Renacer

04/01/2009
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Termina el año pero no la vida. A quien recibe salarios extras y dispone de condiciones le surge el peligro de la voracidad: cenas opíparas, mucha cerveza en la playa, el churrasco crepitando en su casa o en la hacienda, una tristeza del alma cuando el cuerpo se entorpece ahíto de comidas, como si el descanso se redujera a un ejercicio compulsivo de ingestión y congestión. ¡Cómo somos de tremendamente iguales! En este cambio de año vamos a manejar rebosantes carritos de supermercado, asistir a programas de televisión retroactivos de los doce meses, recordar a los que murieron, broncear la piel junto al mar o a la orilla de la piscina y acompañar la desbordante alegría de los niños en vacaciones. Caminamos sobre el filo de la navaja. Por un lado la calidad total que, nipónicamente, pretende enseñarnos a trabajar más por menos, como si debiéramos acompañar el ritmo de los equipamientos electrónicos. De seres humanos somos amablemente reducidos a piezas de un engranaje. Ya no se trata sólo de ponerse la camiseta de la empresa, sino de nacer con la piel tatuada con su logotipo. Por otro lado la resistencia a tanta presión consumista en busca de alternativas para una mejor calidad de vida. Una alimentación saludable, ejercicios aeróbicos, leer a los clásicos, practicar la meditación, liberarse de toda tentación de ostentar bienes, participar en alguna causa humanitaria. En tanto el sistema nos empuja hacia el lado de fuera -modas, status, funciones de poder, etc.- algo más profundo en nosotros mismos nos induce hacia el lado de dentro: rescatar la capacidad de amar, reaprender la ternura, mirar a los demás en su suprema dignidad humana. Al contrario de los orientales, somos una civilización ruidosa. Hablamos a la vez, pasamos horas al teléfono (un ejecutivo es un celular en el cual un hombre se cuelga de la oreja), nos mantenemos pegados al televisor, a la radio, al aparato de sonido, como si, ante el silencio, temiéramos mirar la propia cara interior. Claro, el mercado no ofrece silencio porque se desplomaría el consumo. Se entrena el cuerpo pero no el espíritu. Mientras tanto, la vida enseña que la felicidad emana de la intimidad. No hay otra fuente. Puede haber placer en la apropiación, alegría en el encuentro, júbilo en una buena sorpresa, pero felicidad, como profundo deleite del espíritu, sólo en la intimidad amorosa, en la oración sin imágenes ni palabras, en la contemplación de lo bello, en la acogida del ser querido, en la entrega al misterio, en la eternización subjetiva de un momento, en la poesía de un contacto, un gesto, una palabra que lleva en sí plenitud. Ausencia de deseos; tan sólo dejarse absorber por el esplendor de una paz que a veces nos llega como brisa suave y a veces como viento fuerte y asustador. Si tuviéramos un poco más de sabiduría haríamos de la cena de medianoche un columpio personal, contracción y descontracción, sístole y diástole, en la alegría del nuevo año que irrumpe y de los nuevos hombres y mujeres que se proponen no ocultar sus sentimientos, no escarnecer al prójimo, no discriminar a los subalternos, no ausentarse de la solidaridad con las causas sociales. ¿Quién desea cambiar la fiesta por la visita a las víctimas del sida, o el champán por una canasta básica para la familia de su empleada, o los fuegos artificiales por una oración en familia? ¿Por qué seguir los modelos impuestos por los medios recomunicación hedonistas, si eso no nos enriquece como seres humanos? El día 1º del año tomé posesión de sí mismo. Para nacer de nuevo, como le dijo Jesús a Nicodemo, no es preciso volver al vientre de la madre; basta con prestar oídos a la propia intuición, actuar con humildad y sintonizar con el Trascendente. Teniendo la radical disposición de, en adelante, no dejarse consumir como una papilla comida por los bordes. - Frei Betto es escritor, autor de "Sinfonía universal. La cosmovisión de Teilhard de Chardin", entre otros libros.. Traducción de J.L.Burguet.
https://www.alainet.org/es/articulo/114001
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