La mesa de la OEA y la democracia que le estalló en la cara
17/11/2005
- Opinión
Para el día 18 de noviembre se ha instaurado una nueva efemérides en el Perú.
El “día de la recuperación de la democracia”, ya está en el calendario cívico. Y como es de rigor la prensa busca a quienes fueron protagonistas del feliz acontecimiento.
Y por lo que veo, el jamón de la ocasión no se lo va a comer Toledo, que en estos momentos disfruta de uno de sus últimos viajes como presidente por tierras extranjeras y que en el momento de la fuga de Fujimori al Japón también se hallaba lejos de casa, fajándose por la democracia entre Israel y Miami.
Ahora los celebrados son los amigos de la “mesa de diálogo y concertación de la OEA”, a los que dicen que les debemos las leyes que hicieron posible el aterrizaje en el envidiable planeta de las elecciones creíbles, que sin embargo no sirven para dejar atrás políticas económicas y sociales contra las que reclaman las mayorías, como lo prueba la experiencia de la transición 2000-2001.
Parece ciertamente que otra vez la mala memoria, la necesidad de contar una historia políticamente correcta y los intereses electorales y comerciales de algunos van a jugarnos una trastada. ¿Será necesario recordar que el diálogo y la concertación en aquella época se desarrollaba entre el gobierno de Fujimori en retirada y la oposición colaboracionista que lo había acompañado durante los diez años anteriores?
¿Habrá que ser aguafiestas nuevamente para decir que las leyes que discutieron hasta cansarse, y cansarnos a los demás, los señores de la mesa de la OEA, fueron las que debían acortar el mandato del presidente y congresistas, forzando la Constitución, que sin embargo no se atrevieron a derogar y a facilitar su reemplazo; y que como contraparte a estas creaciones, los fujimoristas exigían diversas normas de impunidad para sus dirigentes y cuadros militares?
“Desconozco mayormente” si alguien sabe de alguna disposición anticorrupción surgida de esa mesa. O, para el caso, de algo que previniera que los partidos que irían al 2001 no vinieran marcados por la falla de fábrica de ser producto de la falsificación de firmas, como se le había probado a Fujimori y más tarde se haría con Toledo, dejando como gran excusa que muchos más incurrieron en el mismo delito. O que ofreciera alguna vía de participación de los ciudadanos de a pie en un sistema que los hace sentir permanentemente excluidos y burlado en su voluntad más profunda.
Si por la mesa de la OEA hubiera sido lo que habría pasado es que en una correlación 50-50, se hubiese terminado de negociar el escenario para el 2001, y por supuesto Toledo y compañía hubieran aceptado a pie juntillas todos los marcos y conciliaciones, como que la bendita excusa de la transición lo ha justificado en ineptitudes y trapacerías. Pero si el andamiaje se cayó no fue por ellos. Ni por el impertinente embajador de EEUU que declaraba abiertamente porque Fujimori encabezara la transición, a los reclamos de los peruanos porque el chino se fuera de una vez.
La caída que se venía desde la crisis electoral de abril, los Cuatro Suyos y la agitación social sostenida de esos meses, se convirtió en ruta de salida con el video Kuori-Montesinos, la aparición de la cuentas en Suiza y el secuestro de los archivos del asesor de su domicilio por intervención directa del hasta entonces presidente. A eso se agregó la insurrección sureña de los hermanos Humala, que llevó la fisura hasta el interior del ejército que había sido la columna vertebral de la dictadura. Ahora puede decirse cualquier cosa en función a los cálculos electorales. Pero la historia es terca.
El día 18 de noviembre el Perú se encontró de pronto sin presidente. La mesa de la OEA se disolvió sin pena ni gloria. Y los partidos tradicionales, incluidos los fujimoristas, se austaron de lo que tenían en la mano, y nombraron para la presidencia al parlamentario que había recogido menos votos en la elección previa, es decir al menos representativo. Así lo hicieron débil y silencioso, al punto que hay quienes celebran ahora que sus anuncios en la asunción del mando le fueran corregidos por sus ministros más duchos, Silva Ruete y Pérez de Cuellar.
En fin, la democracia se la debemos al pueblo. No a la mesa, no a la OEA, no a los partidos tradicionales, no a la Iglesia Católica. Ahora lo que hay que preguntarnos es ¿para qué nos sirve todo ello?
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