En búsqueda del lector perdido
29/04/2013
- Opinión
Con frecuencia los futurólogos anuncian la decadencia, desaparición, extinción del libro. La lectura es un vicio mayor para el que no existe tiempo en la actualidad. La juventud se disparó por la imagen digital, los juegos electrónicos, la música, la diversión en discotecas. Los libros son un montón de páginas llenas de polvo convertidas en un objeto lanzado en algún rincón de la casa, cuando existen. Internet y la televisión por cable, los dos más grandes pretextos para arrinconar al libro.
En las últimas dos décadas el libro, sin duda, confronta los fantasmas de la sociedad digital, de la mecanización de la vida, de la banalización de la sociedad, del endiosamiento del mercado, de la publicidad sin rostro, sin cabeza, sin creatividad, de la idiotización del hombre del siglo XXI, la virtualización de la mediocridad, los precios salvajes del mercado y la filosofía impúdica hacia lo pragmático, donde el libro pareciera no tener un valor tangible para quien lo lee.
Existe un verdadera conspiración contra el libro, el lector, cuando vemos además sumarse a los propios libreros que nos llenan con baratijas de autoayuda, los gobiernos le imponen tributos como si fuera un Mercedes Benz, se acosa a las editoriales con la ausencia de políticas de fomento, los ministerios de educación no renuevan sus programas de lecturas, y el libro es castigado como el peor estudiante de la clase en el rincón del olvido. Afortunadamente Argentina, Chile y México han lanzado una cruzada social a favor del libro. En el metro, México, en los estadios, Argentina, Chile ahora en el centenario de Neruda. No es suficiente, pero es un primer paso.
Condenado por siglos al misterio, quemado por nazis y Pinochet, satanizado por la Iglesia, poderoso por sus saberes, devorado en Alejandría, destruido en la China imperial, el libro nos sonríe desde la memoria y su sabiduría es un poderoso fuego en el alma del hombre. Un niño necesita a un libro como a su madre. Un padre que no lee es un mal libro para su hijo.
El libro es un gran pretexto para encontrarse con uno mismo. Una manera sencilla, apasionante de viajar, de ampliar el mundo, conocer los pisos de la psiquis del hombre, la secreta recreación del amor, la exaltación del placer individual, una mirada solitaria como si una gran pantalla se abriera con un mundo lleno de cosas nuevas para disfrutar, aprender, conocer y crecer. Un libro cuando es verdadero deja que sus páginas corran en silencio y se transforma en nuestro cómplice. Ejerce un raro hechizo desde un principio, guiña un ojo, nos toca el corazón. Él sabe mejor que nadie cuando está en buenas manos. Ambos, el lector y el libro sienten un respiro cuando se da esa comunicación, ese encuentro real, la dimensión de lo desconocido y por conocer.
El libro despierta los sentidos, es una de las experiencias más fantásticas de la realidad. Compañero ejemplar, puede estar a solas con él en un baño, parque, bus, en el metro, una habitación, ascensor, en las horas vacías.
Los libros transforman las vidas de las personas. Hacen vivir y soñar. Crean espacios nuevos, mundos, hacen escuela, humanizan, y desde luego, entretienen. Nada peor que un libro aburrido, es cierto, sin humor, sin amor, sin espíritu, sin pasión, sin ficción, sin realidad, sin vida. Un libro debe movilizar nuestros sentidos.
El libro está destinado para cambiarnos, hacernos reflexionar y nunca ser los mismos después de su lectura. Un libro es tan claro como el día y oscuro como la noche, siempre una moneda de dos caras, sin ninguna, en ocasiones, rostro de muchos rostros con sus respectivas máscaras, pero siempre real, como la ficción de la vida.
El libro es un amigo, pero no debe hacer concesiones, fiel, pero no estúpido, ni condescendiente. Un libro sin duende, sin magia, sin una historia, es como salir de paseo con un dinosaurio en un desierto en búsqueda de la última Coca-Cola.
Son tiempos para sentarse en un balcón a ver pasar el pesimismo, como un inquilino rabioso que mañana será expulsado de la propiedad privada. Días macilentos, desencajados, estrellados en el rompeolas de algún puerto, minutos a la deriva en el camarote de un náufrago, tiempo para audaces especuladores que traen la peste negra y esperan como grandes ratones que el barco se hunda para repartirse el queso.
Los libros son letra muerta para muchos, papel inútil, instrumento de desconfianza para los señores del poder fáctico, literatura inaceptable, tiempo ejercitado en la decadencia, un acto irresponsable plasmado en unas cuantas hojas. Toda esa sensación al vivimos cuando entraban en la hoguera en aquellos días, repetida de quemas anteriores, como si la historia se cocinara en sus propias llamas.
Por cada vocal, consonante, palabra, oración, frase, página quemada, se incendian miles de lectores en distintos lugares del planeta y tiempos, con una nueva palabra iluminada.
Lo presentan como un minusválido, arrinconado en una mesita, con sus orejas rojas de frío y vergüenza, a veces sudando de escalofrío, pensando que nadie lo leerá ni llevará de apunte. Cuando salen a remate en baratillo, ya saben que su humillación es total. Manoseados y olvidados, desprecio al cuadrado. Quizás tengan la suerte de caer en manos de un buen lector. Es su última esperanza. Si en las de un joven lector, la palabra echará raíces aun más profundas.
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