (21/02/2016), aunque igual podría ser candidato en las próximas elecciones presidenciales de 2019, por una resolución del Tribunal Constitucional (TC) de Bolivia (24/11/2017).

 

  • Ecuador: Lenin Moreno, gana las elecciones presidenciales como candidato del partido Alianza PAIS fundado y liderado por el expresidente Rafael Correa y luego de asumir la presidencia cambia su posición política, hace un acuerdo con la oposición y rompe relaciones con Correa. El Vicepresidente Jorge Glas fue condenado a seis años de prisión por corrupción.

 

  • Venezuela: en las elecciones parlamentarios obtuvo mayorías especiales la oposición (06/12/2015). El Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela declaró que los actos de la nueva Asamblea Nacional son y serán nulos mientras los tres diputados opositores de Amazonas cuya elección fue cautelarmente suspendida sigan juramentados (11/01/2016). Se elige la Asamblea Nacional Constituyente (31/07/2017) encargada de redactar una nueva Constitución y tiene facultades plenipotenciarias por encima de los demás poderes públicos del Estado.

 

Los reveses electorales señalados demuestran que la reducción de la indigencia, la pobreza y los avances redistributivos positivos y valiosos no crean conciencia; ese es el problema. Si a la gente le damos bienes y no las formamos ideológicamente para luchar por la defensa de los gobiernos que les permitieron acceder a esos bienes, cuando llegan los momentos de cambio, cuando vienen las épocas de crisis en ese momento actúan, no con conciencia de lo que hay que defender «el progresismo», sino con conciencia consumista.

 

Si bien los gobiernos progresistas hicieron un esfuerzo muy importante de apoyo a los movimientos sociales con el propósito de resolver la pobreza, no pudieron resolver los problemas distributivos en el momento de generar riqueza y redistributivos porque no se tomaron medidas contra la riqueza acumulada. Esto debido a que su actuación se desarrolló en un sistema capitalista bajo las reglas del neoliberalismo y de la globalización.

 

Ante el actual periodo, de precios bajos de materias primas, los gobiernos progresistas están enfrentando derrotas electorales significativas ya que los avances económicos no estuvieron acompañados de la formación ideológica necesaria para luchar por la defensa de los logros alcanzados. En este escenario, estos gobiernos deben luchar por implementar un programa que proponga el control nacional del proceso productivo y la reestructuración de la economía para lograr una redistribución radical de la riqueza y de la renta, núcleo fundamental de un modelo económico de izquierda, lo que implica, necesariamente, elevar los niveles de conciencia y organización de la población.

 

Es muy común, además, que se responsabilice a los gobiernos de las crisis aunque no sea su responsabilidad. En cualquier caso, no pueden ignorarse que las derrotas electorales, la ofensiva del capital y las agresiones imperialistas han sido facilitadas, en mayor o menor medida, por insuficiencias internas, tales como: el burocratismo, la corrupción, la lucha por el poder y, fundamentalmente, por profundas desviaciones o debilidades ideológicas.

 

Tampoco puede desconocerse que no se ha logrado la transformación de la base productiva en dirección a un proceso industrializador y que aumentó la primarización, la extranjerización y la vulnerabilidad de nuestras economías.

 

Los desafíos

 

La situación es particularmente compleja porque lo que queda del progresismo, luego de perder el gobierno en Argentina, Brasil y Ecuador, debe enfrentar una agudización de las agresiones imperialistas —por diversos métodos— para desplazarlos de las posiciones de gobierno. El objetivo principal e inmediato sigue siendo el gobierno de Venezuela —el que más esfuerzos hizo para fijar un horizonte socialista y una integración regional antiimperialista— al que se trata de aislar internacionalmente a la vez que se desarrolla una masiva campaña mediática buscando crear condiciones para legitimar todo tipo de confrontación interna y/o agresión externa.

 

Todo este proceso se encuadra dentro de una ofensiva estratégica del capital —que, como ya se señaló, lleva décadas— por instaurar un modelo de acumulación que le permita aumentar la decaída tasa de ganancia y trasladar los costos de las sucesivas crisis a los trabajadores de los países periféricos. Para ello necesitan: a) reducir al mínimo las fronteras y las regulaciones económicas a través de Tratados de Libre Comercio y de Protección de Inversiones cada vez más invasivos y lesivos para la soberanía nacional; b) aplicar políticas de ajuste para bajar los costos del Estado y de la mano de obra con políticas restrictivas de diverso tipo.

 

Los límites del progresismo y las condiciones para su desplazamiento quedaron establecidos cuando se aceptaron las instituciones políticas y económicas del sistema capitalista. La ofensiva actual para sustituirlos por fuerzas políticas totalmente sometidas a los designios del capital se explicaría, en gran medida, porque los gobiernos progresistas tienen contradicciones internas importantes y no garantizan el cumplimiento de los objetivos económicos y geopolíticos de los Estados Unidos.

 

El acceso al gobierno, para los sectores de izquierda, era un camino que permitiría acumular fuerzas para avanzar hacia un horizonte socialista, lo cual no fue así, seguramente, porque las clases dominantes mantuvieron el poder que deviene de la propiedad de los medios de producción y de la hegemonía mundial del neoliberalismo.

 

Cabría preguntarse, entonces, en qué medida estos gobiernos acercaron, estancaron o incluso alejaron a las clases dominadas de la posibilidad de realizar transformaciones estructurales a favor del trabajo y en contra del capital. Esa es la cuestión que juzgará la historia.

 

Para cambiar esa realidad y que no vuelva a suceder lo mismo en procesos similares, el problema fundamental es pensar: ¿cómo se realiza la acumulación de fuerza necesaria para avanzar hacia un horizonte socialista poscapitalista? Para ello es imprescindible retomar las bases del marxismo, porque si no nos planteamos el socialismo como alternativa estamos simplemente recorriendo/administrando las crisis recurrentes del capitalismo.

 

Es imprescindible ampliar el estrecho margen de maniobra que genera la globalización proteccionista y militarizada. Para ello se debe enfrentar el poder económico mundial que se concentra y centraliza en las empresas transnacionales que ocupan nuestros territorios.

 

Es necesario un programa que: no subordine el desarrollo económico nacional a la inversión extranjera; no favorezca los intereses del capital a través de los TLC, los TBI y los tratados plurilaterales de nueva generación; no pretenda compensar los efectos de la explotación mediante políticas sociales focalizadas y asistencialistas.

 

Por el contrario, debería proponerse el control nacional del proceso productivo y la reestructuración de la economía para lograr una redistribución radical de la riqueza y de la renta, núcleo fundamental de un modelo económico de izquierda.

 

Decíamos en 2005: «La crisis de la hegemonía neoliberal puede revertirse si los gobiernos progresistas no llevan adelante cambios que por su profundidad sean el inicio de un nuevo modelo de sociedad».

 

Hoy los resultados están a la vista. Estamos en una nueva etapa de la lucha de clases y eso nos pone ante la responsabilidad histórica de contribuir a crear condiciones para llevar adelante un programa de cambios profundos que nos permitan avanzar hacia un horizonte socialista.

 

¡Ese es el desafío fundamental!

 

Este artículo fue publicado en la antología Los gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina, Roberto Regalado (compilador), Partido del Trabajo de México, Ciudad de México, 2018.

 

Antonio Elías es Master en Economía, docente de la Universidad de la República, Uruguay; Director del Instituto de Estudios Sindicales Universindo Rodríguez; integrante de la Red de Economistas de Izquierda del Uruguay, Vicepresidente de la Sociedad Latinoamericana de Economía Política y Pensamiento Crítico. Es miembro de Red de Estudios de la Economía Mundial, la Red de artistas e intelectuales en Defensa de la Humanidad y el Grupo de Economía Mundial de CLACSO.

 

 

1 John Williamson: El cambio en las políticas económicas de América Latina, Ediciones Gernika, México, DF, 1991, p.43.

2 Ibíd, p. 55.

3 Banco Interamericano de Desarrollo: Un nuevo impulso a la integración de la infraestructura regional en América del Sur, Washington D.C., 2000, p.4.

4 Julio Gambina: Crisis del capital (2007/2013). La crisis capitalista contemporánea y el debate sobre las alternativas, Buenos Aires, FISYP, 2013, p.17.

https://www.alainet.org/en/node/192148
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