Totalitarismo de mercado y cultura popular

18/06/2019
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Desde hace un par de décadas, la dinámica del capitalismo, su empuje cada vez más amplio y profundo en pos de obtener una total mercantilización de la vida en sociedad (un totalitarismo de mercado) ha conseguido borrar, y de manera creciente, los márgenes que durante años —desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la primera del XX— diferenciaron a los proyectos políticos de izquierda de los de derecha. Y es que, si bien es cierto que hoy en el mundo existe una diversidad sustancial de plataformas de gobierno que se reivindican a sí mismas como opciones de izquierda, también lo es que esas apuestas, cuando no son más que los vestigios caricaturizados de aquella vieja izquierda que de verdad se planteaba como una alternativa radical al curso de la lógica del capital, son el producto directo del vaciamiento con el que el neoliberalismo ha esterilizado a cualquier idea que suponga un mínimo de corrección social a la explotación de las masas.

 

Del primer grupo de izquierdas en el mundo dan cuenta la totalidad de las socialdemocracias: viejas edificaciones que, en algún tiempo pasado, cuando no eran, precisamente, socialdemocracias, supusieron una afrenta directa al capitalismo moderno. Del segundo, lo hacen los reformismos extractivistas: profundamente reaccionarios en el discurso, pero igual de dependientes que el neoliberalismo de la sobreexplotación de los recursos naturales del planeta; aunque aquí, estos lo son para construir matrices nacionales (y no estrictamente empresariales) de acumulación de capital.

 

En uno y otro caso, de cualquier manera, no sólo es ideológicamente imposible hablar de proyectos de resistencia al capitalismo (mucho menos de propuestas anticapitalistas), sino que, además, es demostrable, por lo contrario, comprobar que son apuestas políticas y económicas materialmente comprometidas con el desarrollo sostenido y continuado de éste, sólo que ese compromiso se desarrolla y despliega teniendo como horizonte histórico una visión romantizada del capitalismo mismo; es decir, como una estructura que es posible gobernar, contener y moderar por la vía de la introducción de una serie de correcciones de carácter social —como la redistribución del ingreso nacional, el ofrecimiento de programas gubernamentales de educación, salubridad, alimentación y vivienda, etcétera.

 

Lo que sí conservaban y compartían ambas tradiciones de izquierda (por lo menos hasta poco después de la vuelta de siglo) era, no obstante, la preocupación por sostener proyectos educativos y culturales de carácter nacional, aunque fuese en un grado ínfimo, dentro de espacios acotados a sectores muy específicos ante los cuales seguía siendo un imperativo construir imaginarios colectivos identitarios de afiliación nacional; en particular para reforzar la justificación ideológica de la existencia del Estado, por un lado; y para legitimar las plataformas políticas que de vez en vez se rotaban en el control de su andamiaje gubernamental, por el otro.

 

Por supuesto, esos espacios fueron acotados permanentemente y el fomento de ese tipo de proyectos educativos y culturales, anclados en la idea de cultivar y preservar la identidad nacional, comenzaron a ser cada vez menos desde la segunda mitad del siglo XX porque era necesario, por una parte, abrir los márgenes de la oferta y la demanda de mercado; y por la otra, satisfacer las necesidades de ese mismo mercado en términos de los perfiles profesiográficos por él requeridos para ampliar y profundizar las dinámicas globales de acumulación y concentración de capital —de cara a las modificaciones introducidas en las necesidades de consumo y las capacidades de producción que terminaron por desmontar las jerarquías y los procesos clásicos de operación del capitalismo industrial.

 

Claudicar en esa tarea, si bien podría parecer ínfima frente al resto de las necesidades materiales de la población (salario, alimentación, salud, vivienda, educación, empleo, etc.,), es en realidad el mayor de los fracasos de las tradiciones de izquierda que hoy campean por el mundo ondeando la bandera de la justicia social sin la necesidad de oponerse y resistir a los mandatos del mercado global.

 

Y ello es así (como en el caso de México, donde ciertas fracciones políticas en el gobierno últimamente pugnan porque la producción cultural del país se subordine a las necesidades de la iniciativa privada y a sus capacidades de financiamiento), por la sencilla razón de que si bien la homogenización cultural —bajo el espectro de la identidad nacional— deviene sin mucho esfuerzo en fundamentalismos que terminan por negar las especificidades identitarias de cientos de colectividades (las indígenas en primer lugar), también es cierto que el renunciar a la tarea de fomentar agendas culturales (garantes de la unidad en la diversidad) implica operar en favor de la mercantilización en la determinación de la vida colectiva.

 

Es un hecho que los apoyos gubernamentales de fomento a la educación, la cultura y las artes son un reflejo del carácter del Estado. Tanto, como lo es el que el carácter del Estado mexicano —así como la naturaleza de sus programas gubernamentales en la materia— durante las últimas cuatro décadas ha respondido a la lógica del neoliberalismo.  El problema de fondo, por eso, viene dado, sí o sí, por la forma en que esos programas han operado para construir y sostener élites intelectuales funcionales a los proyectos políticos en turno. Y también, por supuesto, por los mecanismos discrecionales empleados para otorgarlos.

 

En este sentido, y contrario a la simplificación que desde el Senado de la República una fracción del partido en el gobierno (Morena) viene sosteniendo desde hace un par de días —relativa a la necesidad de hacer que los artistas se valgan por sí mismos desde las trincheras de la iniciativa privada para dejar de vivir enquistados en los recursos del Estado—; el problema no son los apoyos financieros o las políticas gubernamentales de fomento a la educación, la cultura y las artes, sino, antes bien, la funcionalidad política de esos mecanismos en contextos concretos, en tanto dispositivos de legitimación ideológica de los intereses gobernantes vigentes.

 

Es cierto, pues, que hoy existe un gran número de beneficiados y beneficiadas por esas políticas que se mueven en dinámicas que únicamente profundizan la mercantilización de los contenidos que producen, sin llegar a concretar algún grado de crítica y/o transformación cultural en la colectividad —en tanto apuesta de resistencia a las narrativas, las imágenes y las trayectorias generados por la industria cultural para soportar un consumo masivo de mercancías.

 

Los puntos sobre las íes aquí son, sin embargo, que aunque esos círculos privilegiados (como los de los investigadores de tiempo completo en las universidades, que llevan toda una vida dando los mismos contenidos, seguros de sus empleos y altos sueldos, pero incapaces de cumplir con sus obligaciones o de modificar sus prácticas de sistemática repetición de sus rutinas, sólo alteradas por su aún más persistente afición al turismo académico) se mueven al mismo ritmo que las exigencias culturales del capitalismo, la parte que verdaderamente debería estar en el centro del debate no es si se privilegia a alguien o no, sino, en primer lugar, cómo recuperar la relación orgánica entre esas expresiones de refinamiento cultural (por los rasgos de su producción técnica) y los circuitos de su recepción, apropiación, intervención, modificación, reproducción, etc., en la cultura popular.

 

Y es que, sin ir tan lejos, una preocupación nodal del actual gobierno de México —si es que no pretende claudicar y caer de tan alto como lo hicieron las socialdemocracias ante el neoliberalismo—, no únicamente tendría que ver con el hecho de otorgar o no recursos públicos al fomento educativo, cultural y artístico de las diferentes poblaciones que habitan el país. Más apremiante que eso resulta, aún, el tener que pensar cómo es posible rearticular los espacios privilegiados de reproducción de la diversidad cultural e identitaria del país con los espacios, los colectivos y los individuos de la cotidianidad, alimentando imaginarios comunes que supongan algún grado de crítica a las dinámicas, por ejemplo, tan violentas en las que se encuentra sumergido un gran número de personas.

 

Y más aún, imaginarios comunes que impliquen la puesta en juego de algún grado de resistencia a la dominación cultural de la que son objeto los habitantes de este país, en sus distintas escalas, por parte de la actividad empresarial: esa misma que es capaz de valorizar y vender al público como signos de identidad y pertenencia cultural hasta los objetos más intrascendentes, porque la lógica que domina esa producción no es la de la puesta en riesgo de la forma, sino la de la posibilidad de valorizar y comercializar todo aquello que sea capaz de satisfacer (aunque sea superficialmente) las profundas carencias identitarias de sus consumidores, devorados por el avasallamiento que supone la producción cada vez mayor de mensajes y eventos cuyo único propósito es divertir y entretener.

 

-Ricardo Orozco es Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional, @r_zco

 

https://www.alainet.org/es/articulo/200492
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