El triunfo de la derecha en Venezuela

09/12/2015
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El triunfo de la derecha en las elecciones parlamentarias venezolanas es un campanazo para las fuerzas de izquierda y progresistas en América Latina que debe ser cuidadosamente evaluado para que exista un futuro, no solo para la izquierda sino también para la democracia en la región. En 1998 la victoria electoral de Hugo Chávez abrió un curso de justicia, democracia y soberanía desconocido en nuestra historia y que pronto se multiplicó en el continente. Desde ese momento la derecha empezó a conspirar contra él. No permitamos que los logros conseguidos y las esperanzas desatadas se terminen con esta ofensiva derechista que hoy arremete también en Argentina y Brasil.

 

 Hay que empezar repitiendo lo que está en disputa: la mayor reserva de petróleo del planeta sobre la que está Venezuela. Antes, en la llamada cuarta república, usufructuada por las clases altas venezolanas y las corporaciones norteamericanas que establecieron una democracia de élites, entreguista y corrupta para manejarla. Hoy, recuperada la soberanía sobre los recursos naturales luego de 17 años de revolución bolivariana, en manos del pueblo de Venezuela, que goza de la renta petrolera a través de vastos programas sociales que les garantizan su derecho a la educación, salud, trabajo, pensiones y vivienda. Hay críticas y seguramente muchas de ellas fundadas a la forma como se ha repartido la renta petrolera, que no ha estado exenta de dispendio y corrupción. Además, se cuestiona también la falta de un modelo de desarrollo viable y diversificado a partir de esta enorme renta. Sin embargo, lo incuestionable y lo que irrita sobre manera a los críticos, es que esta renta haya cambiado de manos.

 

Lo primero es señalar sobre esta última elección es que la crisis venezolana, agudizada por la muerte de Hugo Chávez, ha tenido una solución democrática, en las urnas, a pesar de los reiterados llamados de un sector de la derecha venezolana y continental, el gobierno de los Estados Unidos incluido, para que se produjera una resolución armada, por la vía del golpe de Estado, sea este duro o blando, como ya sucedió en Paraguay y Honduras. Esta solución electoral indica que el gobierno de Maduro, más allá de sus actitudes autoritarias, no ha sido una dictadura, sino que ha permitido la realización de elecciones, como lo ha hecho el chavismo durante 17 años, y ha aceptado el resultado. La diferencia, por otra parte, no es aplastante, como se esmeran en presentar los medios del orden, la oposición ha ganado con 57% vs 43% de la oposición, lo que traducido en escaños y por efecto del sistema electoral da un resultado más contundente. Pero aquí nadie puede hacer lo que le venga en gana porque ello sería una invitación a una mayor polarización y eventualmente a una violencia desenfrenada.

 

Sin embargo, es indispensable mirar hacia adentro, a lo ocurrido en la propia Venezuela. Los sucesores de Chávez han reiterado como causa de los problemas la guerra económica y mediática contra el proceso bolivariano y están en lo cierto. Pero la eficacia de esta guerra está en directa relación con los errores cometidos por el propio proceso. Venezuela, como otras experiencias progresistas en América Latina en los últimos 20 años, se desarrolla en un contexto no solo democrático, sino de profundización democrática, que es su promesa fundamental. Ello supone una aguda tensión entre la movilización y la participación populares desatada por el chavismo y la necesidad de mantener el pluralismo político y el respeto a las minorías, inherente a cualquier democracia que se base en la competencia entre alternativas distintas.

 

El incremento de la participación como jamás había conocido Venezuela ha creado un pueblo chavista, es decir una identidad popular con los cambios sociales producidos, que es el bastión de defensa de los mismos y que difícilmente va a ser erradicado por un triunfo de derecha. Empero, para que este pueblo chavista sea el eje de una democracia distinta al régimen elitista y corrupto anterior, contra el cual surge el chavismo, hay necesidad de una vocación inclusiva, hegemónica, en el liderazgo, que integre también, al menos en parte, a los sectores democráticos de la oposición. La conducción de Chávez con su formidable carisma salvaba parcialmente esta situación, pero ello parece haberse perdido con Maduro que da más la impresión de un administrador de contradicciones que de un líder indiscutible. Hay necesidad, por lo tanto, de superar la dinámica amigo-enemigo establecida y promover que aparezcan aliados y adversarios, de manera que pueda seguir existiendo la política democrática.

 

El futuro está entonces en un diálogo entre las partes. Este debe rayar la cancha de una manera distinta, sin retroceder en los grandes logros obtenidos, pero dándoles seguridades a otros sectores sociales y políticos que pueden ser parte de la nueva construcción democrática. Para esto parece ser indispensable repensar el modelo de desarrollo o la falta del mismo en los últimos años, apuntando en un sentido posneoliberal aunque no necesariamente anticapitalista. El tiempo no parece ser mucho para las formidables tareas por delante, pero no solo Venezuela sino también América Latina están pendientes de lo que pueda pasar.

 

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