Masculinidad hipócrita

La cultura patriarcal dominante excluye y estigmatiza a esta considerable cantidad de mujeres transgénero guatemaltecas, condenándolas a la marginalidad, y en muchos casos, a la muerte.

05/05/2021
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Luego de una prolongada guerra interna de 36 años, hacia fines de 1996, cuando se firma la Paz Firme y Duradera, había en la ciudad de Guatemala aproximadamente 30 mujeres transgénero ofreciendo sus servicios sexuales, básicamente en la zona céntrica, lo que se conoce como el casco histórico. Hoy, 25 años después de aquel evento, esa cantidad aumentó exponencialmente (se decuplicó, según algunos datos de organizaciones que trabajan en el tema de la diversidad sexual). Es decir: pululan por las calles capitalinas alrededor de 300 mujeres trans, no sólo en ese centro histórico sino en diversos puntos. La pandemia de coronavirus y los obligados confinamientos no detuvieron el hecho; por el contrario, surgieron nuevas modalidades de atención a domicilio.

 

En una década transcurrida, ¡diez veces más de oferta! Dato interesante: hoy día no solo en la capital se encuentra ese servicio, sino en distintos puntos del país. Y lo hay para todos los gustos y posibilidades económicas. ¿Qué significa todo eso? ¿Por qué resaltarlo?

 

El fenómeno existe, y nadie puede alegar desconocerlo. Pero, por supuesto, como todo fenómeno, admite ser interpretado de distintas maneras, radicalmente antitéticas incluso. Según como se mire, para algunos podrá ser síntoma de descomposición social. De esa cuenta, para quien defiende una moral pretendidamente férrea y pura, siempre ligada a posiciones religiosas (moralina engañosa, por cierto), este crecimiento sería indicador de una “decadencia en los valores más sagrados de la sociedad”. En tal sentido, según esa posición, vamos hacia un libertinaje promiscuo, por tanto, condenable. Las “tentaciones” del demonio estarían a la orden del día, y necesitaríamos entonces una gran “cruzada moral” para encausar tantas almas extraviadas. La homofobia, la hetero-nomatividad, la concepción mezquina de lo humano, siempre de la mano de una cosmovisión instintivo-biológica y de la absurda e hipócrita moralidad religiosa como trasfondo, está muy arraigada. “Tener un hijo o una hija gay, una desgracia. Pero al final…vaya y pase. Pero trans… ¡qué terrible!”, dijo con absoluta sinceridad un varón heterosexual en su sesión psicoanalítica. Eso, en muy buena medida, es la idea dominante: habría así una “normalidad” sexual inviolable.

 

Por otro lado, para las mujeres transgénero, que siguen creciendo en número día a día, esto significa: 1) una mayor posibilidad de ganarse el sustento diario con la venta de servicios sexuales, dado que por la discriminación de que son objeto no consiguen otras fuentes de ingreso (¿quién le da trabajo a una mujer trans?), y 2) como colectivo, como parte del grupo de diversidad sexual (LGTBIQ+) que reclama derechos propios y la no-discriminación, posibilita una mayor presencia (quizá no aceptación, pero sí al menos visibilidad) en la dinámica social.

 

Pero podría intentarse aún otra lectura de los hechos, que es la que queremos destacar aquí: si crece de tal modo la oferta de servicios (un 1,000% más que un par de décadas atrás), ello responde y se articula con un similar aumento en su demanda. ¿Hay más homosexuales varones que requieren los servicios de una mujer con pene? No, no es así: básicamente la oferta de estas sexoservidoras es tomada por varones oficialmente heterosexuales (digamos “oficialmente”; aquellos que pueden expresarse con toda la homofobia del caso como esa persona arriba citada).

 

La cultura patriarcal dominante -que, sin lugar a dudas, bendicen las grandes religiones, siempre profundamente machistas-, la cultura de los “machos” que establecen las condiciones reinantes, excluye y estigmatiza a esta considerable cantidad de mujeres transgénero, condenándolas a la marginalidad, y en más de algún caso, a la muerte, como producto de este disparate al que algunos llaman “limpieza social”. De hecho, no es infrecuente la persecución y golpiza de alguna de ellas por parte de esos “machos”, de lo cual se habla poco y nada mediáticamente. Según algunos colectivos de diversidad sexual, durante la pandemia creció el número de ataques a mujeres trans. Todo indicaría que a partir de la instigación hecha por religiosos fundamentalistas que ven en la crisis sanitaria un “castigo divino” por tanta “perdición” (por lo que habría que castigar a esas “indecentes pecadoras que atraen los castigos divinos”).

 

Pero ¿quiénes consumen estos servicios sexuales? Dicho por las mismas sexoservidoras trans que venden sus cuerpos noche tras noche, son varones, hombres con bigote y con todas las características de un reconocido “macho viril” quienes las contratan. Nunca son mujeres ni homosexuales. ¿Qué puede concluirse de eso entonces?

 

El psicoanálisis, que no es denostado como toda la comunidad de diversidad sexual, pero que tampoco es lo más aceptado en nuestra moral cotidiana -precisamente a partir de la infundada “denuncia” de pansexualismo- muestra con lujo de detalles cómo se construye nuestra sexualidad. Con esto se pone en entredicho la visión biológico-instintivista que uniría “machos” y “hembras” en función de la procreación (“Adán y Eva y no Adán y Esteban dice la Biblia”, vociferó feroz una pastora desde el púlpito). En otros términos: la bisexualidad es una posibilidad siempre abierta. Escandalizarse de ello es “querer tapar el sol con un dedo”.

 

El crecimiento en la oferta de mujeres transgénero -insistamos en esto: para todos los precios, incluido el pago con tarjeta de crédito- ¿habla de una “enfermedad” moral o de una realidad que se prefiere callar? Siendo rigurosos con el análisis, y haciendo uso de los conceptos psicoanalíticos, es evidente que la moral basada en “normales” y “desviados” no alcanza. La sexualidad sigue siendo el Talón de Aquiles de la humanidad, y no hay forma en que deje de serlo. “La neurosis es el precio de la civilización”, decía Freud. Más contundentemente, y de modo más general aún, válido para todas y todos en cualquier espacio cultural: “cierto malestar es el precio de la civilización”. “La angustia es lo único que no engaña”, dirá Lacan. La moral, los principios éticos -necesarios sin duda para mantener unido al colectivo- están basados en un engaño original. Por ejemplo: machos siempre muy machos.

 

Preguntémonos seriamente, con sentido crítico: ¿dónde está nuestro padre, o nuestro hijo varón, o nuestro hermano en estos momentos, todos ellos oficialmente heterosexuales? ¿Podrán ser ellos uno de los clientes que buscan los servicios del creciente número de mujeres trans que se ofrece por allí? ¿Por qué no? ¿Qué garantiza que no lo hagan, acaso su declarada heterosexualidad? Como vemos, esa declaración no es sino un estandarte que no se sostiene tan rígidamente como la proclama lo diría. La identidad sexual es una larga y penosa edificación psicológico-social (no asegurada biológicamente), que puede dar como resultado final un varón o una mujer “normales”, integrados a los circuitos de su cultura, reproduciendo -a veces- la especie y, en general -a no ser que sean críticos- el mundo simbólico al que pertenece. Pero las cicatrices y magullones que ese transcurso deja, permiten ver que la normalidad es pura cuestión de grado. Los “rudos” varones son los que contratan a estas trabajadoras sexuales. Un hombre -con pene- que está sexualmente con una mujer con pene, ¿es homosexual? Uno de estos “rudos” varones se ofendería profundamente si se le confrontara de ese modo. Pero todo esto, como mínimo, debería servir para empezar a cuestionar qué entendemos por masculinidad.

 

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