El coronavirus y el decrecimiento

24/09/2020
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¿La situación "sin precedentes" en la que el coronavirus ha hundido al mundo nos conduce al descrecimiento? Esta pregunta se ha extendido en el debate público en las últimas semanas. Serge Latouche, profesor emérito de economía en la Universidad de Orsay y objetor del crecimiento, nos da su análisis.

 

Con el auge de la pandemia de Covid-19, comenzaron a llegarme las solicitudes de entrevista, principalmente de periodistas italianos y franceses, pero no solamente, con el argumento de que esta pandemia interpela las tesis del descrecimiento. Para algunos, la situación actual corresponde a las predicciones de los objetores del crecimiento; podrían ser un inicio de la realización de su proyecto; para otros, esta crisis sería una oportunidad excepcional para cambiar el sistema.

 

En efecto, las principales medidas puestas en marcha por los gobiernos para contener la epidemia parecen tener consecuencias “positivas”. Las emisiones de gases de efecto de invernadero han bajado sustancialmente en China, el aire se ha vuelto transparente, los pequineses pueden ver de nuevo un cielo azul, las contaminaciones de todo tipo se han reducido, se vuelve a escuchar el canto de los pájaros en las ciudades, se dice que los delfines han regresado a los canales de Venecia, liberados de los vaporetos y los turistas. Además, por la fuerza de las cosas, la gente se da cuenta de que puede sobrevivir sin consumir mucho. Aprenden a vivir en la frugalidad y se dan cuenta que pueden prescindir de muchas cosas sin sentirse muy mal. ¿No sería conveniente, como lo señala inclusive un interlocutor, “una posibilidad de reacondicionamiento y por consecuencia, de reaprendizaje de la compasión por el otro, de atención a lo que vive, de reducción forzada del consumo y el trabajo y después adoptada?

 

Como la temporalidad de la reflexión teórica y filosófica no es la misma que la de los medios, he refrenado mucho en mis reacciones, limitándome a subrayar mi incompetencia en los aspectos técnicos del problema epidemiológico y a decir que en mi opinión tan pronto como pase la crisis volveremos a las practicas anteriores como sucedió después de la crisis de 2008. Las lecciones obtenidas se limitarán cuando más a una relativa repatriación de la producción farmacéutica, gracias a intervenciones estatales ad hoc que derogan los sacrosantos principios de la competitividad y el libre comercio.

 

Con el tiempo y el retiro necesario para la reflexión, esta crisis parece ser, por su especificidad y su amplitud, un revelador particularmente fuerte de las patologías de nuestra sociedad de crecimiento, productivista y consumista. Sin embargo, es conveniente reflexionar sobre la paradoja del aspecto “sin precedente” del fenómeno antes de considerar lo que revela, cuáles serían las consecuencias y que lecciones que eventualmente podemos sacar.

 

 

 

¿Sin precedente?

 

Los medios, que son en gran medida la causa, se hacen invariablemente eco de la naturaleza excepcional de lo que estamos viviendo. ¿Qué es entonces lo que se califica como sin precedente? Ciertamente no lo es la aparición de una pandemia, ni siquiera su gravedad. Los historiadores identifican la aparición recurrente de pandemias desde el neolítico habiendo algunas de mayor gravedad a la que hoy vivimos, como la peste negra del siglo XIV que habría exterminado la tercera parte de la población de Europa. En general, ellos atribuyen estos fenómenos a las modificaciones de las relaciones del ser humano con los medios “salvajes” (vida silvestre); y por lo que se refiere al origen del virus y su propagación, al desarrollo de los intercambios y los desplazamientos de las poblaciones. Mas recientemente, algunos han puesto en evidencia su ligazón con los cambios climáticos de origen geológico y a veces antrópico, en la antigüedad y en el siglo XVI para el continente americano.

 

Lo que seguramente es sin precedente, es la amplitud de las medidas de confinamiento adoptadas por un gran número de países y que al momento de escribir este artículo llega a más de tres mil millones de individuos, y en menor medida la velocidad de la propagación real y más aún imaginaria de este acontecimiento. Si el virus no es mortal en la mayoría de los casos, su contagio es muy fuerte y los males que provoca introducen el desorden en las estructuras sanitarias poco preparadas, a pesar de la previsibilidad de la emergencia de patologías de este tipo. La actividad humana se ve como suspendida en casi todo el planeta.

 

Sin embargo, no estuvieron muy equivocados aquellos que inicialmente señalaban el carácter benigno, si no banal, del asunto.

 

Finalmente, decían, la realidad es que por el momento no es el fin del mundo, como lo muestran las cifras de fallecidos que se han informado. Las estadísticas de muertos y de personas contagiadas, anunciadas con gran escándalo, sin correcciones y sin perspectiva, en todo momento, por los medios como si fueran víctimas de guerra, contribuyen a crear una psicosis apocalíptica. Recordemos que la gripe ordinaria produce también más de 150 muertos diarios en Francia a lo largo de varios meses, sin hablar de los accidentes de carretera que producen cada año cerca de 1.3 millones de muertos en el mundo, sin que ello conduzca a prohibir la circulación. A la hora de los balances podría aparecer que otras pandemias menos recientes han tenido un impacto real más importante. El periodista Daniel Schneidermann en una crónica en el diario parisino Liberación del 23 de marzo de 2020, hace notar que la gripe de Hong Kong que azotó del verano de 1968 al invierno 1969/70 produjo cerca de 40,000 muertos en Francia y un millón en el mundo y pasó desapercibida. Estos datos nos interpelan sobre las causas de la amplitud mediática y política de la actual pandemia.

 

 

 

La salud a cualquier precio

 

El crecimiento de la importancia del rechazo a la muerte que se ha manifestado en el fantasma de las guerras de cero muertos luego de las intervenciones americanas en Irak, como se revela también en las investigaciones quiméricas de los transhumanistas, transparenta en la complicidad implícita entre el poder médico, la potencia gubernamental y la opinión publica. La autoridad del discurso médico y científico, muy magnificado por los medios, plebiscitado por la opinión, a pesar de las contradicciones y las confusiones de sus voceros, se ha convertido en una verdadera fuerza vinculante, para los jefes de Estado- los cambios de posición de Donald Trump y de Boris Johnson son particularmente reveladores- y al mismo tiempo, sirven de apoyo a las inclinaciones dictatoriales de la Hungría de Orban y la Turquía de Erdogan que son los ejemplos más flagrantes. Ciertas autoridades médicas reaccionan frente a quienes dictan las medidas más restrictivas y represivas, en detrimento de las libertades.

 

Es en efecto destacable que se haya regresado de “la economía cueste lo que cueste” de la sociedad de crecimiento a “la salud cueste lo que cueste” de la primera modernidad, después de las guerras de religión. En otros términos, entre los dos polos complementarios y antagónicos de la modernidad, la “bolsa”, bien representada por John Locke, para quien el contrato social tiene por objeto el enriquecimiento dentro de un Estado de derecho y la “vida”, bien representada por Thomas Hobbes, para quien debemos abdicar de todos los derechos naturales en beneficio de un Leviatán tutelar garante único de la mera sobrevivencia y de la seguridad, el cursor se ha desplazado en dirección del segundo término: escapar de la muerte, sea cual sea el precio a pagar en términos de la renuncia a las libertades, y aun, si es necesario sacrificar un poco la economía.

 

Curar la patología social

 

La crisis revela en primer lugar la extraordinaria fragilidad de nuestras sociedades. Hace muchos años que los ecologistas han demostrado que la sociedad de crecimiento iba a chocar contra el muro de los límites ecológicos del planeta Tierra. Mientras más la sociedad de crecimiento desarrolla su potencia tecnológica, más frágil se vuelve. La erupción de un volcán islandés, hace algunos años, lo había demostrado. También, las fallas o averías de electricidad recurrentes, los tsunamis y otros cataclismos naturales.

 

Mientras más crecen la interconexión e interdependencia entre los seres humanos y entre las naciones, por el efecto de las lógicas económicas y tecnológicas, más se reduce la resiliencia. Las penurias de los productos farmacéuticos lo confirman.

 

En Italia como en Francia, en particular, el triunfo de las políticas neoliberales y las curas de austeridad han desmantelado el Estado-providencia y los sistemas de salud construidos después de la Segunda Guerra Mundial, en beneficio de un sector privado y las lógicas de la rentabilidad. Como resultado hemos debido afrontar esta pandemia con un insuficiente personal médico, inventarios de material de protección, equipos y número de camas y una penuria de medicamentos esenciales.

 

Hay algo de patético en la competencia mundial por conseguir máscaras de protección cuya fabricación no requiere ni tierras raras ni alta tecnología. No obstante, cualquiera sea el escándalo por lo criminal de las políticas seguidas y la sordera de los poderes públicos frente a las señales de alarma, no debemos cegarnos, sin embargo, en torno a la contra productividad de la medicina moderna. Es frecuentemente iatrogénica1, como la analiza Iván Illich, y constituye un abismo financiero; engendra enfermedades nosocomiales y el debilitamiento de las barreras inmunitarias bajo el efecto del abuso de medicamentos.

 

La crisis del Estado social tiene también fundamentos muy reales que, sin excusarla, contribuyen a explicar la contrarrevolución neoliberal de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. La realidad es que los gastos en salud en la lógica de la medicina de punta se vuelven tendencialmente exponenciales e incontrolables, sin hablar siquiera de los precios que exigen los laboratorios farmacéuticos. La salud para todos en este contexto de sociedad de crecimiento (que además tiene un crecimiento casi nulo) se vuelve un objetivo cada vez más difícil de realizar. Será necesario cuidar, sin embargo, más bien la patología social que sus efectos siempre crecientes sobre la salud de los ciudadanos.

 

Sería más eficaz remediar los efectos negativos de la sociedad de crecimiento por medio de una ruptura radical antes que por medio de una fuga tecnológica hacia adelante. El programa del descrecimiento preconiza firmemente una reorientación de la investigación científica, en particular en el dominio de la medicina, y mediante el desarrollo de una medicina dulce y ambiental de proximidad.

 

El triunfo de lo virtual

 

En el plano humano y relacional, uno de los efectos más consternantes y que debería interpelarnos es el hecho de que la sociabilidad elemental y fundamental, saludarse de mano, besarse, ha sido suprimido en beneficio del triunfo de lo virtual. En el pasado, la gestión de pandemias implicaba poner en cuarentena, pero nunca tal desaparición del encuentro real con el otro. La viralidad, no solamente epidémica, también electrónica, económica y financiera, terrorista, etc., acelerada por la globalización, favorece el triunfo de lo virtual sobre lo real, como lo había bien visto en su tiempo el sociólogo Jean Baudrillard. Ese triunfo de lo virtual se encuentra considerablemente reforzado por el lugar que toma lo numérico en la vida confinada. De esta forma, son barridas las justificadas objeciones sobre los peligros físicos y psíquicos de la exposición prolongada de los niños en las pantallas, por la necesidad de conservar la enseñanza escolar, sin hablar de la de divertir a las familias amontonadas y enclaustradas en espacios muy restringidos. Las partes del mercado de lo numérico, en detrimento de la economía real, ya sea que se trate de librerías de Amazon o de comercios de proximidad o de mercados locales en provecho de las ventas en línea, de la gran distribución de teletrabajo, las consultas médicas por internet, etc., crecen de forma irreversible. En este punto, al menos, nada será más como antes.

 

Asistimos a lo que James Lovelock llama “la revancha de Gaia”. Hemos declarado la guerra a la naturaleza por medio de la modernidad, en lugar de vivir en su seno en armonía con ella. Ella reacciona para defenderse y en lugar de echar marcha atrás, nosotros lanzamos una nueva ofensiva. Esta actitud guerrera es detestable y contra productiva. No se mata un virus que forma parte de lo que vive, se negocia y se administra.

 

Parece, si creemos en los expertos en virología que el coronavirus proviene de los murciélagos como muchos otros virus y pasó al ser humano directamente (los chinos consumen la farmacopea tradicional) o indirectamente, a través de otras especies silvestres igualmente consumidas por ellos como el pangolín. La agricultura productivista también participa de la guerra contra la naturaleza y aplica un comportamiento depredador y no el del buen jardinero, como en la permacultura y en el campesinado tradicional. Contribuye a la desforestación, a modos de crianza intensiva sin respeto por los animales, al comercio de animales silvestres, todas ellas actividades que favorecen el franqueo de barreras entre las especies, la mutación de virus y finalmente su paso del animal al ser humano. La gripe aviar, la fiebre porcina, el sida, el SARS, son las ilustraciones. En el caso de la pandemia actual, esto puede ser menos flagrante, pero en todo caso, menos directo, pero la ligazón es probable. En cambio, parece que la saturación del aire de partículas finas tanto en Wuhan como en Lombardía han sido factores agravantes mientras que la globalización ha impulsado una propagación sin precedentes.

 

¿Una catástrofe pedagógica?

 

¿Qué lecciones podremos sacar de esta crisis? Nada será más como antes nos dicen todas las voces autorizadas, políticas, intelectuales y aun económicas. Solo pedimos creerlo ¿pero aun así? La razón nos obliga evidentemente a cambiar de ruta. ¿Veremos, sin embargo, la colocación de los prolegómenos de esa sociedad de la abundancia frugal que queremos, para evitar un desquiciamiento total y la desaparición de la humanidad? Ciertamente, al mismo tiempo que eso que algunos llaman decrecimiento forzado, se verá – pero lo habíamos visto con el movimiento de los chalecos amarillos- emerger ímpetus de solidaridad, una cierta creatividad y aun formas de convivialidad, virtuales por la fuerza de las cosas… ¿pero todo esto será suficiente para provocar el cambio necesario? Se pueden predecir algunos pequeños cambios. Habrá una pequeña dosis de proteccionismo con una cierta relocalización de empresas farmacéuticas, una modificación de las reglas del funcionamiento monetario de la Unión Europea, con vista a un retorno relativo del intervencionismo estatal. Sin embargo, la renuncia a las políticas neoliberales de las que no puede uno sino alegrarse corre el riesgo de no ser sino provisional y la necesaria “metanoia”, el cuestionamiento de los fundamentos de nuestras sociedades quedará por hacerse.

 

Probablemente prevalecerá el cortoplacismo que domina las políticas de los gobiernos. La renuncia a la religión de la economía y del crecimiento no está todavía en el orden del día. Es poco probable que la pandemia sea suficiente para vencer la inercia de un sistema que combina los intereses de los poderosos y la complicidad pasiva de sus víctimas. Una vez pasada la alerta hay el riesgo del volver al business as usual como sucedió después de la crisis económica y financiera de 2008. Estamos siempre en la lógica de la competitividad. Se necesitaría que el choque sea mucho más fuerte.

 

¿Y si hubiese un desquiciamiento total de la economía mundial? No es imposible, pero es poco probable. Ahora los gobiernos han reconocido un cierto número de lecciones. Son capaces de intervenir en los mercados. Evidentemente, hay límites, por ejemplo, en caso de recesión. Pero pienso que en el contexto actual el sistema es todavía capaz de enfrentar una recesión a condición de que no se transforme en depresión, porque en ese momento todo estaría fuera de control. Aun los aspectos ecológicos positivos serían barridos. Recordemos que, en el momento de la caída de la URSS, el desastre económico y social, las emisiones de CO2 habían descendido considerablemente. En el caso de China, hay una baja considerable, pero ya están planeando ponerse al día.

 

Varios han creído ver, en la suspensión de la mayor parte de las actividades, a la famosa utopía de los años 1970 creada por el caricaturista Gebé de Charlie Hebdo, “El año 01”, que recreaba la vida como debe ser, simple, hermosa, satisfactoria, y no como en realidad es; pero, al menos para esta ocasión, todavía no será. Conservemos viva la nostalgia, sin embargo, para alimentar la esperanza de un necesario cambio radical apoyado por el proyecto del descrecimiento.

 

18 de abril de 2020

 

Serge Latouche es profesor emérito de economía en la Universidad de Orsay, Francia. Objetor del crecimiento. Es uno de los ideólogos más conocidos y referenciales del decrecimiento, corriente a la que define no como una alternativa concreta, sino más bien como la matriz que daría lugar a la eclosión de múltiples alternativas al “crecimiento”, al que califica como una creencia. El crecimiento, según Latouche, es una creencia característica de la modernidad occidental, que supone el progreso infinito, y asume como evidencia que la acumulación sin límite es posible y deseable. En tal sentido, el decrecimiento no es solo una propuesta válida para los países ricos, sino que también para los que no han “crecido” como lo hicieron los occidentales, en tanto que pueden forjar sus propias vías hacia lo que llama la sociedad de la abundancia frugal. Latouche emparenta la sociedad de la abundancia frugal con la propuesta del Buen Vivir, propia de los pueblos originarios.

 

Traducción Miguel Valencia

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 La yatrogenia o iatrogenia es un daño no deseado ni buscado en la salud, causado o provocado, como efecto secundario inevitable, por un acto médico legítimo y avalado, destinado a curar o mejorar una patología determinada.

https://www.alainet.org/es/articulo/209026

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