El neoliberalismo: de la hegemonía al marketing

16/06/2003
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"Reproducir las apariencias hegemónicas, incluso bajo coacción, es vital para el ejercicio de la dominación. Las instituciones cuya identidad depende de una doctrina necesitan que la unanimidad se exprese públicamente, aunque la sinceridad de estas expresiones les preocupa poco. La duda personal o el cinismo introvertido representan algo muy distinto de la duda pública y el rechazo abierto a una institución. "La negativa abierta a cumplir con una puesta en escena hegemónica es, por lo tanto, una forma especialmente peligrosa de insubordinación. En efecto, el término insubordinación es muy apropiado porque cada negativa a obedecer no es sólo una pequeña grieta en la pared simbólica: implica necesariamente un cuestionamiento de todos los otros actos que esa forma de insubordinación conlleva. "Un acto único de insubordinación pública exitosa perfora la superficie uniforme del aparente consenso, que es un recordatorio visible de las relaciones de poder subyacentes". James Scott, 1990. El neoliberalismo no es un proyecto hegemónico, es un proyecto de dominación. Sus profetas, beneficiarios y ejecutores buscan la hegemonía. Se empeñan en alcanzarla: la difunden, la ponen en escena, organizan actos rituales en los que se presentan como guardianes del futuro de la humanidad y depositarios de su voluntad unánime. Pero fracasan una y otra vez porque no logran articular un discurso más o menos incluyente y capaz de convencer y, sobre todo, porque sus prácticas cotidianas contradicen sus pretensiones hegemónicas, en la medida en que cancelan el futuro de la mayor parte de la población del planeta, a tal grado que su doctrina termina por imponerse más por la fuerza que mediante la persuasión. Para comprender los caminos por los que se abre paso el neoliberalismo hace falta recuperar la diferencia entre hegemonía y dominación. Los dos conceptos se refieren a las maneras en que se ejerce el poder y a menudo se usan como si fueran sinónimos. Pero hay que recordar que la hegemonía necesita del consenso, que no es nada más una operación discursiva o ideológica sino que involucra un conjunto de prácticas y se apoya en la legitimidad de las políticas y las instituciones. También supone la incorporación de los subordinados, aunque sea siempre parcial, y garantiza su reproducción como tales: como subordinados, es decir, como trabajadores, campesinos, amas de casa, empleados, pequeños comerciantes, y como niñas y niños que algún día llegarán a serlo. La dominación, en cambio, se apoya en la coerción: en el uso de la fuerza; en la represión de la disidencia; en la imposición de leyes cada vez más restrictivas y excluyentes; en las acciones unilaterales; en la criminalización de los inconformes. Dicen los teóricos que no hay formas puras, que la hegemonía y la dominación se han combinado de muchas maneras a lo largo de nuestra historia, que no existe un muro sólido que separe a la una de la otra sino un campo continuo donde las fronteras se entrecruzan. Pero, aún así, reconocer las diferencias entre los dos polos ayuda a iluminar un momento histórico preciso, en el que puede predominar uno u otro extremo; y en el que los proyectos hegemónicos del poder pueden ser más o menos sólidos, más o menos incluyentes, más o menos convincentes. El modelo capitalista neoliberal, a diferencia del modelo del Estado de bienestar que lo antecedió, encuentra muchas más dificultades para enraizar en el campo de la hegemonía, porque es más honda y desgarradora la distancia entre sus postulados ideológicos y la vida de casi toda la gente, en casi cualquier parte del mundo. Mientras el neoliberalismo sostiene que la expansión global de los mercados va de la mano de la democracia y del bienestar material, crecen la pobreza y el autoritarismo. Mientras anuncia la defensa de la civilización y los derechos humanos, en realidad extiende la guerra y la muerte, y erosiona los derechos ciudadanos individuales y colectivos. Mientras difunde la imagen de un nuevo mundo como "aldea global", impone en los hechos un mundo unipolar y fragmentado, donde incluso sus viejos socios se sacrifican en aras de un único poder militar. El neoliberalismo proclama abiertamente que, en el nuevo mundo que ofrece, van a prevalecer los individuos "más aptos". Pero resulta que en el mundo de las empresas, las finanzas, la cultura y la política, quienes se ostentan como los "más aptos" son también quienes más dependen de los privilegios y los monopolios, del ocultamiento y la privatización de los saberes, de la corrupción, de la elaboración de leyes a su medida y, al mismo tiempo, de la violación de toda legalidad nacional e internacional. Al reinstaurar el capitalismo salvaje, el neoliberalismo abandona las prácticas sociales e institucionales que podrían proteger e incorporar a los subordinados. Desmantela las conquistas agrarias y laborales, pregona y aplica la privatización de los sistemas nacionales de salud y educación, renuncia sistemáticamente a las políticas encaminadas a atenuar la concentración de la riqueza y provoca de manera deliberada la profundización de las desigualdades. El individualismo, llevado así a ultranza, resulta un recurso ideológico muy pobre para convencer a los subordinados. A quienes no encuentran trabajo o no logran vivir de su trabajo, porque sus ingresos no alcanzan, la doctrina neoliberal sólo les puede responder que eso les pasa por su culpa: porque no son lo "suficientemente" inteligentes, trabajadores y competitivos; y porque no cuentan con los rasgos adecuados: sea la edad, el género, el color de la piel, el sitio donde nacieron, su religión o su lengua materna. ¿Cómo podría el neoliberalismo construir hegemonía desde aquí? ¿Cómo convence, cuando que en su propia naturaleza está el desarrollo de bloques dominantes antipopulares? El caso es que difícilmente lo logra, y no lo hace a través de un proyecto civilizatorio o de la construcción de un nuevo orden mundial, sino encadenando una serie de eventos efímeros y fragmentarios que se convierten en una perpetua gestión del caos. Precisamente donde falla la hegemonía, estallan las guerras para imponer un poderío militar que ya no se toma la molestia de asegurar el consenso; se militarizan las fronteras para mantener fuera a quienes no tienen el color de piel "más apto" o incluso para mantenerlos dentro, pero siempre atados y sin derechos; se organiza la gestión policial de las ciudades para vigilar a los jóvenes, los pobres, los negros o los musulmanes; y cada vez más, se imponen retenes policiales en las escuelas de los niños y los adolescentes pobres de todo el mundo, quienes son obligados a presentar identificaciones y a someterse a la revisión de sus mochilas. Tanto el neoliberalismo global y unipolar como los gobiernos neoliberales de cada país construyen sistemas de dominación, en los que el autoritarismo, la coerción y el uso de la fuerza no son nada más una posibilidad última y extrema en manos de los poderosos, cosa que siempre ha sido, sino un recurso de gestión cotidiana de los espacios de vida de la mayoría de la gente. Por otra parte, los propagandistas del neoliberalismo cuentan con dos cartas para articular sus discursos: el fatalismo y el marketing. Más que difundir un proyecto o una ideología coherente, más que argumentar acerca de las bondades de sus propuestas, las élites empresariales, políticas y culturales apelan al conformismo y repiten hasta el cansancio la tesis de que "no hay opciones". Detrás de esta versión que busca cancelar el pensamiento crítico, las élites pregonan que el único camino es el de la globalización y la competitividad; y que este camino funciona de manera "automática", "natural", gracias a los efectos de la competencia tanto en el mercado como en los procesos electorales. Dicen que cuando las naciones, los Estados o las organizaciones sociales y políticas intentan hacer "algo", esto sólo va en sentido contrario a las tendencias globales y sus efectos resultan contraproducentes porque estorban el flujo "natural" de los mercados: ahuyentan a los capitales, provocan represalias de los socios comerciales, hacen que se pierdan puestos de trabajo, atentan contra las ventajas comparativas que favorecen a los productores nacionales y regionales, desatan la inflación, propician el paternalismo. De la misma manera, en el campo de la política electoral, hasta las palabras se van domesticando para cambiar de sentido, y por eso se pone tanto empeño en preservar la alternancia en el poder cuando las alternativas desaparecen del escenario. Durante milenios, la historia de las relaciones de poder estuvo acompañada por las expresiones públicas y masivas de adhesión: multitudes que aclamaban al príncipe, al papa, al señor presidente, al camarada secretario del partido. Los miedos a la represión y a las represalias o la necesidad de conseguir y conservar algunas ventajas, ha permitido a los poderosos reclutar una masa aceptable para cualquier representación del poder. Como dice James Scott, la puesta en escena de la subordinación no es necesariamente incompatible con el burlón descreimiento de los subordinados; y, en muchas ocasiones, tiene más impacto entre los líderes que entre los mucho más numerosos jugadores de base. Si los rituales de adhesión no tienen por que ser convincentes en el sentido de ganar el consentimiento de los subordinados a los términos de la subordinación, sí lo son en otras formas: al mostrar la fortaleza y la estabilidad de un sistema de dominación y al exigir de los oprimidos signos casi literales de conformidad. Resulta sorprendente entonces que un sistema de dominación como el neoliberal, que depende de propagar el conformismo todavía más que los sistemas populistas precedentes, tienda a prescindir de las manifestaciones masivas de apoyo a los gobernantes. Las manifestaciones públicas son cada vez más de oposición, aquí y en China, y también en Italia, Brasil, Sudáfrica, la India, Marruecos o Estados Unidos. Las concentraciones autónomas de los subordinados tienen un sentido muy distinto y desafían a la dominación. En primer lugar porque muestran una imagen diferente a la desagregación de los de abajo normalmente promovida por el poder; en segundo lugar, porque protegen a sus participantes con el anonimato, lo que les permite hacer o decir algo que difícilmente podrían sostener bajo la vigilancia individualizada que imponen los poderosos, como la que existe en los sitios de trabajo; y en tercer lugar porque cuando se dice o se hace algo que expresa abiertamente las críticas, los sentimientos y la desobediencia, surge una intensa emoción colectiva al hablar con la verdad, por fin, ante la cara del poder. Para las clases políticas neoliberales, incluso para los segmentos que provienen de la izquierda, resulta cada vez más difícil organizar actos masivos de apoyo. Las elecciones tienden a convertirse en un único -y último- reducto en el que los gobernantes de todos los partidos políticos creen escuchar el respaldo de los subordinados al estado de cosas que imponen y al fatalismo que propagan. Y las campañas electorales, por cierto, se apoyan cada vez más en los medios masivos de comunicación, en las alianzas con individuos provenientes de las cúpulas de diversos grupos sociales y en los pequeños actos en espacios cerrados con los representantes de todo tipo de presuntos representados; y cada vez menos en los actos públicos y masivos, donde prevalece la interacción cara a cara entre los candidatos y los ciudadanos. Así como el fatalismo, la imposición unilateral o la guerra reemplazan con frecuencia la batalla por conquistar "las mentes y los corazones", las interacciones directas, aquéllas que involucran los cuerpos, son sustituidas por una interacción mediada por los medios masivos de comunicación. Sin un proyecto hegemónico, es decir: sin una ideología convincente y respaldada por programas, acciones e instituciones que garanticen la incorporación y la reproducción de los subordinados, los políticos neoliberales echan mano del marketing, es decir de una propaganda efímera, desechable, superficial, pero también incesante; a la que le interesa más vender que convencer; atenta sobre todo a las apariencias y ocupada ya no del corto plazo sino del instante. Algunos autores, impresionados por el poderío comunicacional de los monopolios, se apresuran a concluir que vamos hacia el triunfo de un único modelo cultural. El problema con estas interpretaciones, es que pretenden saber lo que ocurre en las mentes y los corazones de los oprimidos partiendo únicamente del estudio de las intenciones y las prácticas del poder. Creen que ya no hace falta preguntarles a los subordinados por sus sentimientos, sus sueños, sus creencias, sus desconfianzas, sus negativas. Es verdad que el poder busca la homogenización de la humanidad, pero las resistencias se alimentan de las culturas, las historias, las voluntades, la imaginación, los recuerdos, las lealtades y las experiencias cotidianas de todas las mujeres y los hombres que habitan el planeta. Por eso la comunicación no puede ser nunca un camino único que enlaza a quienes trasmiten los mensajes con quienes los reciben; como los receptores tampoco son individuos aislados, callados y pasivos sino que forman parte de redes de amigos, vecinos, familiares y compañeros de trabajo con quienes comparten sus vidas, incluyendo los mensajes que les llegan a través de los medios. A mediados de los años noventas, un intelectual crítico del neoliberalismo, Ignacio Ramonet, comentaba en Francia la omnipresencia del pensamiento único: "una especie de doctrina viscosa que, insensiblemente, envuelve cualquier razonamiento rebelde, lo inhibe, lo perturba, lo paraliza y acaba por ahogarlo". En esos mismos años y también en Francia, un equipo de sociólogos alrededor de Pierre Bordieu, también críticos del neoliberalismo, realizaron centenares de entrevistas para documentar las pequeñas miserias, la vida de todos los días de los campesinos, las maestras, los obreros, las inmigrantes, los jóvenes de los barrios pobres, los desempleados, los trabajadores sociales, las jubiladas. Sus entrevistas cuentan historias de dolor, de rabia y de astucia, pero nadie dice que las cosas están bien como están; al contrario, hay poca resignación y por más que no se vislumbren los caminos para cambiar el presente o el futuro, casi nadie se paraliza. El pensamiento único, el fatalismo y el abandono de los razonamientos rebeldes atrapó más a las élites políticas y culturales que a los subordinados. Claro, son estas élites las que se expresan a través de los medios masivos de comunicación y son sus voces las que se escuchan con más volumen en los ámbitos públicos; pero de ahí no se deduce, sin más, que estamos ante el triunfo de un pensamiento o de un modelo cultural único. Y en este punto, de nueva cuenta, se atraviesa el concepto de hegemonía. Tanto en la tradición marxista que proviene de los autores que se basan en Antonio Gramsci, como en la weberiana, que pasa por Talcott Parsons, la hegemonía supone que los subordinados interiorizan y hacen suyos los códigos éticos, políticos, culturales y estéticos de los grupos dominantes. Esta hipótesis es muy discutible; todavía más discutibles resultan los métodos que se han usado para confirmarla o desecharla. Pero, sin entrar por ahora a esta discusión, resulta necesario reconocer que hace falta investigar, en cada región y en cada momento histórico, las formas y los grados en los que los oprimidos comparten los postulados de los opresores, si es que los comparten; y que es indispensable preguntarles, en vez de deducir los efectos ideológicos del poder de los discursos y las acciones del propio poder. Sólo quien mira desde abajo, quien habla, escucha, camina, afirma y niega desde ahí puede saber algo más que aquello que el poder dice de sí mismo y aquello que exige que le digan. Por eso las vanguardias tradicionales de la izquierda hicieron tanto daño: porque al postular que "la gente" está enajenada, dejaron de escucharla. Quienes piensan que "la gente" está atada al pensamiento único, tienen dificultades para explicar, por ejemplo, la resonancia del levantamiento zapatista, el continuo crecimiento de los movimientos contra la globalización neoliberal o las multitudinarias manifestaciones contra la ocupación militar de Irak. Porque resulta que todas estas movilizaciones han crecido al margen y en contra de los discursos del poder y desafiando a los medios masivos predominantes, que las estigmatizan. Pero todas ellas están ancladas en un sentido común ético y político de la gente común. Quien supone que las élites dominantes son también hegemónicas, tiende a observar a los movimientos sociales y a los desafíos populares como "eventos espontáneos", porque ignora la minuciosa construcción de los espacios sociales sumergidos y ocultos de la mirada de los poderosos, donde florecen las críticas al poder protegidas por las culturas populares. En México: Del pacto social al fatalismo "Pero si el Estado abandonó sus atribuciones económicas rurales - salvo subsidiar la capitalización de los que de por sí van de gane- no ha renunciado en lo más mínimo a sus funciones políticas. El patriarca rural ya no compra ni vende, no refacciona ni industrializa, no controla los precios ni regula la producción, pero sigue controlando las conciencias y regulando los votos. En el campo ha disminuido la función productiva del Estado, no su función clientelar". Armando Bartra, 2001. Al incorporarse al Estado neoliberal, los segmentos de las élites políticas y culturales mexicanas que provienen de la izquierda han interiorizado, ellas sí, las reglas del juego dominantes. Por un lado, asumen y propagan el fatalismo de la globalización y compiten por el raiting; por el otro, añoran los tiempos de la hegemonía y buscan remendar un pacto social desgarrado. La nostalgia por ese viejo pacto deshilachado lleva a los dirigentes del Partido de la Revolución Democrática (PRD) a acoger con entusiasmo a los militantes del Partido Revolucionario Institucional (PRI) caídos en desgracia y a reclutar con honores a cualquier empresario que se deje. Varios intelectuales y analistas se apresuran a anunciar un nuevo "pacto obrero y campesino" en cuanto los líderes de las viejas y las nuevas organizaciones corporativas aparecen juntos en una fotografía. Uno de los hombres más ricos del mundo, beneficiario de la fraudulenta privatización de Teléfonos de México, Carlos Slim, es presentado como "empresario nacionalista" porque reclama la protección de su monopolio en contra de las telefónicas extranjeras. El instante y las imágenes buscan simular la reedición de un acuerdo histórico, entablado entre diferentes actores sociales, que ya no existe más. Tal vez, si en algún lado y en algún tiempo se podía hablar de un proyecto hegemónico del poder, era en el México pos-revolucionario, sobre todo en los tiempos de Lázaro Cárdenas. La construcción de este proyecto no fue gratuita sino que se abrió paso mediante las luchas y las vidas de los combatientes de los ejércitos populares que, aunque fueron derrotados a través de una prolongada guerra de exterminio, obligaron a los poderosos a incorporar sus demandas, al menos parcialmente, tanto en la Constitución como en las políticas públicas y las instituciones. Aún antes de que se inventara en el mundo el Estado de bienestar, en México se emprendió una reforma agraria y quedaron protegidos los derechos laborales básicos; se reconoció el derecho de todos los mexicanos a la educación pública, laica y gratuita; y la Nación se reservó el dominio de los recursos estratégicos. Sobre estas bases, hubo un periodo prolongado de crecimiento económico, a partir de una industria protegida de la competencia externa. No obstante, durante los últimos veinte años, los gobiernos neoliberales se han empeñado en desmantelar ese proyecto hegemónico y tienen muy poco que ofrecer a cambio a los subordinados: la precarización de los empleos; la privatización de las tierras y la ruina de la producción rural en pequeña escala; un "seguro popular de salud" que obliga a los más pobres y a los desempleados a pagar por la atención médica; y una serie de programas focalizados que fueron diseñados hace más de diez años por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, que han sido corregidos, aumentados o disminuidos por sus sucesores, y que van encaminados a repartir un poco de dinero a los niños, a las mujeres embarazadas, a los desnutridos, a quienes siembran maíz y casi a cualquiera que sea definido desde el poder como "un sector vulnerable de la sociedad" y no como un ciudadano con derecho a una vida digna ni como un trabajador pasado, presente o futuro. Los discursos del poder abandonan el campo de la hegemonía. Incapaces de convencer, se vuelven efímeros y se escudan detrás del marketing, confiando siempre en que las "nuevas ofertas" condenan al olvido a las anteriores y así ya nadie pide cuentas. ¿Quién se acuerda ahora del "liberalismo social" que, según Salinas, sería la nueva doctrina ideológica del PRI? ¿Dónde han aumentado los salarios, como se ofreció, al parejo del aumento de la productividad? ¿En qué quedaron las promesas de campaña de Vicente Fox? ¿Qué pasó con la democracia en el PRD? ¿Cómo pueden los oprimidos interiorizar los códigos éticos y políticos de las élites? ¿Será que los subordinados olvidan siempre los compromisos de los poderosos y sólo esperan, a la puerta del supermercado, que el locutor en turno les anuncie las "ofertas del día"? ¿Estarán dispuestos los desempleados a prometer "calidad total" y a conformarse con salarios cada vez más bajos, en espera de que fluyan los capitales extranjeros atraídos por su responsable docilidad? ¿Creerán los campesinos que resulta justo y legítimo que la tierra ya no sea de quien la trabaja sino de quienes cuentan con los recursos económicos y la visión empresarial necesaria para alcanzar la competitividad internacional? Cuesta creerlo. Pero entonces queda todavía algo por explicar: si las propuestas de las élites neoliberales no convencen a los subordinados, ¿cómo es que sus representantes aparecen una y otra vez enredados en las telarañas del poder? Hay dos caminos para responder: el primero es un atajo y cuenta una historia de traiciones. Habla de las organizaciones gremiales que, para existir, dependen de los dineros que les dan discrecionalmente los gobernantes más que de la voluntad autónoma de sus agremiados. Cuenta, en pocas palabras, la historia de los dirigentes charros, que es el nombre que le dieron primero los sindicalistas mexicanos y después también los campesinos y los pobladores urbanos a los líderes que se subordinan al poder y le dan la espalda a sus representados. Sin embargo, los atajos pueden ser inexactos o injustos. Porque si hace falta preguntarles a los subordinados, en cada tiempo y en cada lugar, hasta qué punto creen en la legitimidad de las formas de dominación que padecen, habrá que seguir también los caminos que recorren las organizaciones que dicen representarlos, tratando de no perder de vista los principales recodos y bifurcaciones que los atraviesan. Por ejemplo, para entender por qué, el 28 de abril de 2003, la mayor parte de los dirigentes de las organizaciones nacionales campesinas firmaron con el gobierno de Vicente Fox un "Acuerdo Nacional para el Campo", hace falta retroceder en el tiempo para llegar a una encrucijada que fue decisiva para erosionar a las fuerzas rurales autónomas y hacerlas aparecer como cómplices entusiastas de las políticas neoliberales. Hay que retroceder hasta el 1 de diciembre de 1991, cuando 268 organizaciones campesinas acudieron a la cita que les impuso el presidente Salinas en Los Pinos, para suscribir un "Manifiesto" en el que afirmaban que hacían suya la iniciativa del ejecutivo para reformar el Artículo 27 Constitucional. Ahora sabemos con certeza que tales reformas -encaminadas a cancelar el reparto de tierras, a abrir las puertas para privatizar las tierras ejidales y comunales y a proteger los latifundios- nunca convencieron a los campesinos, aunque sí quebraron las bases del pacto social pos-revolucionario e inauguraron una nueva etapa para el corporativismo. Desde entonces, mientras más se vacía el antiguo pacto social, el proyecto de dominación depende, más y más, de la subordinación de las organizaciones gremiales y sus aparatos, y de la incorporación a la clase política de quienes se presentan como dirigentes campesinos. Cuando el proyecto hegemónico del poder se desmantela y el ejército o la Policía Federal Preventiva tratan de imponer un control directo y cotidiano sobre amplias franjas del territorio y de la población rural, los rituales de subordinación difícilmente pueden movilizar a la gente del campo en apoyo a los gobernantes en turno, pero sus líderes siguen encantados posando en la foto junto al presidente y tratan de convencer, más a la "opinión pública" que a sus propios agremiados, de las virtudes de una forma cupular de hacer política. Estos son los antecedentes que lo encuadran, y el Acuerdo Nacional para el Campo es la fotografía: la instantánea que no logra remendar el viejo pacto social ni fundar un nuevo pacto entre la ciudad y el campo, porque no modifica las políticas neoliberales, no atiende las demandas que las organizaciones campesinas llevaron a la mesa de negociaciones con el gobierno, ni avanza en la recuperación de la autonomía de las organizaciones sociales. A finales del año pasado, los analistas y los dirigentes de la mayoría de las organizaciones campesinas y de agricultores anunciaron, con toda razón, que estaba en puerta un desastre irreparable para el campo mexicano: el primero de enero de 2003 entró en vigor un capítulo del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) que autoriza la entrada a México de todos los productos agropecuarios provenientes de Estados Unidos y Canadá libres de arancel, exceptuando al maíz, al frijol y a la leche en polvo, cuya liberación arancelaria está prevista para el 2008. Se dijo que, bajo estas condiciones, era inminente la ruina de los productores de sorgo, oleaginosas, aves, huevo, cerdo, res, café, arroz, trigo, cebada, papas, tabaco, frutas de climas templados y de los silvicultores. Como un asunto de sobrevivencia, doce organizaciones campesinas tomaron el acuerdo de presentar sus demandas de manera unitaria bajo el lema "El campo no aguanta más" y obtuvieron el respaldo de muchas otras organizaciones nacionales, desde las que cuentan con una larga trayectoria corporativa, como la priísta Central Nacional Campesina (CNC) hasta las que tienen una historia de lucha como la Coordinadora Nacional de Organizaciones Cafetaleras (CNOC). La demanda número uno, que fue respaldada por todas estas organizaciones y llevada a la negociación con el gobierno federal decía textualmente: "1) La moratoria al apartado agropecuario del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)". Sin embargo, lo que resultó fue algo muy diferente. La mayoría de las organizaciones involucradas en las negociaciones con el gobierno -exceptuando al Frente Democrático Campesino de Chihuahua, el Frente Nacional en Defensa del Campo Mexicano, la Unión Nacional de Organizaciones de Forestería Comunal y la Unión Nacional de Organizaciones Regionales y Campesinas Autónomas- firmaron un "Acuerdo Nacional para el Campo", que establece lo siguiente: "El Ejecutivo Federal llevará a cabo una evaluación integral de los impactos e instrumentación del capítulo agropecuario del TLCAN. Asimismo, iniciará de inmediato consultas oficiales con los gobiernos de EEUU y Canadá con el objeto de revisar lo establecido en el TLCAN para maíz blanco y frijol, y convenir con las Contrapartes el sustituirlo por un mecanismo permanente de administración de las importaciones o cualquier otro equivalente que resguarde los legítimos intereses de los productores nacionales y la soberanía y seguridad alimentarias". ¿Era eso lo que se demandaba? ¿De veras fue un triunfo que el actual Ejecutivo Federal consulte y revise en 2003 lo que va a suceder en 2008, cuando habrá otro equipo gobernante? ¿Si Fox no cumple sus promesas, las cumplirá su sucesor? ¿Alguno de los firmantes se habrá acordado de los productores agropecuarios que ya comenzaron a ser devastados por las importaciones libres de arancel que se iniciaron el 1 de enero del 2003? Cuesta creerlo. No es novedad que los dirigentes campesinos sean "orgullosos candidatos" (como dijo Víctor Suárez, directivo de la Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras de Productos del Campo) de los partidos Re- volucionario Institucional, del Trabajo o del de la Revolución Democrática. Pero el fatalismo tiene que haber calado muy hondo para que un investigador crítico como Armando Bartra, después de documentar con precisión el agrocidio emprendido por los gobiernos neoliberales, considere que el "Acuerdo para el Campo" es una manera de ganar. Bibliografía Amin, Samir. "La economía política del siglo XX". Traducción para Globalización del texto en inglés publicado en el número de junio 2000 de Monthly Review. Bartra Armando. "Saldos de la reconversión rural". En No traigo cash. México visto por abajo. Ediciones del FZLN, México, 2001. Bordieu, Pierre. La miseria del mundo. Ediciones Akal, Madrid, 1999. Lotman, Iuri. La semiosfera. Edición de Desiderio Navarro. Editorial Frónesis Cátedra. Universitat de Valencia, 1996. Ramonet, Ignacio. "Introducción". Pensamiento crítico vs pensamiento único. Le Monde Diplomatique, edición española. Temas de Debate, Madrid, 1998. Scott, James. Los dominados y el arte de la resistencia. Ed. ERA, México, 2000. http://www.revistarebeldia.org/revistas/007/art03.html
https://www.alainet.org/es/articulo/107730
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