¿Por qué luchamos? Por el disfrute compartido de la vida, cuidando al resto de la naturaleza

07/01/2020
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Al iniciar 2020 he constatado que frecuentemente quienes bregan por superar el capitalismo en perspectiva socialista-comunista (en mi caso, con visión ecomunitarista), están tan presionados por las urgencias del combate cotidiano, que pierden de vista la meta final de la lucha.

 

Hace casi un siglo y medio, Paul Lafargue, el yerno de Carlos Marx, nacido en Cuba, publicó su opúsculo “El derecho a la pereza” (disponible gratuitamente en su original francés en

https://freeditorial.com/en/books/le-droit-a-la-paresse). Su contenido es fuente conceptual primordial para las brevísimas y resumidas consideraciones que siguen (que ya había esbozado aquí y allí en otros textos míos, y que habrá que desarrollar y detallar), y que pretenden volver a iluminar el objetivo de nuestra lucha.

 

El citado folleto fue inicialmente publicado en partes en 1880, y durante su estadía en la prisión en 1883, Lafargue lo reelaboró para publicarlo como texto único. El mismo, tras el prefacio, se abre con este párrafo capital (la traducción es nuestra): “Una extraña locura domina a las clases obreras de las naciones donde reina la civilización capitalista. Esa locura acarrea miserias individuales y sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste Humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión mórbida por el trabajo, llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole”.

 

Y en otro de sus textos, decía Lafargue: “El fin de la revolución, no es el triunfo de la justicia, de la moral, de la libertad, y demás embustes...con que se engaña a la Humanidad desde hace siglos, sino trabajar lo menos posible, y disfrutar intelectual y físicamente lo más posible...Al día siguiente a la Revolución habrá que pensar en divertirse” (en “Le lendemain de la Révolution”, publicado en “Textes choisis”, citado por Manuel Pérez Ledesma en su edición española de “El derecho a la pereza”, Ed. Fundamentos, Madrid, 1988).

 

Lafargue dirá que la clase obrera, traicionando su misión histórica de sepulturera del capitalismo y fundadora de una nueva era de disfrute vital, interiorizó la prédica de la pasión del trabajo (al punto de reivindicarlo como un derecho) que le inculcaron en su beneficio propio los capitalistas, y los educadores, moralistas, economistas y religiosos al servicio de los capitalistas. Y recuerda cómo la Revolución Francesa transformó la semana en decario, para que el descanso periódico (del domingo) tuviera que esperar algo más, y cómo el protestantismo, al eliminar las fiestas de los Santos, benefició al capitalista con otros tantos días de trabajo obrero, que antes estaban indisponibles por mandato eclesiástico. Lafargue llegó a anticipar la lucha que desplegaría la burguesía para lograr la autorización legal del trabajo también los domingos (situación que hoy se hizo realidad en muchísimos países, por lo menos en algunas esferas de la economía).

 

Podemos leer las tesis de Lafargue a la luz de la vida comunitaria indígena en la Amazonia latinoamericana. Los primeros misioneros europeos se quedaron a la vez asombrados e indignados ante el hecho de que los indios trabajaban lo menos posible. Así, comentaban que tras realizar las labores indispensables para la sobrevivencia individual y grupal, se dedicaban a compartir los ritos y las diversiones tribales, o simplemente a no hacer nada en compañía de su núcleo familiar. Y hay que recordar que cuando los reinos de España y Portugal liquidaron las Misiones jesuíticas (que algunos autores llegaron a tildar de comunistas), los indios sobrevivientes se dispersaron y volvieron a su vida ancestral (de comunismo primitivo), sin que jamás se les ocurriera replicar la vida misionera por su cuenta.

 

Lafargue cita en “El derecho a la pereza” el desprecio por el trabajo de que hacían gala griegos y romanos. Pero aunque lo dice, poco insiste en el hecho de que tal actitud y conducta de las clases dominantes en Grecia y Roma se hizo posible gracias al trabajo esclavo (y en mucho menor medida, asalariado) de la gran mayoría de quienes realizaban las labores materiales. De ahí que Marx reivindicara el eslogan preexistente (y que Lafargue criticará a la luz de su tesis principal) que reza “el que no trabaja no come”; pues lo que tenía en mente Marx era el hecho de que en un orden comunista no podría haber zánganos que vivieran a costas del trabajo de otros; ello se haría imposible aplicando la consigna “de cada uno según su capacidad y a cada uno según su necesidad”, cuya primera parte exige, precisamente, la participación de cada uno en la construcción del fondo comunitario de bienes y servicios que será usado distributivamente para satisfacer las necesidades que cada uno necesita cubrir para desarrollarse como individuo universal. O sea, para expandir plenamente sus múltiples potencialidades y vocaciones físicas, intelectuales y espirituales (culturales-estéticas). La aplicación de aquella consigna presupone la expropiación de la clase capitalista y la administración comunitaria (desde lo local a lo planetario) de todos los medios de producción y de sus respectivas tecnologías (directamente o, en los casos indispensables, mediante delegados rotativos electos y revocables por la comunidad). Así cada uno de los individuos aptos participa de la actividad productiva en la medida de su capacidad, y no hay desempleo; al mismo tiempo, al producir todos y administrándose comunitariamente la tecnología, cada uno necesita laborar menos para cumplir con el Plan de Producción y Distribución aprobado comunitariamente; de tal manera se acorta sucesivamente la jornada laboral. Por nuestra parte hemos agregado que las necesidades que deben ser satisfechas son las éticamente legítimas, sabiendo que las tres normas fundamentales de la Ética exigen, respectivamente, garantizar la libertad de decidir de cada uno, realizar esa libertad en búsquedas de consensos libres con los otros, y preservar-regenerar la salud de la naturaleza humana y no humana. La segunda norma supone la vida intercultural consensuada. Y la tercera supone la preservación-regeneración de los equilibrios ecológicos. De ahí que la consigna que inspiró a Marx deba ser reescrita como sigue: “de cada uno según su capacidad y a cada uno según su necesidad éticamente legítima, respetando la interculturalidad y los equilibrios ecológicos”.

 

Ahora bien, y este aspecto no fue debidamente subrayado por Lafargue, repetimos que para que todas las necesidades legítimas de cada uno puedan ser satisfechas, cada uno debe aportar la cuota que le cabe al esfuerzo productivo de la comunidad de la que hace parte (empezando por la local hasta llegar a la planetaria, o más allá aún, donde haya seres humanos viviendo en el Universo). Lo importante es que, gracias al perfeccionamiento de la tecnología puesta al servicio de los productores libres asociados (y no de la ganancia de los capitalistas, a costa del desempleo o subempleo crónico y la consecuente penuria de millones, como sucede ahora): a) toda vez que una máquina pueda sustituir a un ser humano, la actividad quedará a cargo de la máquina, para que el ser humano tenga más tiempo disponible para su realización como individuo universal, b) cuando no haya máquinas capaces de sustituir enteramente la labor humana, ésta debe distribuirse rotativa y equitativamente entre los productores, para que nadie sea privilegiado ni nadie sacrificado, y, c) la duración de la jornada laboral disminuirá sostenida y progresivamente, tendiendo a cero.

 

La Constitución mexicana de 1917 fue la primera en consagrar la jornada laboral de ocho horas diarias (y lo habitual en el mundo capitalista era que la jornada semanal fuera de 48 horas, dejando libre el domingo). Ahora hay que notar que en estos últimos cien años en los que la productividad se ha multiplicado miles de veces gracias a la tecnología basada en la ciencia aplicada (hoy un solo obrero realiza lo que hace cien años necesitaba la participación de decenas, y a veces de cientos), la jornada laboral legal no se ha acortado significativamente desde 1917, y el desempleo es un flagelo masivo que condena a millones a una vida de sobrevivencia o directamente a la miseria. Esa asimetría habla a las claras de cómo la tecnología ha servido en todo este siglo para llenar los bolsillos de los capitalistas, sin aumentar el tiempo libre del asalariado para cultivarse y/o, simplemente, disfrutar la vida. Por eso hay quien se pregunte con razón (ironizando la pregunta por la existencia de vida después de la muerte) si para la mayoría de la Humanidad hay actualmente vida antes de la muerte. Según la BBC, en 2019, en A. Latina, el límite legal de la jornada laboral semanal (que todos saben que no siempre se cumple) era de 48 horas en Argentina, Bolivia, Colombia, Costa Rica, México, Nicaragua, Panamá, Perú y Uruguay. Y era de entre 40 y 47 horas en Chile, Brasil, Cuba, República Dominicana, El Salvador, Guatemala, Honduras y Ecuador.

 

Al mismo tiempo constatamos que en la URSS se elevó a paradigma el estajanovismo, con la consecuente sobrecarga monstruosa de trabajo supuestamente autoimpuesta (de hecho presionados por una abrumadora propaganda gubernamental) por decenas de miles de trabajadores, a costa de su potencial desarrollo universal. El propio Che, tan visionario en sus críticas a la economía soviética (que lo llevaron a prever la vuelta de la URSS al capitalismo 25 años antes de que tal hecho ocurriera) fue un fanático del trabajo voluntario y de la disciplina férrea en el trabajo “normal”, con miras a dotar a la sociedad cubana postcapitalista de su base material indispensable. No obstante he notado en otro texto que ese mismo Che llegó a esbozar la idea de una consulta a la sociedad acerca del Plan productivo, antes de que los técnicos lo formateasen en detalles. Ampliando esa idea propongo que en la sociedad que quiera orientarse hacia la superación del capitalismo en perspectiva ecomunitarista, el conjunto de la ciudadanía deba ser consultada acerca del Plan de Producción y Distribución, para que, por ejemplo (y apoyada en cálculos de los técnicos) pueda decidir si prefiere trabajar más para tener más bienes y servicios de algún tipo, o prefiere trabajar menos a costas de obtener una menor cantidad de esos mismos bienes y servicios. Así se respetarían las tres normas fundamentales de la Ética. Y para garantizar el respeto de la interculturalidad, esa consulta debería ser desglosada teniéndose en cuenta a las diversas naciones de un eventual Estado plurinacional (como el que recientemente se intentó comenzar a construir en Bolivia, hasta que un Golpe derribó a Evo Morales).

 

Con esa dinámica y los tres usos de la tecnología que antes hemos resumido, se armonizaría, por un lado, la obtención del necesario arsenal de bienes y servicios indispensable para que cada uno pueda desarrollarse como individuo universal, y, por otro lado, el libre disfrute de la vida que cada uno quiera para sí (realizando la permanente fiesta pos-revolucionaria augurada por Lafargue), mediante la sucesiva disminución de la jornada laboral, tendiendo a cero.

 

Dicho esto llegó el momento de aclarar por qué nuestra propuesta ecomunitarista no coincide con la de los hippies de los años 1960. Aquél movimiento, fuertemente marcado por el rechazo de la juventud norteamericana a la genocida guerra de Vietnam, eligió como eslogan central “Haz el amor y no la guerra”; y, obrando en consecuencia, fundó comunidades donde, al margen de la dinámica capitalista del resto de la sociedad, trató de vivir con solidaridad y amor libre. Ahora bien, rara vez esas comunidades lograron una base productiva autónoma para garantizar la permanencia de su forma de vida en las generaciones siguientes de los niños engendrados en ellas. Y al mismo tiempo, esas comunidades se desentendieron del resto de la sociedad (de hecho, la gran mayoría de la Humanidad), abandonándola a su suerte en manos del capitalismo.

 

Inspirados en Marx, Lafargue y el Che, nuestra propuesta ecomunitarista pretende subsanar una y otra carencia. Lo que proponemos es que las minorías activas partidarias del ecomunitarismo, si bien puedan crear pequeñas comunidades de producción y de vida que realicen los principios ecomunitaristas, no se desentiendan del resto de la sociedad, y aspiren a encaminar a cada país y al Planeta entero hacia el ecomunitarismo. Para ello se impone la necesidad de la militancia revolucionaria, que sólo será exitosa si logra ganar a las grandes mayorías para la causa ecomunitarista (antes o después de la “toma del poder”, ocurra ésta en los moldes de la Rusia de 1917, de la Cuba de 1959, o de otra forma que la Historia permita y las y los activistas sean capaces de inventar).

 

Enero de 2020

 

lopesirio@hotmail.com

 

https://www.alainet.org/es/articulo/204077
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