Camus, un moralista laico y libertario

05/10/2020
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El paso constante del poder de unas manos a otras demuestra que es muy frágil y difícil de conservar durante mucho tiempo”

Luca y Francesco Cavalli-Sforza

 

El poder vuelve loco al que lo tiene”

Albert Camus

 

En un tiempo pasado no tan lejano --cuando Albert Camus (1913-1960) vivía-- llamar a alguien de moralista suponía un reconocimiento extraordinario. El sentido positivo de la expresión cobró plena vigencia hacia 1700-1800, cuando destacados pensadores británicos (por ejemplo, Adam Smith, Thomas Payne, Jeremy Bentham) fueron calificados moralistas, con lo que reconocía su enorme ascendencia moral sobre sus contemporáneos. En el último tramo del siglo XIX y hasta pasada la primera mitad del siglo XX, la connotación positiva del término se mantuvo y, en razón de ello, a Albert Camus --con una significativa obra moral, como veremos-- se le pudo caracterizar de esa forma; lo mismo que se hizo con Mahatma Gandhi, Martin Luther King y Nelson Mandela, por citar a otros tres grandes moralistas de tiempos recientes. De entrada, debe quedar claro que, partiendo de estas importantes figuras, un moralista es alguien que promueve, en sus palabras y acciones, ideas, valores y opciones que ponen a la dignidad humana y a la realización de las personas, en mayor libertad y felicidad, en el centro de sus preocupaciones y compromisos.

 

En las dos décadas finales del siglo XX (o incluso antes), la palabra “moral” comenzó a teñirse de un tinte conservador, reaccionario y tradicionalista, dando lugar a que la palabra “moralista” se usara (o se pensara que sólo servía) para referirse a personas que defendían o buscaban imponer valores, creencias y opciones conservadoras, no exentas de justificaciones de tipo religioso. La moral se vio contaminada de influencias religiosas (cristianas católicas, cristianas evangélicas, judías o musulmanas, según los contextos), y los moralistas seculares, laicos, ateos o liberales desaparecieron (o quedaron relegados) de la escena pública, quedando los moralistas religiosos (o casi religiosos) imponiendo sus prejuicios y mitos. Es una lástima que las cosas se encaminaran por esa ruta, en la cual, en distintas naciones y ambientes culturales, se continúa en el presente.

 

Pues bien, Albert Camus nos remite a una época en la cual la moralidad no estaba en manos exclusivas de sectas o grupos religiosos conservadores, sino que la misma tenía otros cauces. Entre ellos, el labrado por Camus, quien promovió, no sólo en formulaciones escritas, sino en su comportamiento, una moral laica de tipo libertario. No elaboró ni divulgó una reflexión ética (una filosofía), sino ideas-exigencias morales que sirvieran de guía para acciones y comportamientos efectivos, siendo él el primero en tratar de cumplir con las mismas. Es decir, lo suyo fue, entre otras cosas --pues fue ensayista, periodista, dramaturgo y filósofo--, una obra moral, la cual dejo tal huella en su tiempo --y, lamentablemente, muy poco en el nuestro-- que no es descabellado considerarlo como un moralista laico y libertario. Es este perfil de moralista de Albert Camus el que queda retratado en sus Escritos libertarios (Barcelona, Tusquets, 2014), en la cual sus ideas y acciones morales cobran vida al calor de las luchas y denuncias concretas en las que el autor intervino de forma decidida.

 

Fueron muchas las batallas de Camus en favor de la dignidad y libertad de sus semejantes. No se dedicó a elaborar conceptos abstractos y esencialistas, sino ideas y tomas de posición fraguadas al calor de experiencias y situaciones hirientes y dramáticas antes las que él consideraba que no podía ser indiferente. Algo hiriente para Camus fue la situación de los condenados a muerte, los presos y los exiliados en la España franquista. Fue duro en sus juicios contra Franco y en sus juicios contra una Europa que, al darle legitimidad (por ejemplo, dándole un lugar en la UNESCO), se convirtió en cómplice de sus atrocidades en contra de los republicanos. “¿Quién se atreverá a decirme --escribió-- que soy libre cuando mis amigos más nobles están en las cárceles de España?”.

 

España --la España quijotesca, como él la llamó-- fue uno de los principales desafíos morales de Camus, pues sentía como propios las persecuciones y los exilios que padecían las víctimas del franquismo. “Con la pluma --anota Fredy Gómez en su texto de homenaje al pensador francés--, con la palabra y con la acción, Camus aportó un apoyo decidido y constante a esa mitad de España que, exiliada, combatiente y mártir, se empeñaba en alterar el orden de las cosas, reivindicando su inalienable derecho a la libertad y al retorno… Amaba profundamente a esa España rebelde y quijotesca, cuya singular historia conocía bien”.

 

España no fue la única preocupación de Camus. También se comprometió decididamente, entre otras, con la causa de los objetores de conciencia, el pacifismo, las luchas sindicales y la resistencia ante los totalitarismos. Siempre que estuvo en jaque la libertad, la dignidad y la felicidad de personas concretas, Camus tomó posición en la denuncia y la participación en actividades que ayudaran --casi siempre consciente de lo limitado no sólo de esa ayuda, sino de sus propias capacidades-- a las víctimas. En un encuentro con los trabajadores del libro comentó: “personalmente me niego con toda mis fuerzas a ser considerado un guía de la clase obrera. Es un honor que declino. Siempre estoy en la incertidumbre y necesito constantemente que se me ilumine”.

 

Pero sus incertidumbres no le impedían ser firme en su compromiso con ideales morales últimos, como la libertad, la dignidad humana, la justicia y la paz. En 1955 escribió un texto en homenaje a Eduardo Santos --ex presidente colombiano y ex director del periódico El tiempo, exiliado en Francia--, texto que es una joya moral en pro de la libertad, así cómo de las amenazas que se ciernen sobre ella desde el poder. Las ideas que se citan a continuación son sólo una muestra de la densidad del mensaje y de las posturas morales de Camus.

 

“Hoy la libertad --le dice a Santos-- no tiene demasiados aliados. He llegado a decir que la auténtica pasión del siglo XX era la servidumbre. Era ésta una palabra amarga y que no hacía justicia a todos estos hombres, entre los que usted se cuenta, y cuyo sacrificio y ejemplo todos los días nos ayudan a vivir. Pero solamente quisiera expresar esta angustia que siento cada día ante el debilitamiento de las energías liberales, la prostitución de las palabras, las víctimas calumniadas, la justificación complaciente de la opresión y la admiración maníaca de la fuerza. Vemos proliferar a esta gente de la que se ha podido decir que parece hacer del gusto por la servidumbre un ingrediente de la virtud. Vemos a la inteligencia buscar justificaciones para el miedo, y encontrarlas sin problema, puesto que cada cobardía tiene su filosofía. La indignación se calcula, los silencios se conciertan… Todos huyen de la auténtica responsabilidad, la fatiga de ser fiel o de tener una opinión propia para caer sobre los partidos o las falanges, que pensarán, se indignarán y finalmente calcularán en su lugar”.

 

Y más adelante, afirmaciones contundentes como éstas:

 

“El bienestar del pueblo, en especial, siempre ha sido la coartada de los tiranos y además ofrece le ventaja de dar buena conciencia a los sirvientes de la tiranía”.

 

“Esos mismos que utilizan semejantes coartadas saben que se trata de mentiras; dejan a sus intelectuales de guardia la tarea de creer en ello y demostrar que la religión, el patriotismo o la justicia exigen para continuar el sacrificio de la libertad”.

 

“La libertad no muere sola. Al mismo tiempo, la justicia se exilia para siempre, la patria agoniza y la inocencia se vuelve a crucificar todos los días”.

 

“La libertad de cada uno encuentra sus límites en la de los demás; nadie tiene derecho a la libertad absoluta. El límite donde empieza y termina la libertad, donde se ajustan sus derechos y sus deberes, se llama la ley y el propio Estado debe estar sometido a la ley”.

 

“La libertad de prensa es quizá la que ha sufrido más por la lenta degradación de la idea de libertad. La prensa tiene sus chulos como tiene sus policías. El chulo la prostituye, el policía la esclaviza y cada uno toma al otro como pretexto para justificar sus intrusiones”.

 

“Con la libertad de prensa, los pueblos no están seguros de ir hacia la justicia y la paz. Pero sin ella, están seguros de no ir. Porque sólo se hace justicia a los pueblos cuando se reconocen sus derechos y no hay derecho sin expresión de ese derecho”.

 

De ese tenor eran las ideas libertarias de este intelectual francés. No eran sólo ideas, sino directrices para la acción y el compromiso con la libertad, la justicia y la dignidad de seres humanos concretos, que vivían injusticias, padecían exilios, estaban en manos de asesinos o eran oprimidos.

 

En tiempos en lo que se cree que las personas serán mejores (en decencia, buenas maneras, respeto a lo ajeno y servicio a lo demás) recibiendo una “inducción” o un curso de Ética, leyendo y aprendiendo un decálogo de buena conducta (se les suele llamar decálogos “éticos”, pero son decálogos morales) o adscribirse a alguna religión, el leer y meditar sobre las ideas y compromisos de moralistas como Albert Camus nos hace caer en la cuenta de que esos no son los caminos que se tienen que seguir. De hecho, lo poco que se logra con esos esfuerzos en el desarrollo de una fibra moral en las personas es más que evidente en una sociedad como la salvadoreña. También es evidente, en nuestra sociedad, lo poco eficaces o poco alentadores que son los resultados que se obtienen de los esfuerzos formativos en temáticas de derechos humanos, las cuales tienen ciertamente un enorme contenido moral.

 

A este respecto, pareciera ser que no es tan cierto el supuesto de que el irrespeto de los derechos humanos se debe a un desconocimiento de los mismos y que de lo que se trata es de superar ese desconocimiento (con cursos, seminarios, charlas, “inducciones”, etc.) para que la situación sea mejor. No es que no sea importante que las personas conozcan de derechos humanos (normas, contenido, historia), pero el traslado de ese conocimiento a la práctica no es automático. Es como si alguien, para usar una bicicleta, leyera sobre su funcionamiento y la aerodinámica que le es propia y creyera que, con ese conocimiento, está listo para montarse sobre (y desplazarse en) ella. Aprender a usar una bicicleta, o aprender a nadar, es algo práctico, y las nociones teóricas en sí mismas sirven de poco sino hay una actividad práctica en la que se realiza el aprendizaje correspondiente. La moral es también algo práctico. Y se aprende en la práctica: la de confrontarse con injusticias reales y tratar de repararlas.

 

No hay como la confrontación directa con el dolor ajeno para que se salga a relucir lo que Adam Smith llamó “instinto moral” que, como tal, no requiere de la lectura de tratados de filosofía ni de ser miembro de una iglesia. Sentir el dolor ajeno como propio y estar dispuestos a socorrer a quienes sufren o son vulnerables a riesgos y abusos: esta es la raíz de la moralidad humana. Es a ello que se tiene que apelar, y lo que se tiene que cultivar, si que quiere contar con ciudadanos con una firme fibra moral. Esto debe comenzar desde la tierna infancia, porque una crianza y educación (en la etapa infantil) mal enfocadas pueden torcer el rumbo del “instinto moral” y abrir cauces a esa otra dimensión de la naturaleza humana que es el egoísmo competitivo. La cultura vigente en El Salvador alienta fuertemente ese egoísmo competitivo y cualquier esfuerzo moral debe hacerse cargo del mismo, pues lo más probable es que las enseñanzas “éticas” (o sea, la enseñanza de preceptos, códigos, decálogos o normas morales) resbalen en la conciencia y mente de los oyentes.

 

Torcido el rumbo del “instinto moral” en la niñez y la adolescencia, será difícil reencontrarlo en la edad adulta, por más decálogos y e iglesias que se tengan a mano. Hacerse cargo de los conflictos, dolor, sufrimiento y amenazas que se ciernen sobre otros puede ser de gran ayuda para ello. También puede ser de ayuda aprender a dar concreción a los preceptos morales pues, si sólo se quedan en el cuaderno o en la memoria, de poco servirán como criterios morales de acción. Acercarse a moralistas laicos como Albert Camus puede ser un recurso extraordinario para cultivar una moral del compromiso público, ajena a sectarismos, dogmatismos religiosos y fanatismos políticos.

 

Por último, no me resisto a hacer una alusión a las diferencias que existieron entre Albert Camus y Jean Paul Sartre. Fueron, entre otras cosas, diferencias morales. Este último, no dudó en ser cómplice de los abusos del comunismo soviético, en tanto que Camus creyó que era su deber denunciarlos por ser una afrente a la libertad humana. Es obvia mi simpatía con este último. Me identifico, además de con sus posturas morales, con su talante moderado y la conciencia de la falibilidad e incertidumbre de sus argumentos. No me gustan --ni me gustaron cuando era estudiante de filosofía-- las certidumbres totalitarias presentes en las posturas de Sartre. Tengo por cierto que los seres humanos --cualquier ser humano, sin importar su poder político, riqueza o nivel de estudios-- no somos infalibles, sino todo lo contrario: nos equivocamos una y otra vez, pues el error y la imperfección están en nuestra naturaleza. Cuando alguien no opina, sino que pontifica, creyendo que la Verdad habla por boca suya, mi rechazo, instintivo, es inmediato. Eso me llevó a rechazar a Sartre y a preferir a Camus.

 

-Luis Armando González es Licenciado en Filosofía por la UCA. Maestro en Ciencias Sociales por la FLACSO, México. Docente e investigador universitario. 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/209189
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