Estados Unidos siempre supo del golpe de Estado en Honduras
- Análisis
En la madrugada del domingo 28 de junio de 2009, las Fuerzas Especiales de Honduras escoltaron de su residencia al presidente Manuel Zelaya a punta de pistola. Horas más tarde, un Zelaya desorientado apareció en la pista de aterrizaje del aeropuerto de San José, Costa Rica. Aún tenía puesta su ropa de dormir. En Honduras, el ejército cortó el suministro de electricidad en todo el país, lo que les impidió a los medios informar sobre el golpe de Estado que ocurría. Durante meses, Zelaya había involucrado a las instituciones del país controladas por las élites en un riesgoso juego de la gallina en torno a una consulta no vinculante para reformar la Constitución nacional. Los agentes del poder tradicional de Honduras consideraban la consulta como un medio para que Zelaya consolidara su poder y estaban dispuestos a hacer todo lo posible para evitar que sucediera.
El 26 de junio, los legisladores hondureños se disponían a votar a favor de la destitución de Zelaya, una facultad que no poseían. Alertado de los planes, el embajador estadounidense, Hugo Llorens, intervino y advirtió que Estados Unidos se opondría a la medida inconstitucional. El Congreso dio marcha atrás y el golpe fue suspendido.
Pero no por mucho tiempo. Al día siguiente, los poderosos enemigos de Zelaya aumentaron la presión sobre el ejército hondureño para que impidiera que la consulta se llevase a cabo el 28 de junio, tal como estaba previsto. Uno de los principales asesores del mando superior del ejército hondureño me dijo que esa noche habían llamado a la embajada estadounidense para dejar en claro que “Zelaya tenía que retirar (el referendo) o estaríamos obligados a actuar”. Pero esta vez, según el asesor del ejército hondureño, la advertencia fue recibida con indiferencia. “Teníamos la impresión de que querían que sucediera”, me dijo el asesor.
El país estaba al borde de un golpe militar. Pero esa noche, oficiales del ejército estadounidense y diplomáticos se encontraban en una fiesta en la casa del agregado de Defensa de Estados Unidos con sus contrapartes hondureñas. El agregado me dijo que le sorprendió cuando el mando superior del ejército de Honduras no se hizo presente. “Supuse que quizás estaban trabajando”.
Según las múltiples entrevistas y un registro oficial que se obtuvo a través de la Ley de Libre Acceso a la Información (FOIA, por sus siglas en inglés), a las 9 de la noche, un oficial superior del ejército estadounidense presente en la fiesta recibió un llamado urgente en el que se le pedía que se reuniera con el jefe del ejército hondureño, el general Romeo Vásquez Velásquez. El oficial aceptó la invitación y recomendó al general Vásquez y a otros oficiales superiores presentes que se mantuvieran dentro de los límites de la Constitución. No se discutió qué iba a ocurrir, según el registro oficial.
A las 10 de la noche, el general Vásquez supuestamente recibió un llamado en el que se le pedía que fuera a la Corte Suprema. Vásquez invitó al oficial estadounidense, que rechazó la oferta, y regresó a la fiesta del agregado.
Al agregado de Defensa se le informó de la reunión, pero según registros de correos electrónicos obtenidos a través de la ley FOIA, esto no se le comunicó al embajador estadounidense hasta 10 días después. El agregado, el coronel Andrew Papp, me dijo que cuando supo de la reunión no le generó ninguna inquietud. Él y también el oficial que asistió a la reunión insistieron en que Estados Unidos no había tenido conocimiento previo del golpe.
Pero el 26 de junio, según documentos de inteligencia obtenidos recientemente, fuentes del Pentágono en Honduras ya creían que la consulta que proponía Zelaya “no se realizaría” y que el entonces presidente podría “ser obligado a renunciar” debido a la oposición del ejército. Si el ejército hubiese arrestado a Zelaya y no lo hubiera exiliado por la fuerza, es probable que nadie se hubiese molestado mucho, reconoció Papp.
Una nueva investigación, basada en el análisis de miles de páginas de registros del gobierno recientemente desclasificados y decenas de entrevistas con altos oficiales de los ejércitos de Estados Unidos y Honduras, políticos y otras fuentes claves, revela nuevos detalles sobre el papel de Estados Unidos en el golpe y sus consecuencias. Brinda además un vistazo del aparato de la política exterior de Estados Unidos, tan masivo y con tantos intereses contrapuestos que parece no haber un único gobierno o política estadounidense. Esta investigación devela a los actores ocultos que llevaron a Honduras al caos, socavaron la política oficial estadounidense luego del golpe, en algunos casos de forma ilegal, e introdujeron una nueva era de militarización que dejó a su paso un rastro de violencia y represión.
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Cresencio Cris Arcos fue funcionario del servicio exterior de Estados Unidos en Honduras en el punto álgido de la Guerra Fría y luego se desempeñó como embajador en ese país. “Asegúrese de que la historia sea la verídica”, me dijo desde su retiro en Texas. “Los intereses de Estados Unidos, los activos que tiene (en Honduras), es eso lo que mueve (la relación)”.
A principios de la década de los ochenta, Arcos formó parte de un equipo que ayudó a garantizar el acceso del ejército estadounidense a Soto Cano, una base hondureña a 80 kilómetros de la capital Tegucigalpa, a fin de establecer una plataforma de apoyo de Estados Unidos a los regímenes militares centroamericanos y las insurgencias de derecha, en particular a los Contras en la vecina Nicaragua. Estados Unidos también hizo la vista gorda mientras el ejército hondureño se involucraba cada vez más en las actividades relacionadas a escuadrones de la muerte.
Arcos asumió como embajador en 1989, después de la caída del muro de Berlín y cuando la filial latinoamericana del Pentágono, el Comando Sur de Estados Unidos (SOUTHCOM), perdió su razón de ser en la “lucha contra el comunismo”, recordó. En un intento por mantener su influencia en el hemisferio, el SOUTHCOM pronto se abalanzó a la Guerra contra el Narcotráfico. En la década de los noventa, su presupuesto aumentó más que el de cualquier otro comando regional militar de Estados Unidos. Mientras las otras bases cerraban, Soto Cano se transformó en “la única opción que quedaba”, afirmó Arcos.
En los años que precedieron al golpe de Estado, Zelaya hablaba cada vez más de la apertura de la base para uso comercial. En junio de 2008, como respuesta a los planes de Zelaya, el entonces embajador estadounidense, Charles Ford, escribió en un cable diplomático que Estados Unidos mantendría un “bajo perfil público” y a la vez trabajaría para “proteger los intereses de Estados Unidos en Soto Cano en materia de seguridad”. Cuando Ford dejó la embajada, fue contratado por el SOUTHCOM.
El presidente derrocado Manuel Zelaya
La mañana del golpe, antes de que los soldados trasladaran a Zelaya a Costa Rica en avión, lo llevaron a Soto Cano. Alrededor de 600 soldados estadounidenses se encontraban emplazados en la base en 2009 y la responsabilidad por la torre de control era compartida por los oficiales estadounidenses y sus contrapartes hondureñas. Zelaya fue transferido al avión presidencial de color azul brillante. Estados Unidos siempre sostuvo que no tenía conocimiento de quiénes eran los pasajeros del avión esa mañana.
Enrique Reina, el secretario privado de Zelaya en ese momento, me dijo que llamó al embajador de Estados Unidos temprano en la mañana del golpe antes de que exiliaran a Zelaya. El embajador Llorens le dijo que intentaría intervenir y evitar que despegara el avión, dijo Reina. El avión despegó de todas maneras.
Como parte de esta investigación, tuve acceso a miles de páginas de documentos de inteligencia del ejército estadounidense, previamente clasificados, que el investigador Jeremy Bigwood obtuvo a través de la ley FOIA y mediante litigios posteriores emprendidos por el Centro de Derechos Constitucionales. Los documentos, que se obtuvieron en apoyo a una comisión por la verdad respaldada por la sociedad civil, no se habían publicado anteriormente.
En el litigio de Bigwood amparado en la ley FOIA, el Pentágono argumentó que no podía proporcionar los registros del vuelo ni de la torre de control del día del golpe porque habían sido destruidos como procedimiento de rutina. “Si existía una prueba irrefutable”, dijo Bigwood, “era allí donde la íbamos a encontrar”. Pero según Reina, lo que implica la parada en Soto Cano es claro. “El ejército hondureño no hace nada sin la aprobación de Estados Unidos”.
Zelaya hace mucho tiempo argumenta que el golpe fue planificado con la participación del Pentágono y el SOUTHCOM. Si bien no existen aún pruebas que respalden sus declaraciones, la relación entre los ejércitos de ambos países, forjada durante la Guerra Fría, explica bastante por qué ocurrió el golpe y por qué tuvo éxito.
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En marzo de 2009, Zelaya anunció sus planes de realizar una consulta popular no vinculante para evaluar si el público apoyaba reformar la Constitución del país. Desde que se redactó la Constitución durante el último tramo del régimen militar de 1982, los movimientos sociales han exigido su reforma. La élite política y económica de Honduras, sin embargo, rechazó inmediatamente el plan de Zelaya. La Corte Suprema eventualmente declaró ilegal la consulta.
Los opositores de Zelaya le acusaron de querer prolongar su mandato en el poder (según la Constitución hondureña, los presidentes de Honduras están limitados a un solo período de cuatro años), pero esto era imposible; una nueva Constitución no hubiese podido redactarse hasta después de las elecciones presidenciales de noviembre de 2009, en las que se elegiría al sucesor de Zelaya. De todas formas, los opositores de Zelaya afirmaron que estaba siguiendo los pasos del presidente venezolano Hugo Chávez, quien, tras una reforma constitucional aprobada por referendo, había logrado eliminar los límites de los periodos presidenciales.
Por cierto, Zelaya sí había acercado Honduras a Venezuela desde su asunción, pero la presentación de Zelaya como otro Chávez estaba dirigida probablemente más hacia un público internacional. El gobierno de George W. Bush trabajó durante años en tratar de contrarrestar la influencia del presidente venezolano en la región.
El 28 de junio, el Departamento de Estado y la Casa Blanca publicaron declaraciones que, si bien expresaban preocupación, no se referían a los eventos en Honduras como un golpe, y simplemente convocaban a un diálogo. Según dos fuentes, Thomas Shannon, el oficial superior del Departamento de Estado para el hemisferio occidental y remanente de la era de Bush, fue el responsable de esas declaraciones. Shannon, un diplomático con experiencia, tenía que saber que muchos percibirían la débil respuesta como un apoyo tácito.
El 29 de junio, sin embargo, el presidente Obama declaró que “el golpe no era legal” y que Zelaya seguía siendo el presidente legítimo de Honduras: “Sería un precedente terrible si comenzamos a retroceder a una época en la que veíamos a los golpes militares como medio de transición política en lugar de las elecciones democráticas”.
Días más tarde, el coronel Kenneth Rodríguez, el mismo oficial que se reunió con los líderes militares hondureños la noche antes del golpe, afirmó: “La mayoría de los hondureños con los que he hablado están confundidos por la reacción de Estados Unidos y se sienten un poco abandonados por nosotros”. Rodríguez me dijo que la mayoría de los oficiales de Honduras sabían que a Estados Unidos no le gustaba Zelaya en realidad y que consideraban que “se percibiría como políticamente conveniente conseguir a alguien nuevo que sea favorable para Estados Unidos”.
Dos meses antes, en la Cumbre de las Américas, en Trinidad y Tobago, Obama había prometido iniciar una nueva era de “respeto mutuo” con los gobiernos de América Latina. Cualesquiera hubieran sido sus intenciones, cuando ocurrió el golpe en Honduras, el gobierno de Obama recién llevaba seis meses en el poder y no tenía mucho control sobre la enorme burocracia involucrada en la política estadounidense para América Latina. La respuesta al golpe fue una oportunidad para enfrentar los intereses creados dentro del Departamento de Estado, el Pentágono y las comunidades de inteligencia que seguían manteniendo una visión de la región propia de la Guerra Fría. Un pronunciamiento fuerte contra los golpistas hubiera dado la señal al hemisferio de que el nuevo gobierno de Estados Unidos era efectivamente de nuevo cuño.
En su lugar, estos intereses particulares aprovecharon la crisis como oportunidad para garantizar que la política estadounidense se mantuviera enfocada en hacer retroceder a los gobiernos de izquierda de la región, mientras el Pentágono trabajaba para garantizar la continuidad de su relevancia y proteger las relaciones con un aliado importante en el hemisferio.
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Estados Unidos se había referido a lo sucedido como un golpe, pero en julio aún no había anunciado si se trataba de un golpe “militar”, lo cual por ley habría implicado recortes en la asistencia y habría enviado un mensaje contundente a las fuerzas armadas de Honduras. El 7 de julio, el Departamento de Estado anunció la suspensión de $16.5 millones en asistencia militar. Poco tiempo después, revocó las visas estadounidenses de varios oficiales superiores del ejército hondureño.
La presión del gobierno de Estados Unidos estaba generando preocupación creciente entre los oficiales de Honduras, muchos de los cuales esperaban viajar pronto a Estados Unidos para capacitarse, algo que constituye una forma confiable de avanzar en su carrera. Dos coroneles hondureños, Julián Pacheco Tinoco y Saúl Orlando Coca Cantarero, fueron enviados a Washington, DC a mediados de julio para argumentar que las acciones del ejército de Honduras eran constitucionales.
Allí encontrarían un aliado, en la universidad militar faro del SOUTHCOM: el Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa (CHDS). Kenneth LaPlante, el entonces vicedirector del CHDS, me dijo que luego del golpe, oficiales del ejército de Honduras se comunicaron con el decano académico del centro para que brindara asistencia a una delegación que viajaría a Washington, DC.
Oficialmente, el CHDS respondió negativamente, pero Martin Andersen, ex director de comunicaciones del CHDS, convertido en informante, afirma lo contrario. En una denuncia que está siendo investigada por el inspector general del Departamento de Defensa, Andersen sostiene que el decano académico del CHDS, el general John Thompson, proporcionó “asistencia detrás de escena en Washington, DC, a los golpistas hondureños”.
Al personal del CHDS se le había instruido cesar todas las comunicaciones con sus contrapartes hondureñas, pero varias fuentes confirman que el general Thompson se reunió con los coroneles hondureños que se encontraban de visita.
La élite civil hondureña partidaria del golpe ejerció presión en el Congreso estadounidense durante varias semanas antes de la visita, junto con una red de exfuncionarios de los gobiernos de Bush y Reagan de la época de la Guerra Fría. Un oficial retirado de la inteligencia militar de Estados Unidos, que ayudó con el trabajo de cabildeo y el viaje de los coroneles hondureños, me dijo que los partidarios del golpe debatían “cómo manejar a Estados Unidos”. Un grupo, según él, decidió “aplicar el viejo y querido método de decir: ‘Aquí está el ogro, es el comunismo’. ¿Y quiénes son sus aliados? Los republicanos”.
El general Thompson consideraba a Zelaya un lacayo de Hugo Chávez, según Cris Arcos, el exembajador que recién había asumido un cargo en el CHDS cuando se realizó el golpe. “El chavismo era el nuevo castrismo, de modo que para él los hondureños estaban en el camino correcto”. En 2009, Thompson formaba parte del directorio de la Fundación del Consejo de Seguridad Americano (ASCF, por sus siglas en inglés), un grupo que había apoyado abiertamente a los Contras en Nicaragua durante la Guerra Fría. Varios republicanos que apoyaban el golpe cumplían funciones en el directorio de la ASCF, asesor del Congreso, y uno de ellos anunció una misión de “determinación de los hechos” a Honduras, mientras los coroneles se encontraban en Washington, DC. Los coroneles hondureños tuvieron varias reuniones en el Congreso que Thompson ayudó a organizar, según Andersen.
Dos fuentes involucradas con la delegación negaron que el general Thompson le hubiera brindado ayuda. Pero Arcos me dijo que había recibido una llamada de un funcionario del Congreso que se había reunido con los coroneles hondureños y estaba enojado. Supuestamente, los coroneles le dijeron al funcionario que tenían el apoyo del general Thompson. Arcos afirmó que se había enfrentado al director del CHDS y su vicedirector, LaPlante, y les dijo: “No podemos dejar que sucedan estas cosas y que apoyemos golpes de Estado”.
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En Washington, DC, los coroneles hondureños también se reunieron con altos funcionarios del Departamento de Estado en Old Ebbitt Grill, a una cuadra de la Casa Blanca. Los hondureños querían hablar directamente con el Pentágono, pero el Departamento de Estado quería primero su ayuda.
Durante julio y agosto de 2009, Estados Unidos organizó negociaciones aparentemente con el objetivo de restituir a Zelaya en la presidencia y buscarle una salida diplomática a la crisis. El presidente del Congreso de Honduras, Roberto Micheletti, había sido designado presidente, lo que le dio al golpe un rostro civil, pero el ejército hondureño parecía ser la única institución capaz de cambiar la correlación de fuerzas y el equilibrio de poder.
El 24 de julio apareció una declaración en el sitio web de las fuerzas armadas hondureñas en la que prometían respetar cualquier solución política que se alcanzara, incluso la restitución de Zelaya. “Este fue un avance sin precedentes”, afirmó Fulton Armstrong, exanalista de la CIA y miembro del equipo del senador John Kerry en ese momento. Aparentemente esto eliminaría el mayor obstáculo para la restitución de Zelaya.
Pero según una fuente involucrada con la delegación, que solicitó permanecer anónima, “el ejército (de Honduras) no quería que Zelaya regresara”. Los coroneles le dijeron a la fuente, que trabajó durante días para facilitar el comunicado, que “lo olvidara”. Las negociaciones siguieron estancándose y la esperanza de Armstrong de avanzar se desvaneció rápidamente. Pronto entendería mejor el porqué.
En agosto, un general superior de Honduras, Miguel Ángel García Padgett, dijo que se debería agradecer la destitución de Zelaya ya que eso había evitado que el socialismo llegara “a las fronteras de Estados Unidos”. Padgett afirmó que había hablado sobre los peligros del socialismo en la región en el Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa (CHDS) en Washington.
Luego de escuchar los comentarios de Padgett, Armstrong me dijo que se reunió con las autoridades del CHDS y le pidió al general Thompson una explicación. El mandato del CHDS supuestamente era inculcar el valor del control civil sobre el ejército, y sin embargo aquí hay “un militar que los cita para apoyar el derrocamiento de un gobierno”, les dijo Armstrong. Armstrong me dijo que el mensaje de apoyo del general Thompson había alentado al ejército de Honduras y al gobierno golpista a no aceptar ningún acuerdo negociado.
LaPlante, el entonces vicedirector del CHDS, negó estar al tanto de las confrontaciones de Arcos o Armstrong, aunque ambos sostenían que estaba presente. LaPlante reconoció que Andersen, el informante, planteó el tema en ese momento, pero sostuvo que habían sido las acusaciones de una sola persona y que no se habían investigado seriamente. Dada la política oficial del gobierno de Obama, el hecho de que un oficial militar alentara a un gobierno golpista probablemente contravenía la ley estadounidense. El general Thompson no respondió a varios correos electrónicos y llamadas telefónicas para obtener un comentario.
Desde la década de 1940, y alcanzando un punto máximo durante la Guerra Fría, miles de oficiales militares de América Latina involucrados en violaciones de derechos humanos y golpes de Estado asistieron a cursos en los centros de instrucción militar de Estados Unidos, particularmente la Escuela de las Américas (conocida como SOA y rebautizada en el año 2000 como el Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad). LaPlante, así como el entonces director del CHDS, el doctor Richard Downie, habían ocupado anteriormente cargos de liderazgo en la SOA.
En gran medida es este aparato de capacitación militar exterior el que perpetúa la militarización apoyada por Estados Unidos en la región. Con poca supervisión, los intereses dispares, ideologías y relaciones personales de los involucrados continuarán teniendo tanto peso, y hasta más peso que cualquier posición política oficial anunciada desde la sala de prensa del Departamento de Estado.
“(Los hondureños) ven a (Thompson) como un general en un centro de defensa para América Latina. ¿Así que qué van a concluir?”, se preguntó Arcos retóricamente. “Que sin dudas hubo complicidad del lado de Estados Unidos”. Un ex oficial de alto rango del Departamento de Estado, que pidió permanecer anónimo, afirmó que era consciente de algunas de estas acciones en el momento, pero que lo que sucedió en el CHDS “no era lo que estaba haciendo el Pentágono”.
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En Honduras y detrás de las escenas en Washington, el Pentágono estaba ocupado trabajando para garantizar la continuidad de la relación con su aliado de la Guerra Fría. El Departamento de Estado afirmó públicamente que el gobierno golpista eventualmente reconocería lo aislado que estaba y renunciaría al poder, pero el Pentágono envió un mensaje contradictorio: los dos países podrían salir de la crisis juntos, sin importar la situación que se diera en la práctica.
El 1 de julio se anunció que Estados Unidos cortó “las comunicaciones con los responsables del golpe”. En la práctica, sin embargo, la restricción se levantó en secreto al día siguiente. La secretaria de Estado Hillary Clinton escribió a la embajada el 2 de julio y dio su aprobación para “vincularse con elementos de las Fuerzas Armadas de Honduras y el régimen de facto”, según un cable diplomático que se obtuvo a través de la ley FOIA.
Aplicar la prohibición a las comunicaciones habría sido difícil de todas maneras. Los oficiales de los ejércitos de Honduras y Estados Unidos comían en los mismos restaurantes e intercambiaban sus números de teléfonos celulares. En la noche antes del golpe asistieron a una fiesta juntos. El coronel Papp, anfitrión de la fiesta, dijo que él se convirtió en el canal primario de la mayoría de las comunicaciones. El mensaje al ejército de Honduras fue que “seguíamos queriendo una relación cuando todo esto hubiera concluido”, me dijo.
El coronel Kenneth Rodríguez, quien se había reunido con los principales generales de Honduras la noche antes del golpe, me dijo que sus amigos militares de Honduras querían que dijera: “La administración (de Estados Unidos) dice una cosa, pero el ejército (de Estados Unidos) dice otra”. Aseveró que apoyaba la política del gobierno de Washington, pero miles de páginas de documentos de inteligencia del SOUTHCOM, incluso varios escritos del propio Rodríguez, revelan lo contrario.
Si bien el comandante en jefe había rechazado firmemente la destitución de Zelaya y declaró que Estados Unidos no reconocía al gobierno golpista, los informes del SOUTHCOM desde Honduras seguían inflando permanentemente el papel del presidente venezolano Hugo Chávez y afirmaban que lideraba una “campaña coordinada para socavar los intentos del nuevo gobierno de ganar legitimidad”.
El ejército hondureño reprimía a los manifestantes pacíficos con fuerza letal, pero nuevamente el SOUTHCOM invertía la carga de la culpa. “Chávez o los líderes de izquierda en el país podrían intentar instigar violencia contra las fuerzas de seguridad de Honduras, lo que podría provocar su reacción desproporcionada”, informó el SOUTHCOM.
Estados Unidos apoyaba los esfuerzos diplomáticos supuestamente con el objetivo de restituir a Zelaya en la presidencia, pero el SOUTHCOM informaba continuamente que el presidente destituido no tenía “básicamente ningún apoyo” dentro del ejército y que el gobierno golpista “resistiría” las presiones internacionales. La situación “más peligrosa”, según el análisis del SOUTHCOM, era que Zelaya regresara, destituyera a las autoridades militares y “ocurriera un golpe”. Lo que el SOUTHCOM temía era el regreso de Zelaya.
A fines de julio, mientras los coroneles hondureños viajaban a Washington, el SOUTHCOM informó que el ejército hondureño “quería que la comunidad internacional supiera” que eran apolíticos y que se apegaban a la Constitución. Pero el presidente golpista, Micheletti, confirmó al SOUTHCOM semanas antes que había dado la orden de detener a Zelaya, una facultad que claramente no tenía.
El SOUTHCOM sabía que el ejército hondureño había cumplido una orden ilegal y que ahora eran un obstáculo para el retorno de Zelaya. Pero para Papp, su inquietud como alto oficial del ejército era que el ejército hondureño “es muy amigo de Estados Unidos” y “la base (militar) más grande del hemisferio se encuentra en Honduras”, la cual tenía que protegerse.
Luego del golpe, se estableció en Washington un comité de varias agencias gubernamentales con el fin de supervisar la política de Estados Unidos para Honduras. Arcos, el exembajador, afirmó que el Pentágono habría sido claramente el que tenía mayor peso. “El Pentágono no tuvo un papel visible”, afirmó un demócrata exfuncionario del Congreso, “pero desempeñaron (su papel) muy bien”.
A pesar de la presión interna y pública para que adoptase una postura más enérgica contra el ejército hondureño, el 3 de septiembre el Departamento de Estado determinó formalmente que la destitución de Zelaya no había sido un golpe “militar”. “(La respuesta de Estados Unidos) salió más medida de lo que podría haber sido”, me dijo Papp, “y creo que eso es bueno”.
Papp reivindicó que Estados Unidos hizo lo que pudo para apoyar a Zelaya “pero el problema que tenía mucha gente… era que el tipo realmente no nos gustaba”. Aguantar hasta las elecciones de noviembre de 2009 terminó siendo una opción bastante buena, me dijo.
El 8 de julio, el SOUTHCOM informó: “Para derrotar a Zelaya, el gobierno de facto solo debe sostenerse hasta las nuevas elecciones”. Para esto, Estados Unidos tendría que reconocer unas elecciones ocurridas bajo un régimen golpista en una atmósfera cada vez más represiva, contra el deseo del resto del continente.
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A primera vista, la batalla por Honduras en Washington parecía librarse siguiendo la división partidaria. La realidad era que actores clave de ambos partidos trabajaban por el mismo objetivo: que hubiera elecciones sin que se restituyera a Zelaya en la presidencia.
El 21 de julio, el mayor crítico republicano de la política del gobierno de Obama sobre Honduras, el senador Jim DeMint, puso en suspenso el proceso de confirmación de dos altos funcionarios del Departamento de Estado, Arturo Valenzuela y Tom Shannon. Valenzuela, designado para sustituir a Shannon como el principal funcionario para el Hemisferio Occidental, se había referido a la situación en Honduras como un “golpe militar clásico” en su audiencia de confirmación. La medida de DeMint fue en sí misma una involución a la Guerra Fría, cuando los abanderados del ejército, de la derecha en el Senado de Estados Unidos, bloqueaban las nominaciones para influir de esa manera en la política exterior de Estados Unidos.
La suspensión también significó que Shannon, el hombre con mayor responsabilidad por la política de Estados Unidos luego del golpe, ahora tuviera que luchar para salvar su carrera. “Estaba acorralado”, me dijo Arcos. A Zelaya se lo percibía como un “tipo de Chávez” y trabajar para restituirlo en la presidencia, como reivindicaba el gobierno estar haciendo, hubiera sido un suicidio profesional para Shannon, afirmó Arcos.
El gobierno culpó al obstruccionismo de los republicanos por socavar la política estadounidense y garantizar que las negociaciones para restituir a Zelaya no llegaran a buen puerto, pero según un demócrata exfuncionario del Congreso “la maquinaria (de la política exterior) no fue convencida, sino ayudada, por los republicanos”. Le sirvió de cobertura a Shannon y al Departamento de Estado.
Inmediatamente después del golpe, el Departamento de Estado “pensó en una estrategia para restaurar el orden en Honduras y garantizar que se realizaran elecciones libres y justas de manera rápida y legítima, lo que volvería el asunto de Zelaya irrelevante”, escribió Clinton en 2014 en su obra autobiográfica Hard Choices.
Fue un reconocimiento impactante de parte de la exsecretaria de Estado. Aguantar hasta las elecciones era el plan de juego de quienes apoyaban el golpe y exactamente lo que pedían los republicanos como DeMint. Algunos demócratas marcaron su diferencia con DeMint y el Departamento de Estado de Hillary Clinton, entre ellos Howard Berman, el entonces presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la cámara baja, quien afirmó que no era posible negar que lo ocurrido en Honduras era un “golpe militar”.
El 3 de septiembre, el Departamento de Estado anunció que Estados Unidos “no podría apoyar el resultado de las elecciones previstas”. Pero no se mencionó la restitución de Zelaya como una condición previa para hacerlo, tal como ya lo había reclamado el resto del continente. El gobierno de Estados Unidos no hizo caso de una resolución de agosto del Grupo de Río -conformado por todos los gobiernos de América latina y el Caribe- que condicionaba el reconocimiento de las elecciones de noviembre a la restauración previa de Zelaya. Incluso, se opuso a una resolución similar que fue propuesta dentro del Consejo Permanente de la OEA.
“La redacción es deliberadamente ambigua”, escribió el consejero en Asuntos Económicos de la Embajada de Estados Unidos una semana después en un correo electrónico al que tuve acceso. La declaración tenía como objetivo “cortarles las piernas” a Venezuela y sus aliados, que insistían sobre el regreso de Zelaya a la presidencia. La maquinaria de la política exterior se sumó al análisis de sus mayores críticos.
A mediados de septiembre, Shannon se reunió con el líder golpista, Micheletti, y le dijo que “Estados Unidos quería encontrar una forma de apoyar las elecciones en Honduras, pero que era necesario negociar un acuerdo”. Frente al equipo de negociación de Zelaya, Shannon fue muy claro en decir que Estados Unidos garantizaría que la restitución de Zelaya fuese parte de cualquier acuerdo, según varias fuentes.
En octubre, sin embargo, Shannon se reunió con el senador DeMint y su principal funcionario en política exterior en ese momento, Chris Socha. En la reunión, según Socha, Shannon “dijo muy, muy claramente” que Estados Unidos reconocería las elecciones inminentes, aunque no se restituyera previamente a Zelaya. A fines de octubre, se logró finalmente un acuerdo entre los dos lados en Honduras, pero incluyó una gran laguna: la restitución de Zelaya la resolvería el Congreso hondureño en votación.
Días más tarde, Shannon dio el golpe definitivo. El 3 de noviembre, durante una entrevista televisiva en vivo, afirmó públicamente lo que había acordado supuestamente ya en privado: Estados Unidos reconocería las elecciones más allá de la situación de Zelaya. El acuerdo que había tardado tanto en alcanzarse y cuya legitimidad dependía –a los ojos de los gobiernos de la región—del retorno de Zelaya a la presidencia, estaba muerto. El senador DeMint levantó a los pocos días su suspensión a la designación de Shannon como embajador en Brasil.
Los observadores internacionales, así como muchos candidatos hondureños, boicotearon las elecciones. Estados Unidos contrarrestó esta tendencia y financió a sus propios observadores y luego reconoció los resultados, lo que deterioró las relaciones con el resto del continente durante los años siguientes. Con las elecciones se aseguró el legado del golpe y se reivindicó a aquellos sorprendidos por la condena inicial de Estados Unidos.
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A primera vista, la batalla por Honduras en Washington parecía librarse siguiendo la división partidaria. La realidad era que actores clave de ambos partidos trabajaban por el mismo objetivo: que hubiera elecciones sin que se restituyera a Zelaya en la presidencia.
El 21 de julio, el mayor crítico republicano de la política del gobierno de Obama sobre Honduras, el senador Jim DeMint, puso en suspenso el proceso de confirmación de dos altos funcionarios del Departamento de Estado, Arturo Valenzuela y Tom Shannon. Valenzuela, designado para sustituir a Shannon como el principal funcionario para el Hemisferio Occidental, se había referido a la situación en Honduras como un “golpe militar clásico” en su audiencia de confirmación. La medida de DeMint fue en sí misma una involución a la Guerra Fría, cuando los abanderados del ejército, de la derecha en el Senado de Estados Unidos, bloqueaban las nominaciones para influir de esa manera en la política exterior de Estados Unidos.
La suspensión también significó que Shannon, el hombre con mayor responsabilidad por la política de Estados Unidos luego del golpe, ahora tuviera que luchar para salvar su carrera. “Estaba acorralado”, me dijo Arcos. A Zelaya se lo percibía como un “tipo de Chávez” y trabajar para restituirlo en la presidencia, como reivindicaba el gobierno estar haciendo, hubiera sido un suicidio profesional para Shannon, afirmó Arcos.
El gobierno culpó al obstruccionismo de los republicanos por socavar la política estadounidense y garantizar que las negociaciones para restituir a Zelaya no llegaran a buen puerto, pero según un demócrata exfuncionario del Congreso “la maquinaria (de la política exterior) no fue convencida, sino ayudada, por los republicanos”. Le sirvió de cobertura a Shannon y al Departamento de Estado.
Inmediatamente después del golpe, el Departamento de Estado “pensó en una estrategia para restaurar el orden en Honduras y garantizar que se realizaran elecciones libres y justas de manera rápida y legítima, lo que volvería el asunto de Zelaya irrelevante”, escribió Clinton en 2014 en su obra autobiográfica Hard Choices.
Fue un reconocimiento impactante de parte de la exsecretaria de Estado. Aguantar hasta las elecciones era el plan de juego de quienes apoyaban el golpe y exactamente lo que pedían los republicanos como DeMint. Algunos demócratas marcaron su diferencia con DeMint y el Departamento de Estado de Hillary Clinton, entre ellos Howard Berman, el entonces presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la cámara baja, quien afirmó que no era posible negar que lo ocurrido en Honduras era un “golpe militar”.
El 3 de septiembre, el Departamento de Estado anunció que Estados Unidos “no podría apoyar el resultado de las elecciones previstas”. Pero no se mencionó la restitución de Zelaya como una condición previa para hacerlo, tal como ya lo había reclamado el resto del continente. El gobierno de Estados Unidos no hizo caso de una resolución de agosto del Grupo de Río -conformado por todos los gobiernos de América latina y el Caribe- que condicionaba el reconocimiento de las elecciones de noviembre a la restauración previa de Zelaya. Incluso, se opuso a una resolución similar que fue propuesta dentro del Consejo Permanente de la OEA.
“La redacción es deliberadamente ambigua”, escribió el consejero en Asuntos Económicos de la Embajada de Estados Unidos una semana después en un correo electrónico al que tuve acceso. La declaración tenía como objetivo “cortarles las piernas” a Venezuela y sus aliados, que insistían sobre el regreso de Zelaya a la presidencia. La maquinaria de la política exterior se sumó al análisis de sus mayores críticos.
A mediados de septiembre, Shannon se reunió con el líder golpista, Micheletti, y le dijo que “Estados Unidos quería encontrar una forma de apoyar las elecciones en Honduras, pero que era necesario negociar un acuerdo”. Frente al equipo de negociación de Zelaya, Shannon fue muy claro en decir que Estados Unidos garantizaría que la restitución de Zelaya fuese parte de cualquier acuerdo, según varias fuentes.
En octubre, sin embargo, Shannon se reunió con el senador DeMint y su principal funcionario en política exterior en ese momento, Chris Socha. En la reunión, según Socha, Shannon “dijo muy, muy claramente” que Estados Unidos reconocería las elecciones inminentes, aunque no se restituyera previamente a Zelaya. A fines de octubre, se logró finalmente un acuerdo entre los dos lados en Honduras, pero incluyó una gran laguna: la restitución de Zelaya la resolvería el Congreso hondureño en votación.
Días más tarde, Shannon dio el golpe definitivo. El 3 de noviembre, durante una entrevista televisiva en vivo, afirmó públicamente lo que había acordado supuestamente ya en privado: Estados Unidos reconocería las elecciones más allá de la situación de Zelaya. El acuerdo que había tardado tanto en alcanzarse y cuya legitimidad dependía –a los ojos de los gobiernos de la región—del retorno de Zelaya a la presidencia, estaba muerto. El senador DeMint levantó a los pocos días su suspensión a la designación de Shannon como embajador en Brasil.
Los observadores internacionales, así como muchos candidatos hondureños, boicotearon las elecciones. Estados Unidos contrarrestó esta tendencia y financió a sus propios observadores y luego reconoció los resultados, lo que deterioró las relaciones con el resto del continente durante los años siguientes. Con las elecciones se aseguró el legado del golpe y se reivindicó a aquellos sorprendidos por la condena inicial de Estados Unidos.
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La política exterior de Estados Unidos no se decide desde un salón de prensa en Washington, sino a través de las relaciones personales e interacciones entre los funcionarios de un sinfín de agencias gubernamentales, cada una con sus propios intereses y preferencias contradictorias. Lo que ocurrió luego del golpe, en Washington y Tegucigalpa, deja al descubierto la primacía de los intereses geoestratégicos del Pentágono en el diseño de la política exterior de Estados Unidos en América latina, que contribuyó al éxito de un golpe militar en el siglo XXI y cambió para siempre el destino de una pequeña nación centroamericana.
Con la división del partido de Zelaya tras el golpe, el Partido Nacional, alineado al ejército, con su candidato, Porfirio Lobo, fue declarado ganador de las elecciones de noviembre. A Lobo le llevó otros 20 meses ganarse el reconocimiento de su gobierno en el continente, pero solo tres para que Estados Unidos reanudara la asistencia militar.
El septiembre de 2010, el CHDS realizó en Honduras un taller sobre seguridad nacional con las nuevas autoridades del país. Las relaciones militares se reafirmaron y la militarización de la sociedad hondureña ha aumentado desde entonces.
En 2013, Juan Orlando Hernández fue electo presidente en un proceso nuevamente teñido de fraude y represión. Hernández designó como ministro de Seguridad a Pacheco Tinoco, el joven coronel hondureño que viajó a Washington, DC, luego del golpe, el primer miembro activo del ejército en ser nominado para ese cargo. Hernández pretende aspirar a la reelección en los próximos días tras una decisión muy controvertida tomada por jueces del Tribunal Supremo que fueron, en su mayoría, seleccionados por Hernández y su partido. La ironía de esto -ya que la justificación oficial para la destitución de Zelaya fue que buscaba la reelección- no pasa desapercibida por el público hondureño.
Con el ejército cada vez más involucrado en la seguridad interna y el poder consolidado en Hernández, el asesinato de activistas se ha disparado. En 2016, Berta Cáceres, una activista ambiental reconocida a escala mundial y una de las voces más destacadas del movimiento de resistencia contra el golpe, fue asesinada. En su asesinato estuvieron involucrados oficiales militares de Honduras entrenados por Estados Unidos.
El 50 por ciento de la asistencia de Estados Unidos a Honduras depende del cumplimiento de determinados criterios relativos a los derechos humanos, pero tal y como hizo durante los peores abusos de la era de la Guerra Fría, el Departamento de Estado sistemáticamente ha avalado el cumplimiento del gobierno hondureño con estas condiciones. En 2016, luego de que más de una docena de activistas fueron asesinados, dispuso $55 millones para Honduras como fondos condicionados.
Aunque siguen arraigados en la ideología de la Guerra Fría, actualmente los círculos políticos de Washington justifican perpetuar este ciclo de militarización por la guerra mundial contra el narcotráfico y, con la llegada de Trump, la guerra contra los migrantes. En ese contexto, las revelaciones que surgieron de un tribunal de Nueva York a principios de año resultan aún más condenatorias. Fabio Lobo, hijo del expresidente Porfirio Lobo, se declaró culpable de cargos de narcotráfico y espera su sentencia en Nueva York. Durante el juicio, un conocido narcotraficante hondureño e informante de la DEA sostuvo que había sobornado a Lobo durante la campaña presidencial de 2009. También implicó al actual ministro de Seguridad, Pacheco Tinoco.
Sin embargo, cada año se envía más dinero a Centroamérica para reforzar fuerzas de seguridad que no rinden cuentas. Rotulados como fondos para la promoción del desarrollo y para atacar las causas subyacentes de la migración, hay cientos de millones de dólares listos para ser enviados como ayuda enmascarada para seguridad.
El resultado es el fortalecimiento continuo de un complejo industrial militar y su meta de una sociedad cada vez más militarizada. Sin embargo, para el Pentágono y sus abanderados en la política exterior, nada recauda más dinero en el Congreso como la supuesta amenaza de las drogas, la izquierda radical y los inmigrantes. Nada excepto el terrorismo, el nuevo ogro que se usa también ahora para recabar apoyo para una mayor militarización de las políticas de Estados Unidos en América Latina.
Aunque basó su campaña en un programa de oposición a la intervención militar estadounidense y un menor papel de Estados Unidos como policía del mundo, desde que asumió, Donald Trump ha hecho lo contrario. Designó a militares para altos cargos de su gobierno y solicitó un aumento sin precedentes del gasto militar. Designó al general John F. Kelly, anteriormente director del SOUTHCOM, como secretario de Seguridad Nacional. Kelly se refirió al presidente de Honduras, Hernández, como “un gran hombre” y “un gran amigo”, y ha sido uno de los promotores más activos a favor de ampliar a América Latina la guerra mundial de Estados Unidos contra el terrorismo.
Jake Jonhston es investigador asociado del Centro de Investigación Política y Económica (CEPR), con sede en Washington DC. Este artículo fue publicado originalmente en inglés en The Intercept.
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