La instrumentalización de la “lucha contra la corrupción”

06/04/2018
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Artículo publicado en la Revista América Latina en Movimiento No. 531: La corrupción: Más allá de la moralina 06/03/2018

En Colombia la lucha contra la corrupción prácticamente inicia con la promulgación de la constitución de 1991[1], a partir de esta, se formularon leyes, documentos de política, se crearon organizaciones públicas y se trazaron planes y programas[2], además de las instituciones creadas para el control, seguimiento y veeduría de la función pública.  En 1996 el Estado suscribió la Convención Interamericana contra la Corrupción que posteriormente fue desarrollada mediante la ley 412 de 1997 y en el 2005 promulgó la ley 970 por medio de la cual se aprueba la "Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción", adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 2003.

 

En 2012 se inició la implementación del observatorio anticorrupción para detectar riesgos y actos de corrupción en la gestión pública, liderado por la Procuraduría General de la Nación y con participación de la Presidencia y la Contraloría General.  Esto desde la institucionalidad estatal.  En la sociedad civil quizás el esfuerzo más importante, sin que sea el único, es el de Transparencia por Colombia que corresponde al capítulo Colombia de la ONG Transparencia Internacional y que busca contribuir a la construcción de una ciudadanía proactiva en la protección de lo público, promover espacios de control social y participación ciudadana, generar mejor entendimiento de la corrupción, entender el papel de los privados y aportar a la construcción de una institucionalidad pública democrática.

 

En este contexto, se podría afirmar que Colombia posee una institucionalidad pública y privada sólida capaz de combatir con éxito la corrupción, pero la realidad es distinta y a pesar de los informes de progreso en la lucha contra la corrupción sigue campeando con toda su fuerza en la sociedad colombiana, como lo comprueban los recientes escándalos de los sobornos de Odebrecht, el cartel de la Toga, el caso Nule, entre otros[3].

 

Dentro de las principales conclusiones de algunos investigadores que han analizado el tema, tenemos las siguientes:

 

  • En general concluyen que las medidas que se han utilizado no han tenido efecto sobre los niveles de corrupción.

 

  • Ha predominado un enfoque legalista, que privilegia la expedición de normas formales sobre su implementación y sobre la modificación de las normas informales de comportamiento.

 

  • Existe una baja efectividad de la Rama Judicial y de los organismos de control, que impide implementar el régimen sancionatorio.

 

  • Predomina la ineficiencia en la calidad de los servicios que prestan las entidades, creando incentivos para la corrupción, a través del pago para obtener los mismos.[4]

 

  • En las entidades públicas se incrementaron los mecanismos de control aumentando la tramitomania y provocando que la responsabilidad se diluya en la cadena administrativa –no hay responsables reales por los desfalcos, dado que las decisiones no recaen en un solo funcionario[5]– y además se generan nuevas oportunidades de corrupción asociadas a la superación de cada control.

 

  • Predomina una cultura de la legitimidad de la corrupción, donde es normal el tráfico de influencias y el uso de recursos públicos para fines privados, especialmente como prerrogativa de los altos cargos.

 

  • Existe una percepción extendida de la inutilidad de la acción de los ciudadanos para hacer frente a la corrupción.

 

Escenario paradójico

 

En general, los análisis sobre la corrupción tienden hacia dos extremos: a ver el Estado en términos de estructura y a analizar los procesos administrativos y los posibles vacíos en ellos que permiten o fomentan la corrupción y por otro lado a ver a los individuos corruptos como casos aislados o excepcionales en el funcionamiento del Estado y sus instituciones.  Quisiera proponer una perspectiva distinta.

 

Si entendemos el poder del Estado, como “una relación social entre fuerzas políticas mediadas a través de la instrumentalidad de las instituciones jurídico – políticas, de las capacidades del Estado y de las organizaciones políticas” (Jessop, 2014), la corrupción no puede ser entendida como un hecho extraordinario por fuera de esta relación social, sino como parte constitutiva de la misma.  Podría decirse que la corrupción es una forma que asume la relación social en la cual se juega la disputa por el control del poder del Estado.

 

Lo que nos lleva a pensar que la corrupción está estrechamente ligada a la forma cómo se reproduce el poder político; entendiendo que históricamente éste ha sido monopolizado por la “clase política”[6].  Es decir, la corrupción es una forma de la relación social, tradicionalmente utilizada por la “clase política”, para sostenerse en el control del poder del Estado.

 

En este entendido, las leyes y políticas públicas, encaminadas a hacer más transparente la contratación pública, a establecer los límites de los servidores públicos, endurecer los mecanismos de control, imponer sanciones, en fin, contribuyen a mejorar los procedimientos en el manejo de los recursos públicos, pero no son efectivas en la transformación de la forma cómo se reproduce el poder[7]. Por lo cual asistimos a un escenario paradójico en el que coexisten hechos graves de corrupción con avances en la “lucha contra la corrupción” y, más paradójico aún, que políticas pensadas como anticorrupción se conviertan en oportunidades para la corrupción, como el caso de los controles internos de las entidades que deben ser superados por los contratistas, en muchas ocasiones, a través de sobornos.

 

Ahora bien la instrumentalización de la lucha anticorrupción no solo se caracteriza por dejar intacta la forma de reproducción del poder, sino porque ella misma se utiliza como bandera de la clase política tradicional, corrupta, para disputar el control del poder del Estado, vaciándola de su contenido significativo.  Si quienes fueron corruptos tienen éxito político y son quienes alzan las banderas anticorrupción, la sociedad queda entrampada en el sinsentido que finalmente beneficia a los corruptos, esa es la paradoja actual.

 

 

Carlos Alberto Lerma, investigador, Corporación Latinoamericana Sur.

 

Fuentes:

 

Jessop, Bob. El Estado y el poder Utopía. Praxis Latinoamericana, vol. 19, núm. 66, julio-septiembre, 2014, pp. 19-35 Universidad del Zulia Maracaibo, Venezuela.

 

Santos, Boaventura de Souza (1.998). De la mano de Alicia: lo social y lo político en la postmodernidad. Siglo del hombre editores, Bogotá.

 

 

 

[1] Dentro de los artículos, en el texto constitucional, referidos a la lucha contra la corrupción se pueden encontrar: 23, 90, 122, 123, 124, 125, 126, 127, 128, 129, 183, 184, 209 y 270.

[2] Ley 80 de 1993, ley 190 de 1995, ley 1150 de 2007, ley 1474 de 2011, entre otras. El programa Presidencial de Lucha contra la corrupción del gobierno Pastrana (1998-2002) el Programa para la Renovación de la Administración Pública del gobierno Uribe (2002-2010), la estrategia integral contra la corrupción del gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018).

[4] Aunque hay que tener en cuenta que en el sistema de salud, una modalidad de la ineficiencia puede estar ligada a la política institucional, especialmente de los prestadores privados, quienes a través de prácticas ineficientes desestimulan el uso de servicios y por esta vía promueven el incremento de ganancias.

[6] En el sentido que lo plantea Gaetano Mosca como el predominio de una clase dirigente sobre toda la sociedad...  Aunque es necesario analizar su conveniencia en la discusión teórica más profunda.

[7] No solo el poder político... la naturaleza política del poder no es un atributo exclusivo de una determinada forma de poder, sino el efecto global de la combinación entre diferentes formas de poder.  Santos (1998), en “El Estado y los modos de reproducción del poder social”.

https://www.alainet.org/es/articulo/192081

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