Del patio casero a la ciudad vertical

22/03/2010
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Pertenezco a la última generación que, en las grandes ciudades, vivía en una casa con patio, un pedacito del Jardín del Edén. Su desaparición equivale a la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. Sin patio la infancia ya no es la misma.
 
El patio era el espacio ecológico de la casa. De niño para mí era una mezcla de miniselva y parque de diversiones. Me subía al guayabo y al mango, saltaba en el suelo de tierra, organizaba con mis amigos corridas de lombrices y otros bichos, recogía verduras en la huerta, andaba descalzo, imitaba a Tarzán, me bañaba con manguera, construía ríos, diques y represas en las pozas dejadas por la lluvia.
 
Ahora el mundo empequeñeció. La especulación inmobiliaria suprime los patios, las familias viven embutidas en apartamentos decorados con flores artificiales. Pocos niños ven abrirse el huevo de gallina y salir el pollito, parir una perra, una tortuga arrastrarse pesadamente entre los arbustos con flores, utilizar como abono los residuos de alimentos.
 
El patio era el espacio de los juegos. En él nuestra fantasía infantil se desdoblaba en cabañas en lo alto de los árboles, el columpio colgado de una rama, la improvisada minipiscina en el viejo estanque de agua. Desde allí elevábamos cometas y jugábamos a la rayuela, a las canicas y a una especie de fútbol-sala, con dos jugadores de cada lado disputando una pelota de trapo.
 
Nosotros mismos construíamos los juegos. Para lo cual usábamos como herramientas clavos, papel, pegamento y tijeras. Lo demás provenía de nuestra creativa imaginación y capacidad de improvisación.
 
Jugar no es propio solamente de los niños, es propio de la especie animal. A los delfines y ballenas, a los perros y gatos, a los monos, les encanta jugar. Los adultos juegan al escoger vestuario, decorar la casa, bailar y participar en juegos. La dimensión lúdica de la vida es imprescindible para nuestra salud física, síquica y espiritual.
 
Se le hace violencia a una criatura al impedirle jugar. Rehén de la televisión o del Internet, transfiere su potencial de fantasía a los dibujos que mira. Como si la televisión y el Internet tuviesen la obligación de soñar por ella. Reprimida en su imaginación, tal criatura se vuelve, en la adolescencia, vulnerable a las drogas. Por no usar su fantasía en la edad adecuada, pasa a buscar el universo onírico mediante substancias químicas.
 
Todo adicto a las drogas sufrió una infancia encubierta -por la parafernalia electrónica, violencia o carencias- y teme volverse adulto, inseguro ante el imperativo de adecuar su existencia a la realidad.
 
Hoy los juegos electrónicos, los videojuegos y el uso abusivo del Internet privan a los niños de una infancia sana. Aislados, no aprenden las reglas de la buena sociabilidad. Inducidos al consumo, se vuelven ambiciosos, competitivos, envidiosos. Enfrentan dificultad para construir, con las informaciones recibidas y los conocimientos adquiridos, una síntesis cognitiva.
 
De ese modo no perciben la vida llena de sentido sustentado en valores infinitos. Su universo se limita a valores finitos, palpables, de exacerbación del ego, como belleza, riqueza y fama. Cualquier pequeño obstáculo en esa dirección causa una enorme frustración. Y se vuelven fuertes candidatos al consumo de antidepresivos.
 
El gobierno debiera incluir en la planificación de las ciudades la obligatoriedad de patios en los predios residenciales. Quizás un día se puedan levantar edificios de quinientos niveles, una ciudad vertical con todo dentro: viviendas, escuelas, iglesias, supermercados, estadios, tiendas, consultorios, servicios públicos y hasta crematorios. Por allí circularía un solo vehículo: el elevador. Al salir del predio los residentes entrarían en contacto con la naturaleza en estado casi salvaje (observable desde las ventanas y balcones), con derecho a respirar aire puro y a nadar y a pescar en lagos cristalinos. (Traducción de J.L.Burguet)
 
- Frei Betto es escritor, autor de “El arte de sembrar estrellas”, entre otros libros.
 
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