Del arte de gobernar

09/09/2019
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Hay conceptos que de tan obvios, no los consideramos; de tan lógicos, no los comprendemos; de tan necesarios no los imaginamos. Simplemente, los asumimos casi intuitivamente, sin analizarlos. Pero ahí están aunque sea perogrullada mencionarlos.

 

Un País es un lugar geográfico, con límites y fronteras, señalado en un mapa.

 

Un Estado es un Ente Jurídico que se debe administrar en beneficio, no excluyente pero si prioritario, de los más débiles y desposeídos, y de tal manera que se garantice el trabajo y el bienestar de todos los ciudadanos.

 

Una Nación es un conjunto de Pueblos, Culturas, Familias, Personas, Organizaciones Comunitarias, Entidades, Empresas y Negocios, unidos por un sentido de pertenencia. Y por eso, la noción de Nación, es la única que otorga identidad.

 

Teniendo en cuenta lo anterior, los tres estadios de organización y existencia: País, Estado y Nación, conforman una sola unidad física, social y humana. Unidad cuyo objetivo primordial es, debe ser, la distribución equitativa de recursos y productos, de bienes y servicios, de materias primas e insumos.

 

Por eso mismo, incluso dentro del Sistema Capitalista –el más “productivo” pero así mismo el más egoísta e inhumano–, un País–Estado–Nación no es una empresa cuya prioridad sea el rendimiento económico ni el crecimiento desordenado.

 

Por lo tanto, un País–Estado–Nación requiere de una organización político-jurídica que garantice la unidad del todo y la administración eficiente de las partes, para que sus recursos naturales sean utilizados de manera racional y cuidadosa a fin de preservar su existencia y su conservación; para que sus recursos humanos trabajen en beneficio del País, del Estado y de la Nación y reciban por ello retribución justa y suficiente; para que sus recursos económicos (producción, comercialización y manejo de la moneda) sean dirigidos al progreso general, con limites al crecimiento para que no se convierta en depredación, y con fiscalización tributaria de los ingresos de todos para que esos ingresos, producidos por todos, se redistribuyan equitativamente en función de los requerimientos de la Nación y del bienestar sin acumulación de todos su habitantes.

 

Así pues, un País–Estado–Nación no requiere para su manejo y administración de gerentes ni de empresarios ni de especuladores financieros. Necesita estadistas. Personas que tengan en su mente al País, al Estado y a la Nación en su heterogéneo conjunto, sin consideraciones particulares. Personas que no busquen un espacio privilegiado dentro del sistema sino un lugar de honor en la historia.

 

Y ese estadista, una vez hallado y elegido, ha de gobernar para todos el tiempo que sea necesario, puesto que todos persiguen o debieran perseguir un mismo fin: el bienestar colectivo. Pues cuando hay bienestar particular restringido a una élite, el malestar colectivo no se hace esperar y da al traste con la organización País–Estado–Nación, genera inconformidad en las mayorías y se produce como resultado una violencia que se vuelve necesaria para equilibrar todo de nuevo, cosa que se hubiese podido conseguir sin el dolor que ella genera si se hubiera tenido en cuenta la justicia social distributiva dentro de un sistema de democracia participativa. La democracia representativa no alcanza para tales fines porque, históricamente, sus representantes solo representan a las élites.

 

Por otra parte y finalmente, ese Estadista ha de tener en cuenta que esa suma de diferencias que es la Nación, y que no puede ni debe gobernarse con preferencias individuales o de grupos, tampoco puede ni debe serlo con objetivos bastardos. Por lo tanto, no se gobierna desde la economía, ni desde la fuerza, ni desde la religión. No se gobierna con el dinero en el horizonte ni con las armas en la mano ni con la Biblia en los ojos.

 

Se gobierna con la gente en el corazón y con la razón en la mente.

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/202012
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