Para acabar con la OMC

27/10/1999
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En cuestiones de política internacional, el ridículo no tiene límites, sobre todo si se está al servicio de los poderosos. La reciente decisión de dividir el mandato de director general de la Organización Mundial del Comercio (OMC) entre los dos candidatos en liza (un neozelandés, candidato de los americanos, y un tailandés, apoyado por Asia), los cuales ejercerán el cargo por separado durante tres años, debería provocar las risas. En realidad, tras el precedente del Banco Central Europeo, estamos ante el segundo caso de un responsable de institución internacional nombrado a medias. Es decir, incapaz de definir una estrategia a largo plazo ni de proponer un proyecto propio. Para mayor honra y gloria de quienes le han nombrado. Propiamente, esta situación traduce la incapacidad de los estados para aceptar que las organizaciones internacionales sean dirigidas por hombres fuertes, independientes de los intereses de las naciones, que garanticen los valores supranacionales. En el caso de la OMC, esta decisión resulta especialmente grave, pues no se trata de una institución como otras. Es la más importante de todo el sistema multilateral. En primer lugar, porque, como nueva etapa del GATT y encargada desde hace cinco años de defender la libertad del comercio, es la primera institución internacional que tiene un verdadero poder supranacional de arbitraje ante los intereses en conflicto de las naciones. En segundo lugar, por lo menos teóricamente, es una institución de equilibrio, donde existe representación de todos los países del sur; a diferencia de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), club de los ricos, en cuyo marco, en octubre de 1998, Lionel Jospin ha sabido, correctamente, rechazar cualquier tipo de competencia en la negociación del acuerdo sobre la libertad de inversiones, llamado AMI. Y finalmente, porque, durante los tres próximos años, constituirá el marco para la más extraordinaria negociación económica internacional de la postguerra y que va a tener una enorme influencia en la vida de todos los pueblos del mundo. Sin embargo, hay que matizar estos tres temas. Primero, porque, en sus primeras decisiones de arbitraje, la OMC, casi siempre ha dado la razón a los EE UU, tanto en el caso de la guerra del plátano cuanto en el de la carne hormonada, sin dejar más recurso a los europeos que rechazar la aplicación de sus decisiones, lo cual ha desencadenado la rabia y venganzas americanas. Segundo, porque los países del sur no tienen medios para defender sus derechos. Las negociaciones y los arbitrajes son de una complejidad enorme y exigen una capacidad de expertos en materias jurídica y financiera de la que no disponen la mayoría de los 135 países miembros. Y ello es así hasta el punto de que el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) ha reclamado hace poco el derecho a una asistencia jurídica para los países del sur en sus negociaciones con la OMC, reivindicación que no se ha dado en ningún otro aspecto, ni siquiera en el caso de la deuda, caso en el que podría considerarse muy justificada. Finalmente, y sobre todo, porque la próxima negociación sobre comercio mundial, denominada la Ronda del Milenio, está ya de entrada sesgada. Los GATS La próxima conferencia ministerial de la OMC cuya celebración está prevista en noviembre en Seattle, tratará de las negociaciones a fin de liberalizar el comercio agrícola, el comercio en materia de propiedad intelectual, las inversiones, el medio ambiente y, antes de finalizar el 2002, el establecimiento de un acuerdo general sobre el comercio sobre servicios, el llamado GATS (General Agreement on Tariffs and Services). A priori todo ello resulta muy elogiable: garantizar antes de tres años a todas las empresas el libre acceso a los mercados de los demás, proporcionarles "el tratamiento nacional" para "la presencia comercial" y el "movimiento de las personas físicas". Pero esto está lejos de toda inocencia. En lenguaje llano, significa que se debe conceder a toda empresa extrajera las mismas ventajas y las mismas subvenciones que a los productores nacionales. Y ello afecta al sector servicios comerciales, como los hoteles, las telecomunicaciones, los bancos, las obras públicas, la edición, los servicios recreativos y culturales, los transportes, la educación y la sanidad. Conviene considerar bien las consecuencias. Esto no sólo conduciría forzosamente a la desregulación y a la privatización de todos esos servicios públicos, cualesquiera que sean las decisiones de los ciudadanos, sino también a la desaparición de una gran cantidad de medios de soberanía. Por ejemplo, sería necesario tratar por igual las cadenas de clínicas americanas que los hospitales públicos franceses, las cadenas de televisión americanas y francesas, las editoriales americanas y francesas. Se acaban, pues, la Seguridad Social, el precio fijo del libro, la excepción cultural, la igualdad ante la sanidad y la educación. No se trata de una amenaza teórica: en el término de tres años, si la Ronda del Milenio alcanza sus fines, veremos concretamente cómo desaparece todo lo que constituye la especificidad el modelo europeo de desarrollo. Y durante esas negociaciones quien va a ser el director general de la OMC es un ex-primer ministro neozelandés laborista, Mickey Moore, candidato que han defendido los americanos. En definitiva, la Ronda del Milenio es el AMI, con aspectos mucho más graves. Más que una negociación comercial La apertura de esas negociaciones, así como ese nombramiento, no son fortuitos. Las grandes empresas americanas de cultura, de telecomunicaciones, de servicios financieros, de educación y de sanidad sólo pueden resultar rentables con la condición de ampliar sus mercados. Para ellas es vital la penetración en Europa, primer mercado mundial. Lo harán real y virtualmente. Pues, aunque lográramos oponernos a la implantación física de las grandes multinacionales de la salud y de la educación en nuestros mercados, habrá que prepararse a su llegada virtual, ya que no existen medidas adecuadas para impedirlo. Las nuevas tecnologías de comunicación permitirán, efectivamente, que esas empresas exporten sus servicios, vendan sus servicios como inmigrantes virtuales, y situarán las universidades europeas en competencia con las americanas o bien promoverán las grandes redes de telemedicina. Esa es otra batalla, de alcance diferente, en la cual las tecnologías de la comunicación desempeñarán una clara función contra los intereses de Europa y del Sur, si es que no se toman medidas. El nombramiento de un excelente comisario europea, francés además, encargado del comercio es una buena noticia. Pero él solo no va a poder impedir el desastre que se anuncia, si no le apoyan decididamente todos los jefes de estado y de gobierno de los Quince. No hay, pues, otro tema más importante que éste que justifique una auténtica reflexión estratégica europea que pretenda conseguir, en una cumbre europea. Una decisión al respecto; si es posible en la reunión de Finlandia, debería definir lo que queremos preservar y lo que pretendemos conquistar; delimitar los aspectos en que la liberalización es deseable y aquellos en los cuales ni tan siquiera se ha de entrar a discutirlos; imponer un mínimo de normas sociales; rechazar la discusión sobre ámbitos de soberanía en una sede técnica y repensar las competencias de la OMC. A este respecto, como en tantos otros, la improvisación es suicida. En esta cuestión como en otros, la movilización de todos los artistas, creadores, enseñantes, investigadores, médicos, sindicatos, será esencial. En este aspecto como en otros, Francia, una vez más, será uno de los pocos países capaces de oponerse, porque es la única, quizá, que no desea unirse rápidamente al modelo americano. La cuestión es bastante más grave que una simple negociación comercial. La liberalización ilimitada de los servicios, a diferencia del caso de la industria, puede significar el final de las naciones, de la democracia, de la política. Se ha pretendido que la historia se acababa con la victoria conjunta de la democracia y del mercado. Sin ver que, en realidad, comenzaba la despiadada historia de la lucha del mercado contra la democracia.
https://www.alainet.org/es/articulo/104566

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