Ser niño es un arte

04/10/2002
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Cuando era alumno del Jardín de Infancia Bueno Brandâo, en Belo Horizonte, en mi sala de clase no había pupitres sino apenas algunas mesas de patas cortas, adecuadas a nuestra estatura, y sillas liliputienses. Nuestras tareas consistían en soñar, imaginar, garabatear, dibujar y moldear en arcilla figuras extrañas, colorear con acuarela, apilar cubos de madera que, sobrepuestos, se transformaban en casas, puentes, edificios o castillos; puestos en línea recta se convertían en ferrocarriles, carreteras o vehículos; y si se ponían en círculo eran pistas de circo, represas o lagos. Me encantaba recortar cartulinas en forma de casas y pegarlas –con engrudo a base de harina de trigo y agua- , pues tenía la certeza de que, a semejanza de mi tío Paulo, cuando creciera sería arquitecto. Ese entrelazamiento de tacto, vista e imaginación organizaba mi mundo interior. Bastaban unos pocos pertrechos para que mis sentimientos encontraran expresión en los objetos que yo manipulaba o en las líneas de mis dibujos. Al hacerlo adquiría una cierta distancia relacional: yo era yo, mis padres mis padres, la niñera la niñera; los árboles de las calles, cosas que tenían una forma diferente de la mía; los pájaros hablaban lenguajes que sólo ellos entendían; los dragones, brujas y duendes que llenaban mi imaginario no eran personas como mis padres, ni cosas como los paralelepípedos que empedraban las calles del barrio, sino entidades espirituales, como Dios y los ángeles, que yo veneraba y con quienes mantenía una relación de temor, reverencia y admiración. Lo mejor de la infancia es el misterio. Llena al niño con una fuerza imponderable, superior a todas las realidades sensibles. El misterio seduce y, tejido a base de encantos, asusta o atrae porque no muestra el rostro ni pronuncia su propio nombre. Habita aquella zona de la imaginación infantil tan impenetrable como impronunciable. En ella las conexiones rompen límites y barreras, lo inconsciente rebasa lo consciente, lo sobrenatural se confunde con lo natural, lo divino permea lo humano, lo insólito –como dragones y piratas- es de una concretez que sólo la ceguera de los adultos es incapaz de entrever. Los adultos deben mantenerse a distancia cuando el niño se encuentra sumergido en su universo onírico. Él sabe que lleva en sí un tesoro de percepciones que los ojos ajenos no pueden escrutar. Ensimismado en un canto, echado en su cama o saltando con sus iguales deja fluir los seres virtuales que habitan su espíritu y con quienes establece un diálogo íntimo, libre de las amarras del tiempo y del espacio. Todo flota dentro de él, gracias a la ausencia de gravedad que lo caracteriza. Si un adulto interfiere se rompe el encanto, se apaga la volatilidad que lo transporta a un hemisferio que no cabe en la lógica adulta. Lo real emerge con su implacable geometría, donde las cosas carecen de estructuras flexibles. La vida se empobrece, desprovista de colorido. Todo se vuelve pesadamente aritmético, como si el ave, aprisionada en el suelo, quedase impedida incluso hasta de soñar en el vuelo, reducida a movimientos contenidos de sus pasos. Por tanta familiaridad con el misterio los niños son naturalmente religiosos, como si la naturaleza supliera a quien se encuentra biológicamente más cercano a la fuente de la vida de percepciones holísticas contenidas en la vitalidad de las células, en la mecánica de las moléculas, en la identidad cuántica de los átomos, donde materia y energía son apenas caras de una misma realidad. Privar al niño de sumergirse en el misterio, del ocio adormecedor, del tiempo en que todavía ni sueña con crecer -sea por la penuria material, por el peso aplastante de la racionalidad, por el trabajo precoz o por exceso de mirar la televisión, que le roba los sueños- es amputarle la infancia. Es mutilar el ser, abortar al niño para acelerar, de modo cruel, la irrupción irreversible del adulto. A la sonrisa le sucede el amargor de quien ya no logra mirar la vida como maravilla -dentro y fuera de sí. Aflora la inseguridad, denunciando carencias y volviéndolos vulnerables a los sueños químicos de las drogas, ya que les fue negado lo mejor de la infancia: sentirse un ser amado.
https://www.alainet.org/es/articulo/108176
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