El control a través de la dictadura autoimpuesta de la felicidad

15/07/2020
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Una aspiración innata a la condición de homo sapiens es la proclividad de los individuos a ser y sentirse mejor. Desde la filosofía europea antigua, Sócrates hablaba de “el arte de vivir bien” (“comportarse bien”) a partir de nociones como la verdad, la belleza, el bien o la virtud. Para este filósofo griego, resultaba preciso seguir una ética y una capacidad de razonamiento, y cultivar el conocimiento que ayuda a discernir entre el bien y el mal. Aristóteles, por su parte, hablaba de la felicidad como el fin supremo de todo hombre, dado por la virtud, los bienes materiales y la suerte. En la filosofía y la poesía de la civilización azteca/mexica, la felicidad se relacionaba con el carácter transitorio de la vida en la tierra –especialmente con el carácter y el sentido de la vida, y con la significación de la persona en comunidad–; además de atribuir relevancia al designio de los dioses para cumplir con la perfección y plenitud en el más allá. Durante los siglos XVII y XVIII, los estudiosos de los procesos económicos en Europa, definieron a la riqueza –material, por supuesto– como sinónimo de felicidad o plenitud. Las mismas nociones de progreso en el siglo XIX y de desarrollo durante el siglo XX, entrañaron esta aspiración al asumir la teleología del cambio social. En las cosmovisiones ancestrales del mundo andino, se habla de Sumak Kawsay; voz quechua que remite a el “Buen Vivir” o a una vida en plenitud; o se arguye también el Suma Qamaña que, traducido desde la lengua aimara, significa “vivir bien”.

 

Se trata, este tema de la felicidad, de una constante en el pensamiento y la vida cotidiana de las civilizaciones humanas. Sin embargo, pese a que es abordado en múltiples filosofías y culturas, y la mayoría reconocen la dificultad para alcanzarla, se desconocen los factores, causas y claves de dicha felicidad.

 

El tratamiento del tema tiende a sofisticarse conforme el discurso teórico y cuantitativista se instaura y extiende en las sociedades y en sus tomadores de decisiones. Por ejemplo, el reino asiático de Bután introdujo –en 1972– el indicador de la Felicidad Nacional Bruta como una medida con pretensiones holísticas y hasta psicológicas y budistas para trascender el corsé del Producto Interno Bruto (PIB) y medir los alcances de las políticas sociales en esa nación. En tanto que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), adoptó en el año 2011, el llamado Índice para una Vida Mejor (Better Life Index). Por su parte, la Organización de las Naciones Unidas, publica anualmente, desde el 2012, el llamado Informe Mundial de la Felicidad (World Happiness Report). Este mismo organismo declaró, en el año 2013, al 20 de marzo como el Día Internacional de la Felicidad. Iniciativas privadas como el think tank británico New Economics Foundation, introduce, en el año 2006, el Índice del Planeta Feliz (Happy Planet Index). Coca-Cola, por su lado, fundó el Instituto Coca-Cola de la Felicidad para estudiar el bienestar individual, cuyos resultados se difundieron en el Congreso Internacional de la Felicidad, en un esfuerzo por presentarse como una corporación amigable y sensible respecto a los problemas vitales de sus consumidores y a la necesidad de reducir el estrés laboral. Incluso, se abren Ministerios de la Felicidad en gobiernos de sociedades desiguales como la India y los Emiratos Árabes Unidos. Más aún, se introducen disciplinas académicas como la llamada economía de la felicidad y se abren espacios –como ocurre en la Universidad de Columbia– a través de la Hapiness Studies Academy. Índices e iniciativas que, vale decirlo, evaden problemas estructurales y sistémicos de fondo como la desigualdad en las estructuras de poder, riqueza y dominación.

 

De cara al síndrome de la insatisfacción de los individuos y a el malestar en el mundo y con el mundo –tratado este tema en ediciones pasadas de esta columna–, en un escenario de epidemias como la depresión, la tristeza, la angustia, la ansiedad o la soledad, y de radicalización del individualismo utilitario/hedonista, este vértigo de la felicidad le da forma a una ideología y a un discurso anclado a la dominación y al ejercicio del control sobre la mente, la conciencia y los cuerpos.

 

Anclado, este discurso de aceptación masiva, en la mercadotecnia (la venta de la noción de un homo œconomicus exitoso) y hasta en la comunicación política (el ideal de la democracia), se validan unos saberes y no otros; al tiempo que se encubren y silencian amplias facetas de la contradictoria realidad social. En los mensajes publicitarios, en las supuestas bondades y milagros de los productos ofertados, y en los decálogos y talleres para la consecución del éxito individual, no solo se confeccionan formas de sentir y contactar con la realidad, sino que inducen cursos de acción, estructuras de pensamiento y hasta prácticas ciudadanas como el voto en los procesos electorales.

 

Perdida la confianza en “el otro” y en “el nosotros”, resta –de cara a la orfandad emocional del individuo– el asidero de los efímeros referentes mediáticos que anestesian el dolor humano y activan la indiferencia ante fenómenos como la exclusión social, la explotación, la desigualdad económica, el hambre y la desnutrición, la pobreza, la segregación, la crueldad, y la violencia criminal.

 

Esta exacerbación del individualismo a ultranza es parte de una retórica persuasiva y seductora que se amalgama con la ideología del fundamentalismo de mercado y la supuesta libertad individual regida por el placer, el emprendedurismo y el riesgo. La cultura del triunfo y la meritocracia se perfila como algo al alcance del individuo y de sus capacidades para abrirse paso y vencer aquello que posibilite su fracaso e impida su felicidad. Ataviado con un discurso de supuesta cientificidad, se apela a un instinto primario como el egoísmo y a valores individualistas que suplantan el sentido de comunidad; erosionan los lazos y vínculos sociales; y entronizan la rapacidad de la competencia o el pasar por encima de “el otro”, sin miramientos respecto a valores como la solidaridad, el civismo, la cooperación o la justicia.

 

Amparado en el movimiento de la psicología positiva (la llamada “ciencia de la felicidad”), se apela al voluntarismo (a las elecciones personales), al entusiasmo y a un supuesto control que –en realidad– el individuo no posee respecto a su entorno y problemas, cuya esencia de éstos responde a causalidades sistémicas, estructurales o, incluso, civilizatorias.

 

El consumismo es el correlato de este voluntarismo e individualismo hedonista. El ciudadano –noción sociopolítica– como –noción economicista– consumidor obsesivo, compulsivo y voraz de mercancías, ideologías e ilusiones que nunca materializarán la pregonada felicidad, en tanto ideal con lógica inalcanzable y barril sin fondo, regido por la noción del placer ilimitado. La relación de ello con la obsolescencia tecnológica programada, la publicidad y el crédito bancario, es fundamental para nutrir las entrañas de la acumulación de capital.

 

En tanto trabajador, el individuo es inducido a procurar emociones positivas para aumentar la productividad; así como a evitar emociones negativas con miras a reducir la conflictividad laboral y el cuestionamiento de la explotación. Erradicar el disenso y la indignación –en tanto concebidas como emociones negativas– ante las injusticias, la opresión y la explotación, es fundamental para afianzar mecanismos de control y disciplinamiento. Todo lo cual supone eclipsar la cohesión y articulación colectiva en torno al malestar común y compartido por una comunidad. Se trata de una noción de felicidad fundamentada en valores anglosajones, utilitarios, hedonistas, ahistóricos y antipolíticos, pues este disciplinamiento y control –auto-control en varios casos– del cuerpo, la mente y la conciencia, se orienta a sepultar la memoria histórica, la capacidad de interrogación y análisis, y el sentido de solidaridad y cohesión social. Se trata de un articulado dispositivo de social-conformismo que succiona toda posibilidad de ejercicio del pensamiento crítico.

 

Esta dictadura ideológica de la happycracia –término, este último, esbozado por el psicólogo español Édgar Cabanas y la socióloga israelí Eva Illouz en su obra Happycracia: cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas (Editorial Paidós, 2019)–, no solo instaura a la felicidad –en su versión individualista y utilitarista– como una obsesión, sino que la normaliza a través de un discurso pseudocientífico amparado en la psicología positiva; la industria editorial y el sin fin de publicaciones de autoayuda; los servicios de coaching; los expertos que ejercen el acompañamiento y gestión emocional; las tecnologías de la telefonía móvil; las técnicas y talleres (la programación neurolingüística, el mindfulness, etc.) para creer en uno mismo (el mito de Chris Gardner y su frase “Si quieres, puedes ser feliz”); y en la cultura de la autoayuda y la superación individual. Detrás de las pretensiones orientadas a la construcción cultural e identitaria a partir del cultivo del falso confort en los individuos, subyace la felicidad como una maquinaria empresarial regida por el engaño, el fraude y el despojo consentido.

 

Deseo, voluntad, entusiasmo, motivación, e introspección, se funden para inocular la idea de que la felicidad está al alcance de la mano de los individuos; a los que solo les basta lograr méritos y asumir riesgos para fincar su bienestar. En un escenario de crisis económico/financiera, precariedad laboral y desempleo masivo, esta ideología es un bálsamo que nubla el razonamiento en la búsqueda de las causas últimas de los problemas individuales y familiares. La misma orfandad emocional, suscitada en este contexto preñado de adversidades, hace de la ideología de la felicidad hedonista una técnica para direccionar la vida de los individuos y para gestionar –que no resolver– sus problemas cotidianos. Y esa ideología es promovida y afianzada desde el mercado, la empresa, la escuela y la familia, tras interiorizar en el individuo una serie de mecanismos de poder, autocontrol y resignación.

 

Es un dispositivo político que exalta al individuo por encima de la comunidad y sus condiciones objetivas, históricas y estructurales. Se trata, entonces, de estar “contentos y felices” para no inconformarse –sea en la plaza pública, en la empresa o en la escuela– y para no abonar a “multitudes peligrosas” y a focos rojos que exijan cambios profundos en la sociedad. Sin embargo, todo ello no es un poder y un control externos, sino introyectados en el individuo que se apega a ciertos cánones de manera voluntaria y sin rechistar, porque asume que este autocontrol es por su propio bien. La premisa, entonces, radica en modificar actitudes y hábitos, en lugar de transformar la realidad social y confrontar políticamente las causas de los problemas estructurales y sistémicos.

 

“Apretarse el cinturón”, como parte del austericidio y las políticas de ajuste y cambio estructural, es asimilable entre los ciudadanos si se presentan como “males necesarios” por los cuales transitar para alcanzar el bienestar social, entendido como la extensión de una felicidad individual voluntarista. La realidad es que el capitalismo, por sí mismo y por su lógica disruptiva, explotadora y desigual, es incapaz de propiciar felicidad. De ahí que los dispositivos políticos y emocionales se orientan a dirigir al individuo para hacer digerible la decadencia civilizatoria y para mejorar la actitud ante el hastío, el malestar, la ansiedad, la insatisfacción y la infelicidad. Es obviar el tema de la emancipación social y postrar toda posibilidad de pensamiento utópico. Es la psicología de la adaptación –aderezada con la llamada cultura de la autoayuda y dosis altas de conservadurismo– llevada a su más acabada expresión para no cuestionar ni subvertir el fundamentalismo de mercado y la ideología de la libertad individual. Los problemas no son públicos, ni sociales, ni estructurales o sistémicos, son –en esencia– problemas emocionales o actitudinales relacionados con insuficiencias, deficiencias, desaciertos y falta de voluntad de los individuos para enfrentar sus dificultades, su pobreza, su fracaso, su marginación o exclusión, o su enfermedad. “Tienes lo que mereces”, “eres así por no pensar en grande”, “la satisfacción se alcanza con lo que hacemos”, “la felicidad es la satisfacción de los propios deseos”, son los lemas de este dispositivo de anestesiamiento y control social, que –arraigado en la mente y las emociones– obvia las circunstancias y las adversidades objetivas y estructurales. Es la apuesta por la resignación, el fatalismo, la neutralización y la inmovilización, de cara a los acuciantes problemas de la vida pública.

 

El poder tiene vínculos con el control de la toma de decisiones. Es una relación social que supone autoridad para delinear cursos de acción a partir de ciertas concepciones sobre la sociedad y sus problemas. El mismo conocimiento es parte de ese ejercicio de autoridad sobre la vida de los individuos y su disciplinamiento. El control se extiende no solo a la escuela, con estudiantes pasivos, receptivos y acríticos (el emprendedurismo por encima de la curiosidad y el conocimiento mismos); sino también a la empresa, con trabajadores atomizados, autocentrados y angustiados por el trajín de sus logros individuales (en la corporación Wal-Mart el discurso indica que “no existen empleados, sino socios que se ponen la camiseta de la organización”); así como a la plaza pública, con ciudadanos indiferentes, desclasados y resignados (no se habla de comunismo ni de revolución, sino de “lucha contra la pobreza”). Es el cyborg o autómata llevado a su más acabada expresión socavadora del sentido de comunidad.

 

Subvertir las verdades establecidas en torno a la dictadura autoimpuesta de la ideología de la felicidad en su noción convencional e individualista, es una urgencia que pasa por la (re)construcción del sentido y las significaciones en las sociedades y en la vida de los individuos. Atraviesa también por la (re)configuración de la cultura ciudadana en aras de erradicar el social-conformismo; subordinar la lógica productivista, y desprenderse respecto al credo del uno mismo y del interés propio. Supone, también, adoptar una mirada holística que condense –en la explicación de los problemas– estructura y condiciones individuales. Es necesario, también, reivindicar la paradoja de la felicidad –en la cual no existe una relación lineal entre bienestar económico/material y bienestar emocional una vez alcanzado cierto umbral de satisfactores de necesidades básicas–, así como la noción de fábrica de la infelicidad (introducida por el ensayista italiano Franco Berardi, “Bifo”) para remitir al carácter insaciable, hiperexplotador y depredador de la economía digital del conocimiento, reincidente en las crisis económico/financieras, en la crisis de la subjetividad y en la emergencia de nuevas neurosis y enfermedades emocionales.

 

El tema de la felicidad no es baladí, pues tiene implicaciones políticas de largo alcance, que se traducen en un lenguaje, significaciones, decisiones públicas, cursos de acción, pautas de comportamiento, posicionamientos ante los problemas públicos, formas de diseño y adopción de políticas públicas, así como en la medición y legitimación de los resultados derivados de éstas. Desconociendo con esto último la importancia de valores y simbolismos que no son aprehendidos por los métodos cuantitativos. En suma, es asumir –en clave sociológica y de economía política– a las emociones como estados de ánimo eminentemente vinculados a la praxis política, y no como susceptibles del dominio y la aplicación de técnicas para la gestión de la pregonada felicidad. Fórmulas, recetas, técnicas, entrenamientos, ilusiones, fanatismos e ideologías que se estrellan –tras la generalización de una especie de síndrome insaciable de incompletud y frustración tras perder la felicidad en ese incesante intento de búsqueda– contra la lacerante realidad de sociedades subdesarrolladas, como México, donde no todo es controlado por la voluntad individual (no es posible controlar a cabalidad, ni siquiera, los afectos y la vida en pareja) y donde priva la urgencia de sobrevivir y el instinto de conservación de cara a la angustia, el miedo, las epidemias, la violencia y la exclusión social.

 

 

Isaac Enríquez Pérez

Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Twitter: @isaacepunam

 

 

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