Estado de excepción, civilización y (re)colonización

19/11/2018
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A

En su hoy multicitada Tesis VIII sobre la Historia, Walter Benjamin afirmó, en su condición de judío perseguido por el nacionalsocialismo, que «la tradición de los oprimidos nos enseña que el “estado de excepción” en que ahora vivimos [es decir, el de los totalitarismos de mediados del siglo XX] es en verdad la regla». Este pasaje, en particular, se reactiva una y otra vez en el tiempo presente en los discursos que pretenden investirse con algún grado de criticidad poniendo de manifiesto la degradación a la que, se supone, ha llegado hoy día la humanidad —aunque no la humanidad en general y no el humano en su acepción más amplia, sino, antes bien, apenas la humanidad, el humano y el humanismo (sobre todo el humanismo) de Occidente.

 

En los hechos, la tesis VIII de Benjamin es la Tesis I de la condición colonial de las múltiples y diversas Otredades de Occidente. Y en los hechos, también, el Estado de excepción es esa condición misma en la que existen esos seres que no entran dentro de la definición formal de humanidad, humano y humanismo del occidental. Y es que, cuando desde Occidente se afirma que el Estado de excepción es el contexto general de nuestro tiempo, lo hace apenas cuando ocurre un Charlie Hebdo, en París; cuando algún desequilibrado mental embiste con su tráiler a una multitud en la calle, en Londres; o cuando un Lobo Solitario descarga su Thompson sobre los asistentes de un concierto de música country, en Las Vegas.

 

Hoy es un lugar común afirmar, como lo hizo Aimé Césaire en su momento, que las dinámicas propias del funcionamiento colonial del capitalismo ya no son exclusivas de las periferias, sino más bien un fenómeno general que afecta a todas las poblaciones por igual —la negritud se hace universal: subsume en su lógica decimonónica lo mismo a blancos que a negros, diría Achille Mbembe.

 

El problema fundamental de tal lógica es, no obstante, que en su afirmación se pierde de vista que la condición de posibilidad del funcionamiento del capitalismo, sin importar la fase histórica en la que este se encuentre, es justamente la construcción de diferencias, de Otredades a las que hay que asediar, someter, dominar, controlar, explotar, aniquilar, expulsar, concentrar, recluir, etc., de manera permanente. Y es que, si se concede que la excepción es una regla general, un estadio de homogenización y homologación universal, se concede, asimismo, que el capitalismo no tiene ni una forma ni un sentido históricos concretos: todo él estaría descentrado, sin sujetos que cuentan con plena capacidad para determinar sus dinámicas más generales: como el despojo, la explotación y la guerra. El capitalismo no es, sin embargo, una guerra sin tregua de todos contra todos.

 

De hecho, la realidad apunta en otra dirección. Cuando se piensa, por ejemplo, que el campo de exterminio se ha desplazado de sus lugares de emergencia clásicos (las colonias de América y las otras periferias, entre los siglos XVI y XVIII), o cuando se concede, en otro sentido, que la violencia que antes era propia de las colonias ahora también avasalla a las metrópolis, lo que se pierde de vista es que los fenómenos sociales que sirven de referente para problematizar esas nociones están marcados por alguna o todas las lógicas de Otredad propias de la estructura del capitalismo moderno: las condiciones de clase, raza, género y religiosa, por mencionar las arquetípicas.

 

Los grados de perfeccionamiento, de universalización y de hermetismo alcanzados por las tecnologías de la información y por la inteligencia artificial, en aplicaciones propias de la securitización y control de las sociedades, por ejemplo, dan la impresión de que ya no hay una distinción entre el blanco y el no-blanco cuando se trata de vigilar, disciplinar y/o castigar. Pero el blanco, a pesar de ser minoría en el mundo, no representa una contingencia, una resistencia al sistema o una amenaza cuando su vida es toda ella una empresa de (re)afirmación militante del espíritu del capitalismo. La incapacidad de un sujeto, individual o comunitario, para pensar que otros mundos son posibles o, sin ir tan lejos, para pensar que otras formas de producir y consumir son posibilidades reales y no pura especulación, no supone una contingencia para determinados mecanismos de control, de vigilancia, de disciplinamiento y/o de castigo. Y lo mismo aplica para la clase, en donde los desposeídos son mayoría y es esa mayoría la que hay que gobernar; en el género, cuando todo lo que se sale de la heteronormatividad y de la masculinidad dominante representa una resistencia en potencia; y en la religión, donde se hace patente ese famosísimo choque de civilizaciones de Samuel Huntington.

 

La criminalidad es general, se afirma desde los medios y academias mainstream, pero la criminalidad sigue siendo, en lo esencial, producto de la defensa de la propiedad privada. El dueño de los medios de producción no está en la misma condición de excepción que aquel a quien sí se criminaliza por obtener medios de supervivencia. La guerra contra el crimen organizado ya es global, publican los think tanks occidentales, pero en la realidad, es decir, en las prácticas cotidianas de exterminio, los traficantes siguen siendo o bien los seres del Tercer Mundo que atacan con sus perversiones al Primer Mundo o bien los sujetos psicológicamente cuestionables, o los pobres, o los negros, etc. En uno y otro caso, los sujetos de la criminalidad organizada siguen siendo los que desde hace mucho se construyeron como Otredades, y de ello dan cuenta las prisiones y las instituciones psiquiátricas. La guerra contra el terrorismo es la más difusa de todas, pero el terrorista sigue siendo el individuo psicologizado, o el musulmán, o el radical ambientalista, o el comunista, o el anarquista, o el indígena, o la feminista.

 

Hoy, como nunca antes, se despliega por el mundo una diversidad y una multiplicidad de diferencias que representan algún grado de potencial contingencia y/o resistencia (amén de la proliferación de los discursos y las prácticas de la diferencia y de la subjetividad, desde el 68 global), y por eso, porque hoy es cuantitativamente mayor (en términos de Michel Foucault) la anormalidad que la normalidad que domina la racionalidad capitalista, y porque ese cúmulo de anormalidades ya no se circunscribe en espacios específicos, sino que se esparce y tiene presencia por todo el mundo, parece que el campo de concentración y los Estado de excepción son generalizados.

 

La cantidad de eventos bélicos alrededor del mundo, la amplitud y la profundización de hambrunas y enfermedades, la extensión de los delitos, la proliferación de protestas sociales y de movimientos de inconformidad social, el perceptible incremento de la violencia en formas más variadas, la sistematización de los feminicidios y los homicidios, la multiplicación de desastres naturales, la magnitud de los éxodos, la devastación de las especies, la potenciación del extractivismo, la mayor presencia de los cuerpos castrenses en el espacio público, supliendo tareas de otras corporaciones policiacas, más un largo etcétera, dan la impresión de que el capitalismo está en crisis y de que esta crisis es generalizada, de que el mal está en todos lados y por ello es más difícil de asir y de combatirlo.

 

Y en parte en cierto. La cuestión de fondo, aquí, es que, en primer lugar, lo que está en crisis no es el capitalismo, sino el planeta, sus formas de vida no-humanas, la sociedad y su forma civilizatoria vigente. Y en segundo, que a pesar de que en los hechos se percibe que la crisis está en todos lados, la realidad es que ésta ni se despliega por todos los espacios, hacia todas las clases sociales, todos los estratos raciales, todos los géneros y todas las religiones; ni actúa, en los casos en los que más se encuentra difundida, de la misma manera entre unos grupos sociales y otros.

 

Por eso, cuando en Occidente los mandatarios de las principales potencias económicas y militares salen a advertir que el mundo se encuentra ante el riesgo latente de ser destruido desde sus bases, lo que en la práctica están denunciando no es que todo el mundo está bajo amenaza, sino sólo su mundo, el occidental. La falacia en el argumento (recién expresado por Emmanuel Macron en el acto conmemorativo de la finalización de la Primera Guerra Mundial) es que esa barbarie en la que el Primer Mundo dice que el Tercer Mundo se hunde, pretenden venderla a los imaginarios colectivos nacionales del mundo como una situación que se ha extendido sin discriminar nacionalidad, raza, género, y clase.

 

De ahí la insistencia actual de reactivar con mayor profundidad el discurso de la necesidad de civilizar a las sociedades bárbaras, de donde —de acuerdo con ese Primer Mundo— es de donde provienen los mayores males de la civilización. Y lo traumático de este asunto es, para no variar, que grandes sectores de lo que se supone representa a las izquierdas, las oposiciones y las resistencias asisten a ese espectáculo de (re)colonización ávidas de formar parte de él, acríticas ante el fenómeno de fondo que es que, por sentir que el discurso civilizatorio occidental es una respuesta sensata a todos los males de la civilización, lo que hay que hacer es sumarse a ese empresa, (re)vigorizar la moral liberal del capitalismo occidental, sus nociones de humano, humanidad y humanismo; sus principios económicos, sus formas de hacer política, su producción académica, etcétera.

 

Ricardo Orozco

Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional,

@r_zco

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/196621
Suscribirse a America Latina en Movimiento - RSS