Posguerra y salud mental

22/01/2013
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En estos días de conmemoraciones y evaluaciones de los Acuerdos de Paz, suscritos en enero de 1992, se ha vuelto a recordar que una de las principales deudas es la reparación debida a las víctimas y sus familiares, condición básica para un verdadero proceso de reconciliación y reunificación de la sociedad salvadoreña. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por ejemplo, ha sido enfática al señalar la necesidad de reparar, adecuadamente, las violaciones de derechos humanos tanto en el aspecto material como moral, incluyendo el establecimiento y difusión de la verdad histórica de los hechos, la recuperación de la memoria de las víctimas fallecidas y la implementación de un programa de atención psicosocial a los familiares de los sobrevivientes.
 
Y es que pasar de un estado de confrontación a uno de convivencia tolerante y solidaria requiere, al menos, desde las perspectiva de las víctimas, restitución de su vida familiar, laboral y ciudadana; compensación, apropiada y proporcional, al daño sufrido; y rehabilitación que incluya atención médica y psicológica, así como servicios jurídicos y sociales. Desde una perspectiva más general, la reunificación de nuestra sociedad implica, entre otras cosas, una asimilación colectiva de la experiencia de la guerra y una determinación por impulsar procesos de reparación social de los males derivados de aquella. Pasa también por restablecer la confianza en las instituciones que deben garantizar una vida en democracia (partidos políticos, Corte Suprema de Justicia, Asamblea Legislativa, etc.). En pocas palabras, después de 21 años del fin del conflicto armado, hay una gran deuda en la implementación de procesos sociales que lleven a vivir y a convivir pacíficamente, que conduzcan a construir salud mental, tan necesaria y tan relegada en la posguerra.
 
Ignacio Martín-Baró (brillante psicólogo social y uno de los ocho mártires de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, UCA), al estudiar los efectos de la guerra en El Salvador, planteó que la salud o el trastorno mental son parte y consecuencia de las relaciones sociales. Por tanto, no son problemas que incumben únicamente al individuo, sino a este con los demás. Por eso insistía en que la pregunta sobre la salud mental de un pueblo debe llevar a examinar el carácter específico de sus relaciones más comunes y significativas, tanto interpersonales como intergrupales. De esa manera se podría apreciar en todo su sentido el impacto que sobre la salud mental de un pueblo pueden tener aquellos acontecimientos que afectan sustancialmente las relaciones humanas, como las crisis socioeconómicas o las guerras. A su juicio, estas últimas son las que tienen los efectos más profundos, por lo que arrastran de irracional y deshumanizante.
 
Y al examinar el impacto que tenía el conflicto bélico en la salud mental de la población salvadoreña, Martín-Baró concentró su atención en la violencia, la polarización social y la mentira institucionalizada. El jesuita advirtió que en una sociedad donde se vuelve habitual el uso de la violencia para resolver problemas, sean grandes o pequeños, las relaciones humanas están larvadas de raíz, la razón es desplazada por la agresión y el análisis ponderado de los problemas es sustituido por los operativos militares. La polarización, por su parte, supone el desquiciamiento de los grupos hacia extremos opuestos, desapareciendo la base para la interacción cotidiana e incluso la posibilidad de apelar a un “sentido común”. Por ese camino, se termina resquebrajando los cimientos de la convivencia y se produce un agotador clima de tensión socioemocional. Este círculo deshumanizador se cierra con la mentira, que va desde la corrupción de las instituciones hasta el engaño intencional en el discurso público.
 
“Casi sin darnos cuenta —denunciaba Martín-Baró—, nos hemos acostumbrado a que los organismos institucionales sean precisamente lo contrario de lo que les da razón de ser: quienes deben velar por la seguridad se han convertido en la fuente principal de la inseguridad, los encargados de la justicia amparan el abuso y la injusticia, los llamados a orientar y dirigir son los primeros en engañar y manipular”. Señaló, además, que, aun cuando la guerra encontrara un pronto término, se debía poner atención en las consecuencias que esta tendría para la salud mental, y que solo se revelan en el largo plazo.
 
En respuesta a este desafío, Mauricio Gaborit, otro connotado psicólogo social de la UCA, sostiene que, en la posguerra, la recuperación de la memoria histórica, como estrategia de salud mental para aquellos que han sufrido los efectos de la violencia, tiene como consecuencia la institucionalización de la verdad frente a lo que Martín-Baró llamó la institucionalización de la mentira. La memoria, según Gaborit, sirve para desmantelar los mecanismos que hicieron y siguen haciendo posible la barbarie, para luchar contra la impunidad, para recuperar una cierta noción de verdad, para desenmascarar el discurso ideológico que se esgrime como soporte de lo insoportable, para recuperar la dignidad mancillada, para ahuyentar las sombras que atan el futuro, para fijar sobre cimientos sólidos las bases de la concordia, la reconciliación y la paz.
 
Sin duda, buscar la verdad y la justicia, y reparar en la medida de lo posible los daños cometidos durante la guerra no solo son condiciones necesarias para saldar las deudas con el pasado, sino también para construir un presente de paz y democracia verdaderas. Y recuperar la memoria de las víctimas es condición de posibilidad para tomar conciencia de los males que deben ser evitados, para cultivar honradez con la historia salvadoreña, para desautorizar a los responsables de atrocidades, y para reconocer e integrar a quienes fueron perseguidos y desaparecidos por sus ideas e ideales. En otras palabras, recuperar la memoria histórica desde las víctimas, como estrategia de salud mental, es una acción indispensable para reunificar a la sociedad salvadoreña sobre cimientos de verdad, justicia, reparación y perdón.
 
La salud mental de la posguerra, pues, debe implicar el predominio de la fuerza de la razón frente a la razón de la fuerza; la institucionalización de la verdad frente a la institucionalización de la mentira; la recuperación de la memoria histórica frente a la imposición del olvido; la dignificación de las víctimas frente a todo tipo de manipulación ejercida por los verdugos; la investigación, juzgamiento y sanción de los responsables de violaciones a los derechos humanos frente a la cultura de la impunidad.
 
Carlos Ayala Ramírez, director de Radio YSUCA (El Salvador)
 
https://www.alainet.org/es/articulo/164089
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