La vuelta al día en 80 mundos

22/03/2007
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A
Desde la expulsión de los moriscos y la exclusión institucional de la comunidad gitana, iniciada bajo Isabel la Católica y reforzada por Felipe IV y el primer Borbón, la sociedad española se caracterizaba por su aspecto monocolor. Así lo era aún durante mi infancia. Había visto afroamericanos, chinos, árabes e hindúes en el cine y las revistas ilustradas, pero no en la ciudad en la que nací y me crié. Recuerdo mi asombro el día en que divisé a un negro de verdad, con la misma fascinación e incredulidad con la que hubiera topado con Chaplin. Hasta mi primer viaje a París en 1953 no di con magrebíes, vietnamitas o senegaleses de carne y hueso. Los conocía por los libros de geografía humana y el noticiario de actualidades de la época. Cuando encarnaron al fin, mi mundo se amplió y enriqueció.

Habituado a París, en cuyo barrio multiétnico del Sentier viví desde 1956 hasta el final de la dictadura, el regreso a las grandes ciudades españolas me hizo retroceder al pasado. Salvo raras excepciones, el paisaje humano era similar al de antes. No había restaurantes chinos ni árabes. Sólo veía a compatriotas mejor vestidos y calzados que décadas atrás, pero ajenos al flujo de la historia.

Todo empezó a cambiar a comienzos de los ochenta. Nuestros visitantes, hasta entonces, eran turistas europeos o norteamericanos, ávidos de flamenco, sangría y del sol generoso de nuestras playas. Se oía hablar inglés, francés, alemán y otros idiomas comunitarios que nos esforzábamos por descifrar, pero no el habla y el acento del Caribe, Ecuador o Argentina. Tampoco el árabe, chino ni urdu.

Cuando el sueño de los ilustrados, liberales y republicanos de los tres últimos siglos culminó con la entrada de España en la Unión Europea , el hecho nos enfrentó a una situación inédita. Una España uniformemente blanca accedía a una Europa más moderna. Para ser europeos debíamos “africanizarnos”, “asiatizarnos”, “latinoamericanizarnos”. Pasar de europeos en menos a europeos en más.

En mis sucesivas visitas a la Península advertí la creciente aceleración del cambio. Había restaurantes marroquíes, chinos, abacerías y tiendas de ropa hindú... Aquella transformación me reconfortó. España se aproximaba al modelo de Francia, Bélgica o Alemania. Se europeizaba en la medida en que su piel se teñía de colores distintos.

Madrid y Barcelona se homologan hoy con las demás capitales del Viejo Continente en virtud de su creciente mestizaje. Al recorrer algunos de sus barrios tengo la agradable sensación de pasear por París, Londres o Bruselas. En los inicios de este tercer milenio gozamos del privilegio de viajar sin movernos. Hoy el país exótico que buscábamos viene hasta nosotros y llama a nuestra puerta.

España fue un país de emigrantes hasta hace cuarenta años. Hoy somos el punto de destino soñado por quienes quieren escapar de la opresión y la miseria. Los flujos migratorios son imparables. Pueden y deben regularse, pero sería tan inútil como injusto tratar de atajarlos con muros, alambradas y perímetros fortificados. Nuestro planeta es un espacio en perpetuo movimiento, y sus ciudades son un reflejo de ello. La mundialización incide en la vida diaria de millones de ciudadanos: asistentas latinoamericanas cuidan a nuestros discapacitados y ancianos; albañiles del Magreb y Europa del Este son indispensables de la expansión urbana; los camareros que sirven en los restaurantes y cafeterías provienen de toda la rosa de los vientos.

Esta dinámica integradora plantea también problemas, discriminación social y laboral de algunas comunidades. Nada peor para la convivencia en la diversidad que las generalizaciones que, deliberadamente o no, se infiltran en el inconsciente colectivo.

Quienes han arriesgado sus vidas y alcanzado la Península tienen suerte y lo saben. Una vasta familia, quizás una aldea entera, ahorraron para costearles el viaje y aguardan con paciencia sus transferencias.

Pasear por el Raval, Lavapiés y otras barriadas de las grandes ciudades españolas es, como dijo Julio Cortázar, dar la vuelta al día en ochenta mundos sin movernos de donde estamos. No olvidemos, no obstante, el sueño roto de los que no se hallan con nosotros: de las víctimas del hambre, las pandemias y la desesperanza que atenazan aún, para vergüenza de los dirigentes y las élites del Primer Mundo, al 40% de la humanidad.

- Juan Goytisolo, Escritor

Fuente: Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS), España. www.solidarios.org.es
https://www.alainet.org/es/articulo/120155

Del mismo autor

Suscribirse a America Latina en Movimiento - RSS