La cultura de la globalización (O el fin de la Universidad)

15/02/2000
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Los tejidos y relaciones contraídos al interior de "la cultura del nuevo capitalismo" (Sennett 1998) tienen que afectar necesariamente muchos roles asignados, entre ellos, el que les correspondía a los productores oficiales de cultura, en este caso, a los intelectuales. En este sentido se puede afirmar que estamos asistiendo a un momento caracterizado no sólo por las transformaciones en las relaciones de mercado, sino también por un cambio de relación en la siempre cambiante relación que se da entre los intelectuales con las también siempre cambiantes agencias del poder. En gran medida -y éste es un diagnóstico desprovisto de valoraciones- los intelectuales están siendo recuperados por un orden institucional que en décadas pasadas parecían haber abandonado El regreso del mecenas El término recuperación no es inapropiado. No siempre los productores oficiales de ideas han mantenido relaciones tensas con los detentores del poder empresarial y político. El nacimiento de la democracia moderna, recordemos, es inseparable de la institución del "mecenazgo", particularmente del italiano, y dentro de éste, de los florentinos, genoveses y venecianos. Los "mecenas", es decir, los estamentos más poderosos de las ciudades, protegían a sus intelectuales si es que ese rol no era asumido directamente por ellos. De la misma manera que de la antigua Grecia, podría decirse respecto a las ciudades italianas del renacimiento, que el cultivo de las artes, de las ciencias y de las letras, iba unido a la existencia de la producción de excedentes que permiten salir de los marcos que imponen las economías de subsistencia, es decir, va unido a aumentos no sólo en la producción sino que en la productividad. Y si hoy en día algo aumenta, como consecuencia sobre todo de la incorporación de innovaciones microelectrónicas, es la productividad, hasta el punto que, como formulaba Gorz, en algunos países posindustrializados, la productividad se ha autonomizado tanto de la producción que, por primera vez en la historia, la productividad en el sector productor de medios de producción aumenta mucho más rápido que en el sector productor de medios de consumo (Gorz 1989, p.49). La sobreproducción de excedentes ha creado condiciones para que hoy sea posible una resurrección del mecenazgo, sólo que bajo formas distintas a las que se dieron durante el período del renacimiento italiano. Los mecenas de hoy ya no son ni potentados, ni papas, ni príncipes; son instituciones financieras, empresas, bancos. Tiene lugar de este modo una recuperación de los intelectuales por parte de los propietarios del dinero, intelectuales que en el periodo de la modernización industrial clásica vivieron, en su gran mayoría, en abierta hostilidad con los poderes establecidos, ya fueran económicos, políticos, clericales o militares. La hostilidad en algunos casos fue tan aguda que por momentos, los intelectuales, en algunas naciones, lograron autonomizarse, organizar su poder de modo partidario y, como jacobinos y bolcheviques, en nombre de "ideas superiores" y en autorepresentación de otras clases (a veces tan ficticias como "el proletariado"), arrebatar el poder a los por ellos llamadas "clases dominantes", e imponer, a sangre y fuego, sus ideales y utopías. Habría que averiguar cuantas revoluciones políticas sólo fueron posibles debido a la incapacidad que ofrecieron determinados órdenes socioeconómicos para integrar a "sus" intelectuales. En todo caso, nunca o, suavicemos, rara vez, ha sido posible una revolución política en contra de una democracia. Hoy en día, en cambio, asistimos a una suerte de proceso de reincorporación de los intelectuales y otros sectores ideológicamente hostiles al proceso de producción social, gracias, entre otras cosas, a la resurrección de la institución del mecenazgo en sus posmodernas expresiones. Y si los intelectuales están dentro del palacio (sea éste de Invierno o de Verano), ya no necesitan tomarlo desde fuera. La "toma del poder" sólo es posible si se está fuera del poder. Las clases empresariales que dieron origen al capitalismo moderno han tenido siempre una actitud ambivalente frente a los intelectuales. Por una parte, su formación fundacional tenía un carácter conservador y religioso. El espíritu calvinista y luterano (como también el del catolicismo reformado) del trabajo, no es el más apropiado para aceptar fácilmente innovaciones en los estilos de vidas y en las formas de pensar, de tal modo que los intelectuales fueron siempre considerados, y con razón, por los primeros empresarios, como agentes disociadores pero, en última instancia, necesarios para la educación y la cultura. Si se quiere, un mal menor. Más necesarios fueron todavía en aquellos países en que fue preciso arrebatar la tuición del poder a iglesias y sectores clericales pues los intelectuales proveían a tales procesos de idelogías sustitutivas, a cambio, por cierto, de recibir cuotas de poder. Fue precisamente en el marco del proceso de secularización europeo cuando se produjo el primer atisbo de alianza entre la "clase del pensamiento" y la "clase de los negocios". Dicha reconciliación no tardaría en reflejarse en el ámbito de la propia producción intelectual. Las teorías socialistas, herederas radicales del proceso de secularización antifeudal, antiabsolutista y anticlerical, que afectó a muchos países europeos desde el siglo XVII al XIX, incorporarían en sus registros muchos elementos constitutivos al imaginario ideológico de las burguesías calvinistas y luteranas. Recordemos que los primeros igualitaristas (los pre-socialistas) condenaron en las clases nobiliarias el "ocio" que lleva al deterioro de las virtudes ciudadanas, de las cuales la principal es la del trabajo. ?Y quién podía ser el más digno portador de la idea del trabajo que el trabajador? Los que más trabajaban deberían ser los dueños del poder en una sociedad cuya cultura ya empezaba a definirse como "cultura del trabajo". El proletariado, representación simbólica singular de trabajadores plurales fue, en ese sentido, el representante radical de aquella ética del trabajo que en sus orígenes había debido ser fundamentada religiosamente, del mismo modo que en tiempos seculares, hubo de ser fundamentada ideológicamente. Universidad y Autonomía La actitud ambivalente de las burguesías tradicionales frente a los intelectuales se ha reflejado, sobre todo, en sus relaciones con la universidad. Por de pronto, siente la presencia de los "propietarios del saber" como algo amenazante; pero no puede dejar de presentir que el "saber" y el "poder" no son, como captó Foucault, entidades antagónicas (Foucault 1991) Por una parte, la universidad es el sitial del saber, y por lo mismo, del "deseo de poder". Pero por otra, la universidad da prestigio a la ciudad, mucho más que museos, paseos y avenidas; y de esa ciudad el burgués se sentía dueño, si es que, efectivamente, no lo era. En otras palabras, siempre llega un momento en que la ciudad no puede sólo estar constituída sobre la base de relaciones de poder, sino que tiene que serlo, como dice Lefort, por medio de relaciones de saber (1992, p.213). Son esas relaciones las que permiten a la ciudad, después a la nación y al Estado, reconocerse como tales, y por lo tanto, representarse frente a sus mundos externos, por medio de una cultura que narra y escribe, es decir, fija la historia de sí misma que es a la vez la historia de la ciudad y de sus ciudadanos. La ciudad y las familias se representan a sí mismas a través de la cultura (Lefort 1992, p. 219) Sin la universidad, la ciudad es un centro puramente mercantil o una fortificación militar. Pero, a su vez, la burguesía debe aceptar que la universidad escape por momentos a su control y, lo que es peor, sus ocupantes, ya sean los catedráticos de toga, ya sea el trasnochado estudiante, no hacen nada por ocultarlo. Los primeros con su petulancia y orgullo, intentan probar día a día al burgués que el verdadero poder está en las ideas. Los segundos, con sus borracheras y estilos bohemios de vida, con sus asonadas callejeras -intentos infantiles al fin para apoderarse de la ciudad de los padres- y sobre todo con la sexualidad que irrumpe de tantos cuerpos juveniles agrupados, constituyen una permanente amenaza al orden: al orden de las calles y al orden de las almas. La Universidad, desde sus momentos precapitalistas, se constituyó tanto social como arquitectónicamente como una ciudad en la ciudad. Los "barrios universitarios" de las grandes ciudades y de las que quieren serlo, o los "campus", son como catedrales, símbolos que escapan a la ocupación total de la ciudad por los empresarios comerciantes y/o industriales. Las catedrales simbolizan el pasado clerical, cuando el orden elevaba sus cruces y torres hacia el cielo. Las Universidades, en cambio, pretenden simbolizar el futuro pues, como decía Ortega y Gasset, lo que se discute en sus claustros, será mañana discutido en plazas y calles. Y como las Iglesias y conventos, las Universidades y sus institutos llegaron a ser, en algunas ciudades, entidades independientes y autónomas. La autonomía que en muchos países latinoamericanos todavía gozan algunas instituciones universitarias, tiene un carácter ambivalente. Por una parte fue conquista de movimientos democráticos y populares (especialmente en la década de los treinta) de los cuales los estudiantes universitarios eran protagonistas activos. Pero, y eso pocas veces se ha dicho, fue el proyecto estudiantil, tal vez inconsciente, de defenderse mediante la construcción de subciudades, no tanto del Estado y de sus policías armadas, sino también de marcar diferencias con los grupos subalternos urbanos como los sectores intermedios y los trabajadores. La Universidad, por lo tanto, era odiada y al mismo tiempo deseada por los demás habitantes de la ciudad, algo que, todavía, como tenue resto del pasado, se observa en algunas ciudades tradicionales. Los primeros comerciantes e industriales de las ciudades posmedievales (y poscoloniales en América Latina) debían elegir entre enviar sus hijos al clero o al ejército. La Iglesia y el cuartel eran los pilares de la reproducción ciudadana. La función de intelectual estaba reservada a ciertas actividades clandestinas de hombres con sotana o de mujeres veladas, a profesores de escuelas, y a repentinos iluminados que hundían sus narices en libros llenos de telarañas. Con la fundación de universidades, surgió la tercera alternativa: convertir a los hijos en propietarios no sólo de dinero, sino que además, del saber. Pues, originariamente, el saber no era un polo antagónico al poder, sino que sólo su complemento. El saber como el poder no son cosas, son relaciones. La universidad y el cuartel La disociación del saber respecto al poder es un producto neto de las fases más avanzadas de los procesos de modernización. No obstante, los propietarios urbanos nunca perdieron la esperanza de recapturar el saber que se ocultaba en los recintos universitarios, de la misma manera que a las armas que se escondían en los cuartelarios. En ése, pero quizás sólo en ese punto, la Universidad y el Cuartel tienen algo en común. Ambos son objeto del deseo de los propietarios del dinero. Ambos se niegan a someterse plenamente a su imperio. Ambos anhelan, en el fondo, ocupar el poder que ostenta la burguesía civil. En vano cree la burguesía adinerada que enviando sus hijos como caballos de Troya a los cuarteles y a las universidades, éstos pasarán a ser suyos. Desde la vida gris de los cuarteles, o desde el bullicio del campus, esos dos extremos de la ciudad (sociedad), el militar, propietario de las armas y el intelectual, propietario de las ideas, esperan, sórdidamente, el momento de la violencia final que los llevará al poder, ya sea en nombre de la revolución o de la contrarevolución. El poder esta ahí, siempre deseable, sugerente, insinuante, ofreciéndose obscenamente a ser tomado por el primero que sea capaz de quebrar las leyes que lo sustentan. Razón de más para que entre el militar y el intelectual se establezca una relación de odio-amor. No son, pienso, sólo razones ideológicas las que llevan a los militares, en los múltiples y sangrientos golpes militares cometidos a lo largo de su criminal historia latinoamericana, a arrasar con universidades y bibliotecas y que después, ya en el poder, se repartan entre sí títulos de rectores y doctorados, e incluso, aunque sean semianalfabetos, escriban libros y memorias. A la inversa, los intelectuales revolucionarios, apenas llegan al poder, se ponen uniforme y se hacen llamar "comandantes" -aunque en América Latina opten por el título antes aún de ocupar el palacio de gobierno-. Es que entre las armas y las letras -ya lo sabía Cervantes (y su Quijote) que era escritor y militar a la vez- hay una maldita y mal oculta relación. Ambas pueden ser instrumentos de poder. Ambas sirven para disuadir. Ambas sirven para matar. Intelectuales, milicos y burgueses Sintetizando de modo grueso, podría decirse que la ciudad pre-moderna alberga cuatro propiedades que quisieron y quieren dominarla. Los propietarios del cielo, o los curas. Los propietarios de las armas, o soldados. Los propietarios del dinero, o burgueses. Y no por último, los propietarios del saber, o intelectuales. Los propietarios del trabajo, en cambio, recién aparecerán, orgánicamente, en la ciudad moderna. En la ciudad pre-moderna, el poder era controlado desde el cielo, y sus sucursales, las Iglesias. Las Iglesias eran dueñas del dinero, de las armas y del saber. La revolución democrática que da origen a la modernidad resulta de una alianza de los tres poderes por ellas marginados. El contrato social, que según Rousseau y Locke es ficticio, no fue en la realidad tan ficticio. Fue más bien un contrato político para, en nombre del Estado de origen social, desmontar al Estado de origen divino. Desde entonces, el poder eclesiástico es sólo uno más dentro de un cuarteto que para mantener cierto equilibrio entre sí hizo necesario el renacimiento de la política y de sus elementos reflexivos y conciliadores. Hoy, en los tiempos de la llamada globalización, la Iglesia parece estar fuera del juego, aunque el Papa viaje por todo el mundo en busca de consolidar un poder espiritual que se le escapa por todas partes. Por cierto, los propietarios del saber han pretendido, cada cierto tiempo, usurpar con sus producciones teleológicas (ideológicas) el control del "más allá" reservado a las Iglesias. La caída de los regímenes socialistas de Europa del Este marca quizás el fin del proyecto de los propietarios del saber para construir teleológicamente a lo político, en nombre de los propietarios del trabajo, y a partir de ese intelectual colectivo (Gramsci) que era, supuestamente, el Partido-Estado. Con el fin de la Guerra Fría, también los propietarios de las armas se encuentran en dificultades para disparar contra enemigos que ya no aparecen como tales. En verdad, los pensadores latinoamericanos no han sacado todavía las consecuencias del hecho de que la caída de los regímenes comunistas europeos coincidió en el tiempo con el declive de las dictaduras militares que asolaban el continente, coincidencia que no es, de ningún modo, casual. Desde que el proyecto intelectual teleológico de ocupar la ciudad se ha venido al suelo, el proyecto de control militar de lo social, carece de fundamento estratégico. Tendría aparentemente razón, desde ese punto de vista, Bauman, al señalar que en la posmodernidad global, el único poder que permanece incólume es el de los propietarios del dinero (1997, p.322). Académicos, empresarios y fantasmas Las nuevas burguesías (de izquierda o de derecha, no importa) están, efectivamente, consumando una sutil toma del poder de espacios intelectuales, aun a costa de pagar el precio de tener que intelectualizarse a sí mismas. Ya, sobre esa materia, habían recibido algunas lecciones de la "vieja burguesía" la que después de consumado el período de lucha antiabsolutista, intentó "ennoblecerse" comprando títulos de nobleza a nobles sin tierras y, por tanto, sin dinero. Fue esa misma burguesía, cuando en países en que los títulos de nobleza bajaron su cotización, compraron a manos llenas títulos académicos. Sospechosamente, casi todos los directores de bancos europeos portan títulos académicos; de preferencia, doctorados. Los más baratos son posibles de adquirir en algunos países del llamado "tercer mundo". Hay otros de más alto precio que otorgan, muchas veces en calidad de honorarios, universidades europeas y norteamericanas. En Suiza, el comercio de títulos de académicos alcanza cifras escandalosas. Por supuesto, también han aparecido en el curso del proceso de "academización de la burguesía", subprofesiones, como los "escribidores" de diplomas, maestrías y disertaciones. Y me han contado que algunos trabajos de "escribidores" no son tan malos. La degradación de los títulos académicos puede ser comparada con la que ayer experimentaron los títulos de nobleza. El noble empobrecido no tenía más alternativa, si es que quería sobrevivir, que vender su título a algún comerciante con ínfulas de grandeza. Hoy, como consecuencia de la superproducción de académicos, el título de doctor ya no sirve ni para entrar al mercado ocupacional, pues muchos empresarios ven en el "doctor" más bien una dificultad (representa un pasado estudiantil; a sus ojos, parasitario) que un mérito. La Universidad no puede, desde luego, absorver toda su inmensa producción. De modo que tendencialmente tiende a formarse una suerte de "aristocracia intelectual" que como su congénere del pasado, la nobiliaria, que poseía títulos sin tierras, la de hoy posee títulos, pero sin posibilidades ocupacionales. Pero, a diferencias del aristócrata nobiliario, el académico no puede vender su título (de eso se encargan otras instituciones). Sólo le queda, como alternativa, ponerse al servicio, o ser miembro, de las nuevas burguesías que, como clases en formación, se encuentran ansiosas por reclutar nuevos talentos. Una nueva alianza social El reclutamiento de talentos es una de las prácticas más sutiles de nuestro tiempo. Ya no sólo grandes empresas financian proyectos de investigación académica, sino que crecientemente comienzan a sumarse bancos y otras instituciones financieras. Y no se trata sólo de proyectos investigativos funcionales a los objetivos de la empresa. En síntesis: mediante la reactivación del mecenazgo está siendo recompuesta hoy, en los tiempos de la llamada globalización, una suerte de alianza histórica entre intelectuales y empresarios. Dicha alianza es ya tan estrecha que gran parte de los proyectos investigativos en las más diferentes universidades del mundo occidental funcionan en base a dineros no estatales. A su vez, el personal que no recibe salario estatal es tendencialmente más numeroso. Poco a poco la Universidad será sólo su edificio. En su interior albergará a múltiples equipos de investigación y docencia dependientes de mecenazgos exteriores. Fuera de la Universidad el proceso que lleva a la nueva alianza histórica es mucho más evidente. Por doquier aparecen microinstitutos investigativos, algunos con el nombre de "universidades", sobre todo en el área de las ciencias naturales, dotados de las más modernas infraestructuras. Y por si fuera poco están las famosas ONG de las cuales sólo una extrema minoría es autosubsistente. La mayoría de las ONG dependen, como es sabido, de financiamientos externos y son, en primer lugar, agrupaciones profesionales que buscan por ese medio la percepción de ingresos para sus miembros que ya no pueden ser obtenidos mediante vía estatal. Que además las redes de las ONG contribuyan a la creación de nuevas formas de sociabilidad, demuestra la ambivalencia del proceso de acercamiento entre los propietarios del dinero y los del saber. Y la ambivalencia rige para ambos lados. Del mismo modo como el saber es empresarializado, tiene lugar cierta intelectualización del sector empresarial, aspecto que no deja de ser relevante, sobre todo si se considera que los sectores más incivilizados de la sociedad moderna han sido por lo general, el militar y el empresarial. Todo proceso que tienda a aportar mayores grados de civilidad a ambos sectores, debe ser considerado como un importante paso en la profundización de las relaciones democráticas. Lejos se está, por lo tanto, en este trabajo, de condenar puritanamente el "acercamiento" que hoy tiene lugar entre el dinero y el saber. Tampoco debe, por cierto, ser aplaudido "a priori". Muchas son las deudas que los intelectuales tenemos con la vieja Universidad y no hay muchos motivos para alegrarse de su desaparición. Simplemente estoy tratando de computar un dato histórico, procesarlo, y extraer de ahí algunas consecuencias que tienen que ver con los procesos políticos de nuestro tiempo. Así como se nos fue el "proletariado"; así como la burguesía de la modernidad se encuentra en disolución; así se nos está yendo la vieja universidad; incluso sin que, los que somos ya veteranos profesores, nos demos cuenta. Pero quizás esos jóvenes académicos que de vez en cuando nos miran con curiosidad pasar en los corredores, piensan que nosotros (algunos todavía visten y se peinan -si es que pueden- como en los sesenta) los de antes, no somos más que, como dice el tango: "fantasmas de un viejo pasado que no volverá" Richard Sennett (1998) avanzaba la tesis de que aquello que hoy está teniendo lugar en los procesos financieros es una "concentración sin centralización". Quizás lo mismo se puede decir de los procesos intelectuales. Como nunca antes, la acumulación de saber, en todos los niveles, ha alcanzado la magnitud que hoy tiene. Pero, al igual que lo que ocurre con las finanzas, dicha acumulación, lejos de estar centralizada, aparece, ante nuestros atónitos ojos, como algo extremadamente fraccionado. El fraccionamiento del poder parece ser proporcional al fraccionamiento del saber. Dentro de todas las desventajas que de ahí se derivan tratemos, empero, de rescatar algo positivo. El fraccionamiento del saber ha hecho tabla rasa con toda tentativa para restaurar la idea del Saber Unico. Así como la burguesía es una clase segmentada, al menos en dos fracciones, la local y la internacional, el saber también ha alcanzado la misma condición. Hoy podemos percibir que hay una interminable producción de saberes que se entrecruzan entre sí pero que rara vez se convierten en antagónicos. Referencias Bordieu, Homo Academicus, Les Éditions de Minuit, Paris 1984 Foucault, Michel Die Ordnung des Diskurses, Suhrkamp, Frankfurt 1991 Gorz, André Kritik der; konomischen Vernunft, Rotbuch, Berlin 1989 Lefort, Claude, Ecrire -a l'epreuve du politique, Calmann - Lévy, Paris 1992 Sennett, Richard Der Flexible Mensch, Die Kultur des neuen Kapitalismus, Berlin Verlag, Berlin 1998. Original: The Corrossion of Character, W.W. Norton, New York 1998.
https://www.alainet.org/es/articulo/104787
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