Esperanza y utopía en las luchas populares latinoamericanas

14/06/1999
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Existe un amplio consenso, que comprende incluso a tecnócratas de los organismos internacionales (CEPAL, Banco Mundial, por ejemplo) respecto a que la globalización bajo dirección ideológica neoliberal desencadenada en la década de los ochenta refuerza la producción de pobres y excluidos en las sociedades latinoamericanas y caribeñas, al mismo tiempo que concentra y transnacionaliza el poder y la opulencia. Tan importante como el anterior proceso objetivo de empobrecimiento y de concentración de riqueza y poder es que la ideología dominante intenta imponer como pensamiento único la imagen de que no existe alternativa para el actual modelo económico y cultural. El efecto perverso que se busca con esta declaratoria es la muerte de la esperanza. La ideología neoliberal aborda este tema mediante una descalificación sistemática del sentimiento y pensamiento utópicos. Para vencer definitivamente, el neoliberalismo declara necesaria la muerte de la utopía. Socialmente, la muerte de la utopía tiene como efecto la multiplicación en América latina y el Caribe de los circuitos de empobrecimiento sin esperanza. Ellos expresan una descomposición, que la dominación desea irreversible, del tejido social. En el mismo movimiento en que los grupos dominantes declaran muerta la utopía, proclaman que el régimen democrático es únicamente una forma de gobierno y no un estilo de vida en el empoderamiento de la participación humana y ciudadana de la población que solidariza con un proyecto común de existencia. Con la legitimación de una práctica empobrecida del régimen democrático se desea que la ciudadanía acepte estas democracias restrictivas y antipopulares como la única posibilidad de gobierno frente a la dictaduras militares o las guerras internas. Con el abierto descrédito de un régimen democrático que no atiende los desafíos y deudas sociales y su abierta utilización para el dominio de una minoría muchas veces cínica se busca también desesperanzar a la gente llevándola al abstencionismo y a marginarse de los ámbitos públicos donde debería resolverse el bien común. Las fuerzas que empujan estos procesos económico-sociales, políticos y simbólicos de desmovilización, precarización y fragmentación del tejido social son nacionales e internacionales. En nuestros países, los gobiernos administran los interés de una neoligarquía altamente subordinada al capital transnacional con el apoyo de los principales medios masivos de información, grupos tecnocráticos y la complicidad, muchas veces por ignorancia, de sectores de iglesias. El estado nacional en América Latina y el Caribe se ha convertido en un factor, rara vez el más importante, de una constelación de poder internacionalizado (FBI, Banco Mundial, BID, OMC, OCDE) y transnacionalizado (monopolio y oligopolios con dominio del capital financiero y especulativo). La más reciente y perversa iniciativa de este dominio de los opulentos y poderosos es el esfuerzo por imponer un Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI) mediante el cual se sancionarían jurídicamente privilegios para una mayor fluidez del gran capital transnacional y se penaría cualquier esfuerzo por defender a los pueblos ante el saqueo transnacionalizado. Revitalización de las utopías populares Desde hace ya algunos años se viene asistiendo, asimismo, al agrietamiento de la doctrina y el modelo de pensamiento único. El conocimiento de que las experiencias asiáticas, valoradas como exitosas, no fueron administradas con criterios neoliberales, la constatación de que el mercado mundial no es libre sino que está controlado por monopolios transnacionales, los colapsos y corridas financieras que, en ausencia de control internacional efectivo, castigan a las economías a las que se ha forzado a no tomar medidas para evitar el contagio (como México), la evidencia de que el mero crecimiento económico, cuando se produce, no gesta mejores condiciones de vida para la mayoría de la población, la intensificación de la producción masiva de pobreza en América Latina y el Caribe y los estallidos, resistencias y protestas sociales que han obligado a los gobiernos y a los organismos internacionales, desde 1989, a ocuparse puntual y focalizadamente de la pobreza, han desacreditado y debilitado al modelo neoliberal aunque él se continúe imponiendo a través de la dependencia que poseen las economías latinoamericanas respecto del crédito internacional. Igualmente, el fallido intento por celebrar el V Centenario de la conquista de América (1992) convocó a importantes sectores de la población latinoamericana y caribeña en torno a tareas de recuperación de sus raíces socio-históricas y de una memoria de lucha. También la acentuación de las tensiones y desbalances internos que supone la presión de la deuda externa ha fortalecido la agitación y denuncia contra las prácticas de una globalización neoliberal que asfixia a las mayorías y sólo beneficia a los ya poderosos. Los procesos de democratización decantados en instituciones que no aseguran ni empleo ni desarrollo y que persisten en coexistir con una intensa desigualdad social posibilitan, así mismo, diversas formas ciudadanas de agitación, resistencia y deseos de construir algo distinto. Del mismo modo, el crecimiento de una sensibilización ambiental que liga el deterioro de la Naturaleza con una economía política capitalista devastadora ha potenciado la gestación de un ecologismo radical que defiende la casa común de todos los seres humanos y construye redes que agitan las banderas de una necesaria transformación fundamental de las prácticas que hoy determinan la acelerada reducción del la biodiversidad y conducen al planeta a la muerte. Estos procesos generalizados se han ligado en los diversos países y regiones con conflictividades y luchas populares más particularizadas, propias de sus circunstancias, renovando y ampliando las formas de organización y participación de un modo que ha facilitado la permanencia y revitalización de las utopías populares. Dentro de estos procesos de lucha resulta posible identificar a sectores y procesos que contribuyen, con distinto nivel y fuerza, a sostener y testimoniar (comunicar) la esperanza. La noción de "esperanza" hace referencia a una confianza y un compromiso. Como compromiso, la esperanza se pone de manifiesto en un testimonio. El testimonio comunica la esperanza, convoca en la esperanza, organiza la esperanza, proclama la identidad y una capacidad en el proceso de construir con otros y para otros (para muchos, para todos), desde uno, condiciones de existencia liberadas y liberadoras. En cuanto compromiso y testimonio, la esperanza contiene y expresa o materializa una ética de liberación y autoestima. Movilizaciones de los pueblos profundos u originarios En torno al V Centenario de la conquista de América se autoconvocó en América latina una movilización indígena u originaria de nuevo tipo. Los movimientos de los pueblos profundos de América en este siglo habían estado dominados o por el indianismo (separación y retorno al pasado) o interpelados destructivamente por el indigenismo (integración con alcance genocida). Si bien la movilización de los pueblos y naciones indígenas en torno al V Centenario no consiguió uno de sus objetivos, la articulación continental de las luchas afroamericanas, indígenenas y de los trabajadores, es también claro que redefinió el sentido de sus experiencias específicas de lucha, abriendo paso a un movimiento indígena de nuevo tipo. Este movimiento de los pueblos y naciones originarias se ha venido constituyendo sobre la demanda de autonomía, territorialidad (su combinación supone el control del manejo sobre sus recursos naturales), reconocimiento y solidaridad para el desarrollo. Por decirlo así, un pueblo como el mapuche (Chile) materializa su esperanza en su capacidad para construirse y darse autoestima en cuanto nación mapuche que contribuye desde sí misma a construir con otros (distintos) un Chile que se proyecta, como un proyecto de diversos, a la humanidad. Los mapuches ponen en práctica su derecho a crecer desde sus raíces para ser parte de un proyecto chileno y humano. Recientemente, por ejemplo, se han movilizado para impedir la tala de bosques de pino por empresas madereras depredadoras en el marco de una lucha por la recuperación de sus tierras productivas y de la capacidad productiva sostenible de la tierra. Como se advierte, se trata de una movilización hacia delante, pero desde las raíces. Y también de una lucha que sostiene la legitimidad e importancia tanto de la diferencia (los mapuches no desean ser homogeneizados) como del reconocimiento y la búsqueda de articulación. Estos elementos se encuentran también en la lucha que sostienen destacamentos de tzeltales, tzotziles, choques, zoques y tojolabales en Chiapas. Aquí la autoestima se expresa como lucha armada catalizadora de un amplio frente político revolucionario por la construcción de un México sin impunidad, democrático, sin discriminación y humanamente deseable y sostenible en el que todos puedan construir, mostrar y compartir su dignidad. Conviene recordar que el detonante de este movimiento catalizador fue la puesta en ejecución de una de las materializaciones hemisféricas del proyecto globalizador neoliberal: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Igualmente, en el Ecuador un frente amplio político, Pachakutik, de raíz indígena pero no excluyente, encabeza o acompaña luchas por una economía/sociedad sin discriminación, sin deuda externa, solidario, democrático, sin corrupción. Para estos sectores movilizados, no resulta posible construir un Ecuador digno sin la contribución efectiva de sus pueblos profundos, hasta ahora invisibilizados, silenciados o utilizados. Todos estas movilizaciones de los pueblos originarios (y otros) poseen, sin duda, limitaciones y defectos y cometen errores. Pero marcan también un campo ético, político y utópico, una nueva sensibilidad cultural popular. La vigorosa afirmación de la legitimidad de la diferencia, por ejemplo, facilita entender al movimiento popular y al pueblo social como articulación de diversos y no como unidad. Este rasgo, derivado de un reposicionamento, es importante porque reivindica el carácter estratégico que de la lectura de sus raíces sociales y de su memoria de lucha hacen los combatientes particulares y específicos, en este caso los pueblos profundos. Ofrecerse desde uno mismo, sin negarse o diluirse, para ser con otros, es un constitutivo de la fuerza y esperanza populares. Y eso afecta muy terrenalmente a los procesos sociales. No es lo mismo proclamar la necesidad de una reforma agraria propietarista y mercantil que luchar por un generalizado empleo de la tierra como raíz y fundamento. Cuando la necesaria reivindicación campesina por la tierra se nutre de la esperanza y utopía indígenas podemos imaginar otro subcontinente. Y, desde luego, ponernos en marcha para tratar de construirlo. Movilizaciones y tramas del ecologismo radical Dentro de los grupos que denuncian y combaten de distintas maneras las prácticas e instituciones que deterioran el ambiente, es posible distinguir a los grupos que se autodeterminan como ecologistas radicales, es decir que ligan su preocupación por el hábitat natural y social no sólo con el señalamiento de signos de su deterioro, sino con un esfuerzo por comprender y alternativizar los mecanismos, especialmente económicos, de producción de esos efectos. La compresión del desafío ecológico como la reacción de una totalidad a la que se manipula fragmentariamente supone establecer una relación fundamental entre los hábitats natural y social (articulación sistemática de ambientes) e incorporar las identidades de denuncia y lucha como un factor de esa totalidad. Esto implica asumir materialmente la estrecha vinculación que existe entre los procesos micro y macro sociales y evidenciar que la lucha ecológica, y con ello la existencia humana, carece de exterior, de modo que la idententidad de lucha debe ser producida en la lucha misma y se identifica o asocia con la producción de la vida humana. Por decirlo con una imagen religiosa: un mundo sostenible, sin depredación irreversible y sin potenciación del deterioro humano en la producción de bienes, belleza y virtud, constituye la trama histórica que hace posible a Dios y, literal y simbólicamente, torna efectiva su promesa de Vida Eterna. Dicho fuera del imaginario religioso, sin lucha ambiental específica y permanente no existe el ser humano. La esperanza de los ecologistas enseña así la forma inexorable de su pertenencia a una lucha específica y, a la vez, la transcendencia inmanente y liberadora (genérica) exigible a la existencia (vida) real. Además de sus combativas tramas o redes de relaciones políticas locales e internacionales para la denuncia y la movilización, el ecologismo radical testimonia el carácter de una esperanza que debe materializarse aquí para ser infinita o trascendente. Apareciendo muchas veces como una práctica secularizada y con referencias científicas, muestra entonces su capacidad de convocatoria religiosa y teológica en clave libidinal. El ecologismo radical resulta así decisivo y estratégico tanto para un dimensionamiento de la vivencia de la fe religiosa como para la construcción de nuevas y vitales instituciones eclesiales. La capacidad de convocatoria social de la esperanza y utopía ecologistas no se limita a los sectores religiosos. Las características analíticas y científicas de sus denuncias y el rango ético de su práctica atraen a jóvenes y estudiantes, a amplios sectores medios, a artistas e intelectuales y a los movimientos de los pueblos originarios cuya raíz cultural le facilita articularse vigorosa y constructivamente con el ecologismo. Aunque menos frecuente todavía, el eje libidinal (instintivo o de vida) que sustenta el carácter estratégico del ecologismo radical lo acerca a los movimientos de mujeres y deberían aproximarlo de diversa manera a los jóvenes en cuanto sector popular sobre reprimido. En otro ángulo, la frecuente denuncia que hacen los ecologistas del amparo y responsabilidad estatales en las prácticas de los agentes destructivos transforma la esperanza de este movimiento en un nucleador material de la sociedad civil entendida no como sociedad burguesa bien ordenada, sino como sociedad humanamente bien ordenada. Este último aspecto muestra, asismo, que la esperanza y utopía que determinan la identidad de resistencia y lucha del ecologismo radical permite reasumir, desde lo mejor de su historia, el carácter político, eventualmente contestatario, de las Ongs y la definición de su accionar estratégico como un centrado, más que en la capacitación, aunque sin excluirla, en la formación humana (eutoeducación popular). Movilizaciones del campesinado La lucha por la tierra es una constante latinoamericana. Fundada objetivamente en la injusticia social de la gran propiedad agraria (latifundio) y de la expropiación indígena, posee su antecedente fundamental en la primera gran movilización política de los sectores populares de este siglo: la Revolución Mexicana. La injusticia social inherente a la propiedad de la tierra y, consecuentemente, a las formas de su empleo económico y cultural, ha permanecido relativamente invariable durante los diferentes procesos de modernización que han emprendido los sectores dominantes durante este siglo. Por ello, la Reforma Agraria ha sido una bandera de resistencia y lucha de todos los proyectos populares: encabezó la medidas de transformación del proceso revolucionario cubano, fue intentada vigorosamente por la Unidad Popular y la lucha campesina extraparlamentaria en Chile (1970) y constituyó un factor fundamental en el esfuerzo revolucionario de los pueblos centroamericanos durante la década de los ochenta. Hoy día se expresa con fuerza y capacidad de convocatoria singulares en el Movimiento de los Sin Tierra brasileño y es un factor del alzamiento sociopolítico de Chiapas. La esperanza campesina es desafiada en la actualidad con particular dramatismo. La globalización neoliberal, en el mismo movimiento que precariza y fragmenta al conjunto de los trabajadores y altera la geografía física y humana de los países subdesarrollados, arrincona al pequeño y mediano campesino con la instalación del los grandes consorcios agroindustriales (maderas, frutas, granos) orientados hacia la demanda mundial y transforma sin tregua los ámbitos rurales en atracciones turísticas en el marco básico de una libre comercialización de la tierra que favorece su acaparamiento por el gran capital. La mutación del agro recibe así mismo el impacto de la minería devastadora. Estos procesos concentradores de opulencia y poderío y en el que reina las mercancías acentúan la descampesinación bajo las formas de emigración (geográfica y espiritual: de la esperanza a la desesperanza) no deseada, la proletarización y una mayor subordinación al mercado capitalista. En estas condiciones, la resistencia campesina a la extinción, fundada en su reivindicación por la tierra como raíz de vida y no como mera posesión mercantil, vigoriza su perfil cultural sin perder su carácter socioeconómico. Se trata de la propiedad de la tierra para trabajarla y para crear, mediante este trabajo, seres humanos. El empleo capitalista y transnacional de la tierra, que supone su administración global y abstracta, es así políticamente alternativizado por un proyecto social y humano, planteado por desposeidos, que sostiene su esperanza estratégica como raíz cultural. La cultura campesina se muestra de este modo como un referente económico y utópico indispensable para la sobrevivencia de un planeta que albergará durante la primera mitad del próximo siglo a más de 9.000 millones de seres humanos. La lucha campesina condensa el valor económico-cultual de la pequeña propiedad administrada particularmente que nuclea y proyecta solidaridad hacia los hábitats humano y natural. Se vincula así objetivamente con el movimiento ecológico y con su eje libidinal. Su esperanza puede ser articulada estratégicamente, entonces, con el movimiento de mujeres, de jóvenes, de pueblos y naciones originarios, y, como indicaremos más adelante, con el los creyentes religiosos antidolátricos. Luchas Sociales de la mujer con la teoría de género En la segunda mitad de este siglo se gestaron las condiciones, principalmente en Europa y Estados Unidos, para la expresión de un feminismo de un nuevo tipo, fundado en la reivindicación no de la igualdad de la mujer, sino del reconocimiento de la legitimidad de su diferencia. Básicamente, esto quiere decir que ser mujer no implique inferiorización, dominación o discriminación. La reivindicación de la diferencia como expresión legítima de humanidad (porque cada quien y cada grupo es diferente) constituye, sin duda, una bandera más amplia que la que apropiada y particularizadamnte levanta el feminismo de nuevo tipo. Su raíz enfrenta la universalidad falsa de la modernidad presa en la racionalidad (cálculo) de su expresión capitalista y proyectada en su juridicidad y en su cultura. Esta raíz permeó, durante la Conquista, las posiciones contestarias de Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas y permite hoy enfrentar la nortecéntrica homogeneización imposible y falsa propuesta e impuesta como expectativa por la administración global de la planetarización neoliberal. La legitimación de la diferencia reivindica las inevitables raíces particulares de la experiencia humana y, con ello, la necesaria administración particular de esa experiencia. Al proponerse así, la legitimación de la diferencia reivindica tanto el sentido fundamental de los microespacios sociales (trama social) como los valores de la autoestima y de la participación efectiva que son factores de las identidades propias. La legitimación feminista de la diferencia, entonces, posee un valor utópico universal e implica un paradigma alternativo al de la dominación vigente. Así lo han entendido, por ejemplo, los movimientos de las naciones y pueblos originarios de América que han asumido esta reivindicación desde sus propias condiciones de lucha. La determinación de la reivindicación específicamente feminista está dada por el imperio masculino y patriarcal condensado en la familia y en el conjunto de las instituciones y lógicas sociales. Por tratarse de un eje de dominación omnipresente, la lucha contra él no puede sino poseer alcance político. En América Latina la reivindicación feminista de la diferencia ha sido adoptada y enraizada fecundamente por las luchas sociales de la mujer popular. Elevadas las mujeres al protagonismo de la lucha tanto por los regímenes de Seguridad Nacional como por la guerra contra la fuerza laboral desatada por las doctrinas del neoliberal mercado total, la mujer popular (organizada en el barrio, en torno a la escuela, en relación con sus desaparecidos y torturados y, básicamente, en los distintos frentes de resistencia social) ha aprendido a vincular construcitivamente su protesta y respuesta ante las disfunciones y crímenes que asedian a su familias con la construcción y apropiación de una autoestima desde las que gesta las condiciones de su nueva identidad genérica en cuanto luchadora social, como mujer, esposa, madre o hija, como personalidad autónoma, y como militante de partido y ciudadana. Su esperanza utópica combina así la peculiaridad libidinal de todas las situaciones de dominación social con los ejes estratégicos de la discriminación social y cultural (economía política y dominación simbólica). La esperanza es sostenida aquí por las luchas multiformes de la mujer popular latinoamericana y caribeña, animada por una teoría de género que evita el antagonismo o paralelismo con las luchas sociales de los trabajadores a las que más bien nutre con una herramienta de crítica que devela otro de los rasgos con que se naturaliza la dominación: el imperio masculino y patriarcal. Animados con esa herramienta, también los luchadores sociales varones pueden afirmar mejor los caracteres de su autocomprensión y de su autoestima, y su capacidad de contribuir efectivamente en el despliegue de un proceso integral de liberación. Resulta decisiva para la lucha ideológica estratégica y popular que la reivindicación de la diferencia contenga la búsqueda de una complementariedad políticamente construida y no asumida 'naturalmente'. Si es importante para la sensibilidad femenina, masculina y popular asumir que una relación de pareja no fructifica a través de una afinidad 'natural' (cuyo referente sería la sexualidad, por ejemplo), es todavía más significativo asumir el proyecto popular como una producción constante desde las bases políticas plurales cuya coordinación y complementariedad necesarias (trama social, articulación constructiva) surgen de voluntades políticas construidas y ofrecidas para su discusión al conjunto y a cada uno de los sectores social y políticamente populares. Entendida así, la reivindicación de la legitimidad de la diferencia no constituye un principio o criterio fragmentador o de dispersión, y, por ello, anulador, del movimiento popular. Las luchas específicas de mujeres populares con teoría de género, usualmente desplegadas mediante redes sociales de reconocimiento, cooperación y solidaridad, se vinculan y convocan intuitivamente con las lucha ecológicas, de jóvenes, creyentes antidolátricos y por los derechos humanos y, más mediadamente, pueden articularse, también por su referente libiidinal estratégico, con las luchas campesinas e indígenas de América. Luchas de los jóvenes Aunque sería inadecuado hablar actualmente de un movimiento de jóvenes en América Latina y el Caribe, es también posible constatar la existencia de una gran cantidad de expresiones multiformas de contestación, que van desde un calculado indeferentismo social a la participación político/militar, pasando por el grupo independiente de estudios y la patota barrial o el consumo de drogas, de los diversos sectores que configuran, abstractamente desde un punto de vista social, la categoría "juventud". El fenómeno no puede sorprender por al menos dos razones básicas: a) el modelo de globalización neoliberal potencia las expectativas pero disminuye la oferta de medios (empleos, ingresos) para alcanzarlas. Los sectores más golpeados por la ausencia y debilidad de la oferta laboral son los jóvenes y, particularmente, las mujeres jóvenes. En el mismo movimiento, y para las minorías privilegiadas, el sistema propone, enmarcadas por una provisoriedad dependiente, la ausencia de esperanza como horizonte ético y político, gestando así las condiciones para el temor e irritación culturales generalizados cuyas salidas están unilateralmente determinadas por un consumo mercantil (que pude ser de iglesias, drogas, automóviles, ropa, espectáculos, seres humanos, etc.) al que se accede de manera muy diferenciada (segmentada), pero siempre insuficiente. Una sociedad que se autodeclara a la vez ferozmente competitiva y sin alternativa lesiona de esta forma una estructura fundamental de la experiencia humana, la que llama a sostener la esperanza, y ello irrita, desconcierta y polariza pasividades y agresividades, particularmente entre los jóvenes y estudiantes; b) la globalización neoliberal acentúa la destrucción del tejido social y su recomposición fragmentaria y segmentada. Desgarra y opone entre sí, por ejemplo, instituciones (como la familia nuclear) y sectores que debían responder a un mismo o semejante desafío social. Las luchas contestatarias y reivindicativas de los jóvenes tienden a presentarse por ello dispersas de un modo que facilita el no ponerse en condiciones de valorar e internalizar la necesidad de discernir y asumir el eje estratégico que da sentido a sus variados malestares, protestas y proposiciones. Para sí mismos, entonces, los jóvenes se expresan fragmentaria y puntualmente, sin alimentar la continuidad de su esperanza y sin tributar, en apariencia, mayoritariamente a la plural esperanza social. Pese a esta situación de fragmentación, sin embargo, las luchas de jóvenes y estudiantes mantienen su potencial de utopía transformadora. Entendidos estratégicamente, jóvenes y estudiantes, como un sector que sufre directamente el imperio de la economía libidinal bajo la forma del adultocentrismo*, la esperanza juvenil posee como frente inmediato de lucha a la familia (a la que podría reconfigurar como un espacio de acompañamiento, es decir de reconocimiento, y no de autoritarismo) y, desde ella, a todas las instituciones que proporcionan identidades adecuadas o idóneas para la reproducción del sistema, incluyendo "la rebeldía" que suele atribuirse ideológicamente como motor de la lucha de los jóvenes. Al mismo tiempo que enfrenta los autoritarismos que castran y matan, la movilización de los jóvenes y estudiantes debería tender a expresarse en el frente de una crítica amplia contra la sexualidad focalizadamente genital y reproductiva (cargada a la vez de consumismo, falsa responsabilidad y culpa) que impone el adultocentrismo vigente. En este segundo frente, también derivado de las pugnas libidinales resueltas masculinamente por el adultocentrismo, los jóvenes pueden hoy aspirar a una transformación de su sexualidad, y de la sexualidad social, en erotismo, es decir a su reconocimiento y práctica como un factor de relacionalidad (con otros, con la Naturaleza) fundamentalmente creativo y autocreativo. En estos frentes de denuncia, propuesta y transformación, para nada ajenos a la idea/valor del logro de una cultura del trabajo y no del empleo, los jóvenes pueden articularse constructivamente con las luchas de mujeres con teoría de género, con los estudiantes y creyentes religiosos comprometidos en la transformación de estructuras y situaciones autoritarias y represivas, con los luchadores por los derechos humanos y por los derechos de las minorías sexuales, con el movimiento ecologista y con las resistencias y luchas de los trabajadores sindicalizados e informales. Formidable trama de articulaciones sociales que constituiría el fundamento de la esperanza en la construcción de una sociedad que realiza su proceso de autoestima sin pecado ni culpa, sin alienación, y con gozosa responsabilidad creadora. Este es un horizonte que la sensibilidad juvenil, que se esfuerza por vivir el presente a fondo, no puede permitir que desaparezca. Creyentes religiosos antiidolátricos Aunque fuertemente debilitada en su proyección social por determinaciones carenciales internas, que le impidieron atender con calidad y fuerza los retos eclesiales, sociales y político- culturales específicos de un movimiento de creyentes religiosos populares, la Teología Latinoamericana de la Liberación, gestada en la década de los sesenta, aportó al imaginario de éstos varios elementos claves. Entre ellos, destacamos: a) la tesis/valor de que el Dios de la Vida es (o se muestra históricamente como) un efecto de relaciones sociales de liberación. Testimoniarlo humanamente como parte de la alianza que entrega Vida Eterna es, por tanto, una contribución necesaria a la causa de un mundo liberado de sábados (instituciones e institucionalizaciones), fetiches o ídolos que matan. Esta tesis indica el carácter político de la opción de fe de los creyentes religiosos en cuanto creyentes religiosos: su aporte a la causa popular es el combate antiidolátrico; b) la tesis/valor de que el pueblo de Dios está compuesto por todos los seres humanos, creyentes y no creyentes religiosos, en todas las culturas, que luchan de buena fe por transformar condiciones y situaciones de opresión en experiencias de vida creadora. Esta tesis desmitifica socialmente la identidad del creyente religioso y abre la posibilidad de su concurso (cooperación/reunión) con otros sectores populares, sin introducir superioridades falsas ni subestimaciones o vergüenzas políticamente subornidantes. Ambas tesis/valores son macroecuménicas, en el sentido de que superan las eclesialidades y religiosidades restrictivas poniendo en primer lugar una experiencia de la fe antropológica y religiosa. Para el creyente religioso, el principal desafío consiste en vivir su fe desde y en experiencia de liberación o antiidolátricas que son, a la vez, procesos de conversión personal y de testimonio social. Un corolario fundamental de estas tesis para la vivencia cultural y eclesial de la religiosidad popular es que la fe se manifiesta en acciones gozosas de liberación. Ello facilita enfrentar a las lógicas e instituciones que hacen de la expresión cultural de la fe (religiosidad) un ejercicio dominado por la culpa, el pecado, la ausencia y el temor a la ira de Dios. Por el contrario, ellas facilitan o tornan posible construir religiosidades centradas en la autoestima y el sentimiento de estar acompañados de un Dios que goza, ríe y vive porque su pueblo se libera y prepara, mediante sus organizaciones de lucha, la reunión final del Reino. Un pueblo que se esfuerza por su liberación merece un Dios de la vida y del amor. Al mismo tiempo que decantaba, aunque sordamente, estas tesis, la Teología Latinoamericana de la Liberación potenció, con suerte variada según las regiones, Comunidades Eclesiales de Base que deberían haber constituido el fundamento de un movimiento social de creyentes religiosos y de una Iglesia Popular. Precisamente, la ausencia en la Teología de la Liberación de un tratamiento orgánico de las tesis /valores antes mencionados, impidió que estas comunidades de base (todavía con fuerte presencia contestataria en Brasil, México, Colombia y Ecuador) tejieran, acumulación de fuerza y constitución orgánica mediante, la trama social que les hubiera permitido desplegarse, interpelarse, como movimiento social liberador. Pero la ideología y la práctica antiidolátricas, fundamento socio-histórico de la esperanza antiautoritaria del creyente religioso de todas las culturas está, como decantación y oferta, en el seno de nuestros pueblos empobrecidos, explotados y religiosos. Se trata aquí de recaracterizar material y orgánicamente esta esperanza porque un proceso masivo de autotransformación y de producción de autoestima integrales y populares en América Latina no podrá hacerse sin los creyentes religiosos. Ni contra ellos. Esta expresión de la esperanza supone la superación o transformación radical de las actuales formas institucionalizadas de hacer y de ser iglesia en el subcontinente. Defensa y promoción de los derechos humanos y por la democratización de la existencia Los diversos núcleos que se mueven en torno a la promoción y defensa de derechos humanos (educadores, activistas, profesionales) poseen un espacio particular e importante en la construcción de la esperanza popular. La práctica de derechos humanos, muchas veces restrictivamente orientada hacia la denuncia de delitos de lesa humanidad, como la tortura, el terror estatal y las desapariciones o el genocidio, está en realidad ligada positiva e integralmente con la proposición de una ética de no discriminación, de participación ciudadana plena orientada al desarrollo y a la paz. Se trata de enunciados básicos para cualquier programa popular, es decir planteado desde las víctimas que aspiran a transformar sus condiciones de victimización y a que no se produzcan nunca más víctimas. Vistos desde el ángulo de la denuncia, los grupos que se activan en torno a derechos humanos ponen en cuestión objetivamente, asimismo, dos situaciones elementales de la dominación que sufren las mayorías en la realidad latinoamericana y caribeña. La primera es la condición de impunidad que acompaña a la violencia muchas veces brutal de los poderosos y opulentos. Los casos más notorios en los últimos tiempos han sido el asesinato en México del candidato presidencial Luis Donaldo Colosio (1994), gestado en el seno del gobierno (Salinas de Gortari), la acción de guardias blancas de terratenientes en Chiapas (México) y las ofensivas criminales, masivas e individualizadas, nacionales e internacionales, de grupos paramilitares colombianos. La investigación oficial en Guatemala no logra avanzar tampoco en el esclarecimiento del asesinato del obispo Juan Gerardi (1998), tras un fallido intento gubernamental de inculpar a personas cercanas al religioso. La denuncia de este aspecto, ideológico/ político, de la impunidad, ha sido condensado y simbolizado por el grupo de las Madres de la Plaza de Mayo (Argentina), constituido durante una dictadura militar de Seguridad Nacional que tornó sistemáticas la práctica impune de la desaparición de opositores y sospechosos y la guerra sucia. La impunidad no se limita a los hechos político/ideológicos. Los delitos e irregularidades (enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias) asociados con el poder político señalan que la acelerada degradación de lo político, inherente al esquema neoliberal, fortalece la corrupción delincuencial de los políticos asociados con grandes empresarios y financistas. Las defraudaciones enormes (Collor de Melo, Carlos Pérez, Salinas de Gortari, etc.), sin embargo, permanecen impunes y alimentan nuevos saqueos de los recursos públicos, bajo la forma de privatizaciones y concesiones, el robo abierto o las administraciones negligentes y clientelistas. El campo de derechos humanos no se extiende todavía a los derechos de los pueblos y de la ciudadanía a no ser defraudados por sus gobernantes en sus expectativas de calidad de vida y a no estar condenados a asistir pasivamente al saqueo o destrucción de los activos públicos (fondos, instituciones, hábitats sociales y naturales, etc). Se trata aquí tanto de carácter integral de los derechos humanos como de la denuncia de un sistema jurídico institucional que no permite la denuncia y el castigo efectivo de los poderosos y opulentos potenciando así su impunidad. La segunda situación atañe a los cuerpos jurídicos y a la administración de justicia en las sociedades latinoamericanas y caribeñas. En estas sociedades las legislaciones atan las posibilidades del despliegue social de las mayorías al mismo tiempo que potencian los intereses de minorías oligárquicas y neooligárquicas locales e internacionales favoreciendo así, al determinarlas como lícitas, la impunidad de las acciones lesivas al interés popular y nacional. En el mismo movimiento, la administración de justicia opera como factor de una lógica del bloque de dominación que la pone al servicio de la impunidad de los opulentos y poderosos. El caso límite, que condensa ambas realidades, ha sido puesto de manifiesto por el arresto del general chileno retirado Augusto Pinochet en Londres, por solicitud española. La Constitución y legislación chilenas no sólo impiden juzgar al militar retirado por sus crímenes, sino que lo facultan para desempeñarse como senador vitalicio de la república. Esta realidad jurídica esperpéntica va acompañada de un sistema procesal que bloquea los reclamos de quienes vieron violados sus derechos más elementales al entregar fueros a los procedimientos castrenses en las causas que involucran a militares o la decisión política de la Corte Suprema de no admitir recursos contra ellos. Aunque se trata de una situación extrema, en Colombia, los procedimientos de la llamada "justicia sin rostro" (jueces anónimos, testigos anónimos, cargos no documentados cuya documentación no está a disposición de los encausados y de sus defensores) operan sensiblemente contra los intereses de las mayorías a las que se priva de poder. En el mismo ángulo, tanto Collor de Melo como Carlos A. Pérez han salido bien librados (y opulentos) de sus peculados y robos. La lucha por derechos humanos, entonces convoca estratégicamente a una reconfiguración de lo que es socialmente lícito e ilícito en nuestras economías/sociedades (lo que supone un tipo de acuerdo ciudadano sobre lo que es deseable y sobre las formas de hacerlo posible) y a una transformación fundamental de la constitución y del ejercicio institucional de la justicia. Una esperanza popular cercada y golpeada sistemáticamente por lo lícito, se aproxima o a la rebelión o a la sumisión. La lucha por derechos humanos es precisamente expresión de una voluntad profunda de transferencia de poderes con sentido libertador para que no existan ni la necesidad de rebelión ni la realidad de la sumisión. Precisamente porque la defensa y promoción de derechos humanos se inscribe en relación con un proyecto popular de desarrollo, participación y paz, es que resulta posible vincular estas luchas con las de los movimientos que se esfuerzan por hacer avanzar en su países las lógicas y procesos propios de procesos de democratización. El régimen democrático puede entenderse restrictivamente como una mera forma de gobierno o, amplia y radicalmente, como una forma de existencia, como una cultura de vida. En el primer sentido, y en las condiciones de imperio vigentes en América Latina, el régimen democrático de gobierno toma actualmente las formas de democracias restrictivas, donde los ciudadanos sufragan pero no gobiernan, ni eligen, porque la oferta electoral esta monopolizada y predeterminada por decisiones de los grupos neooligárquicos. Aquí existe ya un frente de lucha asumido por los grupos que, como en México, se esfuerzan por hacer avanzar e institucionalizar procesos de democratización con sentido popular. En el segundo alcance, que es el contenido estratégicamente popular del concepto "democracia", como cultura de vida, la existencia democrática se realiza a través de la participación entendida como aporte de sujetos a las instituciones y lógicas que configuran la existencia social. "Aportar como sujetos" quiere decir estar en condiciones de entregarle carácter a los procesos sociales. Participar se liga así con autonomía y con un crecimiento desde raíces. Por ello la esperanza utópica supuesta por las movilizaciones hacia el régimen democrático puede manifestarse con sentido estratégico ya en el seno de las democracias restrictivas, como la chilena o la costarricense, ya en las "democracias" de partido de Estado (México), ya bajo las fórmulas más amplias de denuncia y transformación de las relaciones de dominación y autoritarismo que dan forma, por ejemplo, a las relaciones familiares, las de pareja o la lógica empobrecedora de iglesias y escuelas. En todos estos casos, la esperanza utópica democrática se expresa como anhelo y construcción de sujetos (ciudadanos, humanos) plenos. Esta aspiración, económico-social, libidinal, política y cultural, muestra el contenido estratégico y el valor operativo que poseen para los sectores populares los procesos efectivos de democratización y el necesario carácter democrático que debe asumir su propia organización/movilización. Una cultura democrática es el ámbito donde pueden manifestarse derechos humanos entendidos como capacidades y obligaciones desde la autonomía que se ofrece a otros para constituir trama social fundamental. Desde esta trama de sujetos que se movilizan hacia una autonomía plena, quizás no factible, pero deseable como valor de existencia, es que se constituye y nutre la esperanza política de los pueblos latinoamericanos y caribeños en la coyuntura de precarización, exclusión, devastación y muerte determinada por el imperio de la globalización neoliberal. * El adultocentrismo hace de la "madurez" adulta el criterio de dominación sobre niños, jóvenes y ancianos. Por tratarse de una madurez "viril" establece, asimismo, una discriminación hacia la mujer. Desde su "madurez", el adulto ejerce un imperio sexual, económico y cultural que considera racional y justo, y al que valora como propio del 'orden de las cosas' Helio Gallardo, filósofo chileno, es catedrático de la Universidad de Costa Rica. Especialista en Filosofía Social, Políticas e ideas en los movimientos sociales en América Latina.
https://www.alainet.org/es/articulo/105020

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