La paradoja de Chapultepec: más allá del integracionismo débil

Partiendo de la histórica “paradoja de Chapultepec”, y oteando el horizonte integracionista desde nuestro siglo XXI, algunas líneas desde las que discutir y trascender el integracionismo débil.

06/12/2021
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El discurso de Andrés Manuel López Obrador en el Castillo de Chapultepec el día 24 de julio de 2021, quedará grabado como un hito histórico. Su llamado a sustituir a la OEA por “un organismo verdaderamente autónomo, no lacayo de nadie, sino mediador a petición y aceptación de las partes en conflicto” sorprendió por ciertas aristas de radicalidad política e historiográfica, que si bien no sorprenderían en boca de algún mandatario o canciller cubano o venezolano, sí sacudieron la arena política al provenir del presidente progresista de una nación que comparte con “el gran vecino del Norte” 3.169 kilómetros de frontera, una historia tumultuosa de conflictos geopolíticos y migratorios| y un revitalizado tratado de libre comercio, el T-MEC, en vigor desde el primero de julio de 2020. 


Además, causó revuelo su enumeración de las “operaciones cubiertas y encubiertas de Estados Unidos” en los últimos dos siglos: las “imposiciones, las injerencias, las sanciones, las exclusiones y los bloqueos” para “poner o quitar gobernantes al antojo de la superpotencia”. Entre otros elementos de interés AMLO trazó una rigurosa semblanza de Simón Bolívar y su legado integracionista, propuso construir un ente “similar a la Unión Europea”, rescató la indómita defensa de la soberanía cubana y propuso para la isla “el premio a la dignidad” y su declaración como “patrimonio de la humanidad”. Rápidamente y en cascada, otros mandatarios como Alberto Fernández de Argentina, Luis Arce de Bolivia, y el sandinismo en Nicaragua se pronunciaron en la misma sintonía crítica para con la OEA, el organismo hemisférico regentado por el uruguayo Luis Almagro. 


La estela de una derrota, de Panamá a Chapultepec


La ceremonia por el 238 aniversario de natalicio de Simón Bolívar no podría haberse realizado en un sitial más significativo. Durante la ocupación y conquista estadounidense de México de 1846-1848 -“el gran zarpazo”, como lo llamó AMLO-, la batalla decisiva por el control de la Ciudad de México se dio en aquel mítico castillo entre barroco y neoclásico. Su captura produjo inmediatamente la rendición de México y la renuncia del general Santa Anna. Sectores exaltados de la opinión pública estadounidense se apresuraron a reclamar la conquista y anexión de todo el territorio mexicano. Pero el Tratado de Guadalupe Hidalgo estableció la cesión de “tan sólo” la mitad del país, fijando la frontera actual en el Río Bravo, al precio vil de 15 millones de dólares en concepto de “compensación”. Con la conciencia límpida el periódico Intelligencer se apresuró a afirmar que “no tomamos nada por conquista, gracias a Dios”.


Pero en aquella trama que conecta a Bolívar, México y Chapultepec se esconde una auténtica paradoja. Exactamente 20 años antes de aquella guerra de conquista y anexión, culminaba con resultados modestos y ambivalentes la más audaz iniciativa política lanzada por Simón Bolívar, y la más relevante tentativa de unión latinoamericana. El 15 de julio de 1826, en la Sala Capitular del antiguo Convento de San Francisco de Panamá, cerraba sus sesiones el Congreso Anfictiónico de la ciudad homónima, que pretendía confederar a las antiguas colonias españolas, extendiendo a la subregión los pactos precedentes de “unión, liga y confederación perpetua” que Bolívar venía promoviendo desde hacía 13 años entre las nacientes repúblicas (la Gran Colombia, Perú, Chile, México, Centroamérica e, infructuosamente, las Provincias Unidas del Río de La Plata). 


Muy lejos de las -casi- quiméricas aspiraciones del “hombre de las dificultades”, en un balance que no hemos de detallar aquí, la propuesta anfictiónica se enfrentó a la acción disgregativa de agentes y comisionados británicos, holandeses, y también norteamericanos, invitados estos últimos por Francisco de Paula Santander -al frente del gobierno de Colombia en ausencia de Bolívar- contraviniendo explícitamente las directivas de aquel. Uno de los meollos del asunto estaba en la propuesta de una alianza defensiva y ofensiva que ligara de forma perpetua a las hermanas repúblicas, la constitución de una fuerza conjunta de 100 mil hombres que repeliera cualquier intento de reconquista española y desalentara a cualquier otra potencia colonial, la construcción de una fuerza expedicionaria para libertar a Puerto Rico y Cuba, la propuesta de no negociar la paz ni declarar la guerra de forma unilateral, y la obligación de socorrer a las naciones vecinas ante cualquier invasión extranjera. 


Es decir, una propuesta realista que se expresaría casi en simultáneo en la acción del Ejército Unido Libertador del Perú en la Batalla de Ayacucho, con la unificación de fuerzas peruanas, rioplatenses, chilenas, y grancolombianas que marcharon en conjunto “a paso de vencedores”. Una propuesta, similar en su forma, pero diametralmente opuesta en su contenido, al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) impulsado por Estados Unidos y firmado en 1947 en el marco del naciente sistema “interamericano”, bajo la inspiración de la Doctrina Monroe y la lógica excluyente de la Guerra Fría. El TIAR sería la expresión securitaria de la OEA -así como un antecedente de la OTAN-, así como la fuerza militar hispanoamericana pretendía serlo de la federación anfictiónica propuesta por Bolívar. 


Pero volvamos a nuestra paradoja. Sabemos por el informe del venezolano Pedro Briceño Méndez que los comisionados mexicanos al Congreso pretendían sostener el pacto militar sólo mientras durase la guerra anticolonial con España, negando su perpetuidad. Y que fue la misma delegación la que pretendió invitar a Estados Unidos, Inglaterra y la presuntas “potencias neutrales y amigas” a firmar los pactos resultantes. La mayoría de las especificaciones sobre los contingentes militares nunca se cumplieron, mientras que las resoluciones del órgano rector, la Asamblea General, fueron rebajadas a consultivas y no vinculantes. Pese a esto, el Congreso dejaba establecida una institucionalidad mínima y común que podía oficiar de garante a la soberanía e independencia de sus miembros, en un contexto en que América Latina y el Caribe todavía sufría los embates de cinco potencias coloniales concurrentes. 


Pero el golpe de gracia al proyecto bolivariano fue su traslado a Tacubaya, México, en donde, tal como lo sospechaba Bolívar, quedaría bajo la órbita de la creciente influencia norteamericana. En los dos años siguientes el gobierno de México se negaría a ratificar los tratados y, en 1828, ante la imposibilidad de continuar las deliberaciones, un “protocolo” final dejaría constancia de la defunción del proyecto anfictiónico. Exactamente 18 años después comenzaría la ocupación y anexión de la mitad del territorio mexicano. Balcanizado el continente, conducidos los Estados nacientes por oligarquías liberales y coloniales y sometidos a cruentas guerras civiles, sin una institucionalidad común, fuerzas militares conjuntas, ni una estructura política confederada, sin voces de auxilio ni naciones aliadas, a apenas 3 kilómetros de Tacubaya caía el Castillo de Chapultepec. La suerte de Panamá selló la suerte de México, y sería de Hidalgo y Morelos la derrota de Bolívar. 


La OEA y la CELAC: indicios de la historia


La doctrina Monroe-Adams (1823) y la doctrina vallista y bolivariana elaborada y sistematizada desde la Carta de Jamaica de 1815 hasta la Convocatoria al Congreso en 1824, son los dos grandes marcos conceptuales que han guiado las respectivas políticas exteriores, estadounidenses o latinoamericanas, tendientes a la desintegración o a la unión de las naciones latino-caribeñas. En el marco de esas dos tradiciones antagonistas se enmarcó la intervención de AMLO en Chapultepec. 


Pero su idea, pese a lo oportuna, no fue novedosa. Ya Hugo Chávez Frías había planteado en el año 2009: “Si esto sigue así, en verdad, hay que preguntarse: ¿Para qué la OEA? ¿Para que continúe el cinismo? […] Venezuela podría salir de la OEA y crear o convocar a los pueblos de este continente a que nos liberemos de esos viejos instrumentos y a que formemos una organización de pueblos de América Latina, de pueblos libres”. No en vano dos años después el mandatario venezolano oficiaría de anfitrión y animador descollante del primer cónclave de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), fundada en 2011 a partir del embrión del llamado Grupo de Río. 33 países plenamente independientes se suscribieron al organismo y sus documentos fundacionales, exactamente los mismos que hacen parte de la OEA -con la exclusión de Estados Unidos y Canadá.


Incluso, en un giro por ahora más ideológico que programático, hace seis años Evo Morales Ayma y Álvaro García Linera llegaron a acuñar el sugestivo concepto de un “Estado continental plurinacional”. Supo decir el ex mandatario boliviano que “La mejor manera de incursionar en los mercados mundiales y reorientar el curso de la mundialización económica es actuando como un Estado continental plurinacional”, abogando por una verdadera “integración física, social, energética y ambiental”, considerando además “las diferencias y tamaños de los países”. A lo que su vice agregaría: “Soy un convencido que América Latina solo va a poder convertirse en dueña de su destino en el siglo XXI, si logra constituirse en una especie de Estado continental, plurinacional, que respete las estructuras nacionales de los Estados, pero que la vez con ese respeto de las estructuras locales y nacionales, tenga un segundo piso de instituciones continentales en lo financiero, en lo económico, en lo cultural, en lo político y en lo comercial.”


En esta sintonía, la CELAC, como organismo, implicó la culminación de un extenso proceso integracionista que reconoce como antecedentes no sólo al Grupo de Río (1986), el ALBA-TCP (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos, 2004) y la UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas, 2008), sino también a los mucho menos conocidos procesos integracionistas específicamente caribeños como la CARICOM (Comunidad del Caribe, 1973), incomprensible a su vez sin la extinta y algo efímera Federación de las Indias Occidentales (1958). Pero también a una serie de asociaciones de carácter más empresarial, bajo el signo del librecambismo, tales como la ALALC (Asociación Latinoamericana de Libre Comercio), el Pacto Andino y CARIFTA (Caribbean Free Trade Association) en la década del 60, y MERCOSUR (Mercado Común del Sur), la Comunidad Andina, SICA (Sistema de la Integración Centroamericana), SIECA (Secretaría de Integración Económica Centroamericana) y la AEC (Asociación de Estados del Caribe) en la década del 90.


Respecto a la OEA es falso de toda falsedad que, al decir del colombiano Ernesto Samper, el “sistema interamericano” promovido por los Estados Unidos “haya comenzado a fallar tras la derrota del ALCA y la concreción unilateral del TLC entre México, Canadá y EE.UU” ni que haya perdido “recientemente su capacidad de actuar neutralmente en la región”. Su “fallas” -o, desde la mirada norteamericana, sus rotundos aciertos-, pueden ser rastreados desde la presidencia de Rutherford B. Hayes y los primeros intentos de organizar una conferencia interamericana en los años 1880, con el hito de la realización de la Primera Conferencia Internacional de Estados Americanos en el año 1889. Como describiera el notable cronista José Martí, convidado de aquel cónclave, lejos de todo pretendido neutralismo, los objetivos del panamericanismo han sido el arbitraje político tutelado y el intento de conformar una unión aduanera subordinada a los intereses de los Estados Unidos. Por supuesto que estos 150 años de interamericanismo (o su codificación de la Guerra Fría, el panamericanismo), así como los casi 70 años de existencia institucional de la OEA, han visto una sucesión de momentos de distensión y de máxima sujeción, de conformidad con la correlación de fuerzas hemisféricas y globales y la situación interna de la potencia hegemónica.


Apenas en los últimos años, la OEA ha sido cómplice, testigo o fuerza concurrente en una guerra internacional unilateral sin precedentes en Haití, de un intento de ocupación y guerra internacional en la frontera colombo-venezolana, de diversas intervenciones fallidas en Centroamérica, y de un golpe de estado en toda regla en Bolivia. 


Más allá del integracionismo débil


Después de un parate forzoso de cuatro años, tras el aislamiento creciente del ALBA-TCP y la destrucción concertada de la UNASUR por parte de los gobiernos neoliberales y pro-norteamericanos, la VI Cumbre de la CELAC fue recibida como un bálsamo por parte de todos los sectores soberanistas e integracionistas de Nuestra América. Sin embargo, la notoria ausencia de una nación subcontinental como Brasil; los frenos y reticencias de los gobiernos de Colombia, Paraguay y Ecuador para con Venezuela, Nicaragua y Cuba; así como lo manifiestamente insípido de la declaratoria final -en particular la no mención a la OEA y su eventual superación- hacen prever el retorno de las grandes proclamas y las acciones chiquitas, bajo el peligro de un integracionismo débil, retórico, sin sustancia. 


Por supuesto que toda ponderación debe partir de la situación geopolítica regional, ciertamente adversa, así del análisis de los países anfitriones y los principales impulsores de esta nueva cumbre: el mandatario mexicano Andrés Manuel López Obrador y, de cuerpo ausente, el presidente argentino Alberto Fernández; algo así como la realización primera del tan mentado eje Buenos Aires-Ciudad de México. 


Partiendo de la histórica “paradoja de Chapultepec”, y oteando el horizonte integracionista desde nuestro siglo XXI, podemos pensar en algunas líneas desde las que discutir y trascender el integracionismo débil.


1) No hay unión política ni diplomática sin defensa militar conjunta. Desde los contingentes militares hispanoamericanos y el Ejército Unido Libertador de Ayacucho hasta el Consejo de Defensa de la UNASUR, no hay agenda integracionista que pueda soslayar la importancia capital de este asunto. La declaración de América Latina y el Caribe como zona de paz debe presuponer no sólo la ausencia de conflictos militares inter-regionales, el respeto a los derechos humanos y la desnuclearización, sino también la coordinación de fuerzas militares que puedan tener un efecto disuasorio ante las agresiones externas, máxime en un contexto en que se vuelven cada vez más recurrentes las giras militares y las reuniones a puertas cerradas como las de Craig Faller, jefe del Comando Sur. Abandonar el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, un anacrónico mecanismo militar de la Guerra Fría, es un imperativo ético y militar.


2) El eslabón fuerte de la unión puede ser mañana el eslabón débil. No hay peso específico, estabilidad política o bonanza económica que otorgue inmunidad a nación alguna de nuestra región: el reciente ejemplo de Bolivia debería bastar como botón de muestra, así como el caso del México del siglo XIX. A esto se suma el hecho de que las amenazas coloniales han sido permanentes a lo largo de nuestra historia, aunque hayan mudado las tácticas y los agresores. Urge, en este sentido, rescatar y actualizar la llamada Doctrina Drago, sobre todo a sabiendas de que el imperialismo golpea un objetivo cada vez, nunca a todo el conjunto. Como dijera en 1822 el hondureño José Cecilio del Valle, el otro gran promotor de la confederación latinoamericana, en su ensayo “Soñaba el Abad de San Pedro y yo también sé soñar”: “no hubo simultaneidad en la causa justísima de nuestra independencia; y esta falta grave (…) entorpeció la marcha de América; y fue origen de males que llora el amigo de los hombres. (…) La unidad de tiempo es en los grandes planes la que multiplica la fuerza y asegura el suceso; la que hace que dos tengan más poder que un millón. Cien mil fuerzas obrando en períodos distintos sólo obran como una”. 


3) La unidad ha de ser latino-caribeña, y no sólo latino o sudamericana. Quizás haya que repensar a la CELAC no como un organismo que represente a países, sino como un organismo que represente a instancias regionales previas. Mesoamérica y el Caribe en particular, y más notoriamente el Caribe no hispanohablante, requieren de instancias agregativas previas -por sus peculiaridades geográficas, históricas, lingüísticas, etcétera- si quieren tener una paridad real con sus colosales vecinos latinoamericanos como Brasil, México o la Argentina. De esta forma, la presión de una magnitud equivalente de países pequeños concertados podrá contrapesar las tentativas autonomistas de los grandes. El Caribe habrá de convertirse en un mar de encuentro para los pueblos latino-caribeños -así como el Mediterráneo para los europeos- o la “frontera imperial” de la que hablara el dominicano Juan Bosch continuará avanzando hacia el sur de forma ininterrumpida. 


4) Urge colocar el debate sobre el porvenir y las posibilidades de América Latina y el Caribe en el contexto de una nueva transición de la hegemonía global. Ayer, como hoy, la región deberá jugar de forma unificada e inteligente en el escenario geopolítico mundial. Como antaño con Inglaterra y Estados Unidos -en oposición y equilibrio frente a España-, nuestros países deberán actuar de forma unitaria para aprovechar el escenario de competencia abierto entre China, Rusia y el bloque occidental comandado por los Estados Unidos, pero evitando caer presos de la Trampa de Tucídides y manteniendo una atenta postura neutralista y de paz frente al agravamiento de las tensiones globales. Sin embargo, la multiplicación de potencias concurrentes no asegura por sí misma la apertura de posibilidades de avance. Como dijera el propio AMLO, no hay ejemplo más prístino que el de la pandemia: mientras que diversificamos nuestras relaciones comerciales y pudimos negociar con países no occidentales la adquisición de vacunas e insumos (algo impensado hace apenas dos o tres décadas) la negociación ha sido y es torpe, descoordinada y bilateral. Es necesario no sólo negociar, sino producir como bloque. ¿Qué no podrían hacer las infraestructuras de países como Brasil, México y Argentina asociadas al capital humano y sanitario de la potencia médica cubana?


5) La integración (y, tendencialmente, la unión) no puede ser sólo estatal ni obra de diplomáticos, como sugirió AMLO. La integración de la cultura, las artes, la economía, la diplomacia, la defensa, la ciencia, la ecología y las formas de sociabilidad dependen de una pléyade de actores estatales y no estatales, pero en particular de estos últimos: no hemos alcanzado aún formas duraderas de articulación que incluyan de forma sistemática a movimientos populares, sindicatos, partidos, universidades, centros de cultura y toda forma de asociatividad concebible. Su carácter estratégico reside en su permanencia, conocido el carácter efímero y cambiante de los gobiernos y las orientaciones estatales. Es preciso crear y multiplicar instituciones culturales latino-caribeñas y favorecer formas de intercambio lingüístico, imprescindibles en este babélico continente que habla muchos más idiomas que el español, lengua franca tan sólo parcial y aparente que deja por fuera a regiones y naciones enteras.


6) La integración ha de tener por supuesto un basamento económico y también monetario, en sintonía con la propuesta de la Nueva Arquitectura Financiera Regional (NAFR), el Sistema Único de Compensación de Pagos (SUCRE) y la desdolarización de los intercambios comerciales regionales, algo que ya está sucediendo con éxito en otros lugares. Es imposible pensar esta dimensión de la integración sin los poderosos acumulados prácticos y conceptuales del ALBA-TCP, el principio de complementariedad y los intercambios no mercantiles como los sostenidos ejemplarmente entre Venezuela, Cuba y los miembros de la plataforma de integración energética Petrocaribe. Como decía Martí: “Quien dice unión económica, dice unión política. El pueblo que compra, manda. El pueblo que vende, sirve. Hay que equilibrar el comercio, para asegurar la libertad […] Lo primero que hace un pueblo para llegar a dominar a otro, es separarlo de los demás”. Una subdimensión de este problema tiene que ver con la candente agenda migratoria, considerando que desde el proyecto anfictiónico de Panamá existen propuestas de libre circulación de personas entre los territorios de la Unión: la misma agenda que América Latina y el Caribe debe exigir y negociar como bloque con Estados Unidos, y la misma que debe practicar, con coherencia, en sus fronteras interiores.


7) Hay desafíos a la integración específicos de nuestra era, no reductibles a la experiencia histórica pretérita: novedosas propuestas como la flamante Agencia Latinoamericana y Caribeña del Espacio (ALCE), las ideas pioneras de desarrollo de redes sociales digitales no corporativas y específicamente regionales (un símil a las desarrolladas por China o Rusia), la creación de una red propia y soberana de fibra óptica, la construcción de formas de transporte regionales y multimodales que pongan en jaque las infraestructuras meramente extractivas como las del IIRSA (Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana), la necesaria cooperación sanitaria propia de tiempos pandémicos y un largo etcétera.


8) Para desarrollar estos puntos es necesario conocer al dedillo las experiencias de integración más disímiles, pero no sólo las occidentales -como la Unión Europea- sino también otras, desde el funcionamiento del extinto bloque soviético hasta el reciente Foro de Cooperación Económica de Asia Pacífico (APEC) impulsado por China. Pero sobre todas las cosas es preciso reconocer y beber de las fuentes propias: Bolívar hablaba de Corinto y Del Valle del Congreso de Viena, pero se trataba de metáforas para hacer inteligibles sus proyectos. De lo que se trata, en suma, es de “equilibrar el universo”, y para eso América Latina y el Caribe cuenta con una nutrida experiencia bicentenaria y programas históricos de relevancia. Ante todo, cabe despejar algunos espejismos civilizatorios en torno a las presuntas bondades del europeísmo: sí de un lado de la moneda la Unión Europea muestra una virtuosa integración en el campo económico, no podemos soslayar que ésta ha ido de la mano de la creación de instituciones financieras tiránicas como “la Troika”, del exclusivismo galo-germano, de políticas migratorias xenófobas y violatorias de los derechos humanos, y de una integración neocolonial y guerrerista hacia sus antiguas colonias que se expresa a cabalidad en su participación decidida en la OTAN y en todas las aventuras militares occidentales. Además, un balance completo de la Unión Europea no puede eludir, precisamente ahora, el fracaso en puerta que implican el Brexit y la nueva oleada de fascismos autóctonos.


9) A título al menos conceptual, es necesario distinguir entre “integración” y “unión”. La propuesta histórica de Miranda, Bolívar, San Martín, Del Valle, Bilbao, Ugarte y otros tenía que ver con la construcción de mecanismos de integración como estación intermedia hasta la consecución de formas unionistas y federativas. Aún pese a 200 años de vida estatal balcanizada, algunas regiones de nuestros países se parecen más a las regiones transfronterizas que a los centros de sus propias repúblicas, en particular a sus extrovertidas ciudades-puerto. Claro que la contradicción entre unión e integración es meramente lógico-formal: una mirada dialéctica de nuestra región comprende que las iniciativas concretas de integración allanan el camino hacia la unión, y que la unión, sin políticas concretas y tendencias definidas, puede morir de formalismo, declamación o burocratización.
 

10) Por último, no alcanza con declaraciones anti-injerencistas. Hace falta voluntad, concertación, músculo y liderazgos regionales si queremos eludir el fatal destino de convertirnos en -o, en el caso de muchas de nuestras naciones, continuar siendo- protectorados, neocolonias, “departamentos de ultramar” o “estados libres asociados.” El largo plazo abrirá las puertas a nuevas posibilidades de descolonización y unión, pero el corto plazo las dificultará aún más. Ninguna nación podrá presumir de forma arrogante de su autosuficiencia: la paradoja histórica de Chapultepec nos lo recuerda de forma perenne. Ni tampoco la integración puede evitar la lógica de las exclusiones: integrarse “con todos” es, como ya lo mencionaba Bolívar, integrarse con nadie o, peor aún, dispersarse. Como decía Del Valle: “La América se dilata por todas las zonas, pero forma un solo continente. Los americanos están diseminados por todos los climas; pero deben formar una familia. […] Este suelo es nuestra Patria. ¿Será el patriotismo un delito?”


Fuente: Revista Memoria

 

https://www.alainet.org/es/articulo/214525
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