Aquel 11 de septiembre…

08/10/2013
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Ante una nueva conmemoración de unos hechos dolorosos que nos correspondió vivir hace ya cuarenta años, donde no podemos evitar el darnos cuenta de cómo el implacable tiempo pasa sobre nosotros de una manera tal que nos parece increíble, he decidido compartir con los lectores este texto que preparé hace ya diez años cuando habían transcurrido treinta años de aquel cruento golpe militar. Se trata de una rememoración personal que forma parte de un volumen nuestro, de próxima publicación bajo el título de LOS MIL ESPEJOS DE LA REALIDAD SOCIAL. El tiempo transcurrido no alivia el dolor de enfrentarnos a una dura realidad, algo así como el tenue velo de la fantasía frente al duro matiz de la realidad de que hablaba el escritor portugués Eça de Queiroz. De aquella experiencia histórica de la Unidad Popular Chilena, con sus mil días, no nos queda sino decir que nació muerta, si nos atenemos a lo dispuesto por Richard Nixon y Henry Kissinger, por lo que las disputas entre las fuerzas de izquierdas sobre las responsabilidades de cada uno parecen hoy más que nunca bizantinas, por lo urge su superación en términos dialécticos para poder extraer las enseñanzas que aquellos hechos nos dejan. En cuanto a la figura de Salvador Allende y su sacrificio asumido, sólo podemos decir cuánto se engrandece en nuestros recuerdos, sobre todo por su honestidad y el grado de consecuencia con que luchó hasta el final por la causa de los desheredados de la tierra.
 
El Chile de 1973: entre la memoria y el olvido...
 
In memoriam Claudio Jimeno, nuestro profesor en la Escuela de Sociología de la Universidad de Chile y cercano colaborador del presidente allende quien fuera asesinado por los militares fascistas, probablemente el mismo día 11 de septiembre.
 
I
 
No sabía quiénes eran mis compañeros de infortunio. No podía saberlo, simplemente estábamos allí en los patios de la Escuela Militar Bernardo O' Higgins, en el Barrio Alto de Santiago de Chile, arrojados sobre el suelo, con las manos sobre la nuca, condición en la que permanecimos durante muchas horas, sin poder movernos y soportando las amenazas de algunos de los jefes militares que estaban a cargo del grupo de prisioneros, del cual yo formaba parte. El hecho de permanecer allí juntos, hermanados por la adversidad contrastaba, de una manera abrumadora, con la evidente circunstancia de que no nos conocíamos, ni llegaríamos a conocernos finalmente; no importaba cuál fuese la suerte final que corriéramos y la cual parecía encontrarse –exclusivamente- en manos de nuestros captores y que podía, incluso, comprender la posibilidad de una muerte violenta.
 
Durante treinta años me he interrogado sobre aquella paradoja ¿Quién o quiénes compartieron conmigo las duras lozas de aquel inmenso patio de la Escuela Militar? Recuerdo que mientras permanecía allí, me pareció ver, a mi lado, a un joven vestido enteramente de blanco, cuyo nombre real o figurado no pude saber entonces ni poco después, cuando en medio del claroscuro de un largo día que concluyó casi a las nueve de la noche -pues era ya primavera- nos trasladaron al Estadio Nacional, situado en la comuna de Ñuñoa, y en el cual se habían celebrado, pocos meses atrás, los cuarenta años de la fundación del Partido Socialista de Chile, oportunidad en que estuve allí. Recuerdo eso sí, el silencio impresionante, resultado del toque de queda impuesto en las calles de una ciudad en la que no terminaba de oscurecer, y que sólo era roto por el sonido de los vehículos militares que se desplazaban. La contraseña que intercambiaron esa noche era "tongo", una noche en la cual -o en la siguiente- tembló de manera muy fuerte; entonces hubiéramos deseado que las pesadas instalaciones del estadio se hundieran sobre las cabezas de los milicos y se hubiera intentado algún tipo de resistencia armada, ideas que resultaron ser quiméricas, como ciertos sueños de fuga que me acompañaron durante algún tiempo.
 
Era el mes de octubre de 1973 y había transcurrido un mes, desde el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular, encabezado por el asesinado presidente Salvador Allende; por nuestra parte, en mi caso concreto, después de ser apresado por los Carabineros, en el sector de la Comuna de Las Condes, había sido llevado, con los demás, a ese imponente recinto militar en donde se adiestran los oficiales de las fuerzas armadas, que -de improviso- se había convertido en uno de los espacios de la masiva represión que el nuevo régimen estaba llevando a cabo, con el claro propósito de imponer su dominio sobre la población mediante el uso del terror, también masivo.
 
II
 
El eterno contrapunto entre la memoria y el olvido, entre las trampas de la memoria y los convenientes recodos en donde se nutre el olvido, selectivos tanto la una como el otro, es algo que nos persigue durante toda la vida. Es por ello que no podemos evitar los desgarramientos que nos provoca el ver la imposibilidad, existente entre muchos integrantes de las jóvenes generaciones de chilenos, de asomarse siquiera, por un momento, al profundo significado de las reivindicaciones levantadas en aquellos mil días de la Unidad Popular (1970-1973), las que compartí junto a un gran sector del pueblo chileno. Se trató de una esperanza amenazada desde la cuna cuando desde Washington se decidió impedir el ascenso de Salvador Allende a la presidencia de Chile, acudiendo –incluso- al asesinato del comandante en jefe del ejército, general René Schneider, en octubre de 1970, pocos días antes del cambio de mando en el Palacio de la Moneda.
 
Cuando hoy algunos hablan de las bondades del modelo económico dejado por la dictadura, y administrado, desde hace más de una década, por los sucesivos gobiernos de la concertación, conformados por una alianza entre socialistas y democratacristianos, podemos comprender la profunda victoria obtenida por la derecha chilena y sus mentores en el imperio del norte. Decir que basta con que los verdugos fascistas se arrepientan y pidan perdón en público, para que el régimen militar implantado -a partir de 1973- pase a ser considerado como uno de los mejores de la historia de Chile, como afirmó un joven periodista chileno en la televisión de su país, pocos días atrás, sólo nos revela la profunda derechización y frivolidad que existe en muchos integrantes de las nuevas generaciones de chilenos.
 
Ahondar en la memoria de aquel Chile Popular, a cuya existencia puso abruptamente fin el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, - generosamente financiado por la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos y bajo las órdenes de Richard Nixon y Henry Kissinger- nos conduce a la evocación del significado más profundo de aquel ascenso popular, expresado en el triunfo electoral obtenido por la Unidad Popular, el día 4 de septiembre de 1970. Culminaba, así, una larga lucha del movimiento obrero y popular de Chile, con sus partidos comunista y socialista, fundado en 1922 el primero y en 1933 el segundo, los que expresaban toda una gama de tradiciones y experiencias políticas y culturales, a veces convergentes pero también discordantes durante un largo recorrido histórico.
 
La Unidad Popular y su triunfo electoral eran el fruto de casi veinte años de luchas electorales y reivindicativas, las que, finalmente, se tradujeron en una voluntad de poder y de transformación social en beneficio de los más desheredados de la fortuna; todo ello en el seno de un país y de una sociedad que mantenían rasgos profundamente autoritarios y excluyentes, aunque ocultos detrás de una fachada "democrática" muy bien vendida a propios y extraños, lo que -a la larga- tuvo graves consecuencias para todo el movimiento popular chileno.
 
III
 
Treinta años después de aquellos acontecimientos, existe una tentación muy marcada, en los medios de prensa de Chile de homologar a víctimas y victimarios, a torturados y a torturadores, a asesinados y a verdugos ejecutores. Nada más falso, pues, desde mucho antes del golpe militar, el terror en contra de las organizaciones de la clase obrera y de los campesinos estuvo presente en los allanamientos de la planta industrial de Lanera Austral, cerca de Punta Arenas, en la provincia de Magallanes; en los asentamientos y tierras ancestrales de los mapuches de las provincias de Arauco y Cautín y en las múltiples instalaciones fabriles de Santiago, Valparaíso y Concepción allanadas por los militares y los carabineros, con el pretexto de aplicar una ley de control de armas, elaborada como parte de las “garantías democráticas” dispuestas y aprobadas en conjunto con la democracia cristiana, durante el período de transición entre los gobiernos de Frei y Allende. Es decir, una ley que sólo se aplicó para desarmar a las organizaciones de la clase obrera y campesina para dejarlas inermes frente a las bandas fascistas y, posteriormente -como se hizo evidente- para impedir la resistencia frente al golpe fascista que se venía planeando desde antes del ascenso de la Unidad Popular, al poder.
 
La desigualdad absoluta que se expresó en el combate por el Palacio de la Moneda, del día 11 de septiembre, y la escasa resistencia armada que se produjo en el área de los cordones industriales de Santiago, aquellas expresiones del poder popular en las áreas obreras de la capital chilena, corroboran, con creces, lo que hemos venido afirmando en cuanto a los riesgos de falsear de toda falsedad la verdad histórica, al poner en el mismo plano a las víctimas y a los victimarios, como pretenden hoy algunos con gran facilidad.
 
IV
 
El Chile Popular se ha perpetuado, en nuestra memoria, en un hecho de especial importancia simbólica: la entrega diaria de un litro de leche para todos los niños del territorio chileno, pero –especialmente- los de aquellos territorios en donde la desnutrición había venido posando sus garras desde tiempos muy lejanos, como asimismo por el despliegue de una serie de acciones concomitantes en procura de una mejor atención prenatal y postnatal, en beneficio de las madres y los niños de las clases populares, olvidados por la gran mayoría de los gobiernos republicanos, en esta parte del mundo.
 
La redistribución del ingreso y la propiedad social de los medios de producción aparecían, en el horizonte, como una amenaza para un empresariado acostumbrado a disfrutar de toda clase de ventajas de orden fiscal y político; y su concreción vino a marcar un punto de inflexión: el mundo de la clase obrera tenía la posibilidad de cambiar de manera radical, por primera vez desde los días de la revolución española, sus condiciones de vida y las relaciones de poder en toda la sociedad, a partir del surgimiento de los cordones industriales y de una serie de fábricas colocadas –directamente- bajo la gestión de los trabajadores, no siempre con la anuencia gubernamental o de la dirigencia sindical, dentro de lo que exteriorizó como una pugna con muchos de los viejos dirigentes del aparato de la CUT o Central Única de Trabajadores de Chile.
 
Aquello era demasiado insoportable para los privilegiados de siempre quienes respondieron, desde el principio, con el odio y el sabotaje, propios de una aventura contrarrevolucionaria y, posteriormente, con la instauración de una dictadura terrorista que promovió una gigantesca transformación social y económica en beneficio del gran capital, en lo que hoy sabemos, con toda certeza, que fue un complejo con una profunda significación a escala continental, pues convirtieron a Chile en el mejor laboratorio y caldo de cultivo de la utopía totalitaria impulsados por los ideólogos neoliberales y un puñado de empresas transnacionales.
 
El nuevo régimen militar, surgido a partir del 11 de septiembre de 1973, no sólo eliminó, de una manera brutal, los sueños y conquistas revolucionarias de un importante sector de la clase obrera chilena sino que se convirtió en el germen de una contrarrevolución a escala continental, a partir de la cual se busca devolver a la clase trabajadora y a las grandes mayorías populares a las condiciones de vida, propias del siglo XIX, eliminando así las conquistas que la clase trabajadora había alcanzando después de más de un siglo de luchas.
 
El nuevo régimen militar con un liderazgo civil conformado por una serie de intelectuales católicos integristas, al estilo del fascismo español tales como Jaime Guzmán y el tristemente célebre cura Hasburn. Además como una contrapartida, digamos “liberal”, empezaba a tener una influencia decisiva un equipo de graduados en economía de la Universidad de Chicago, entre ellos Sergio de Castro, quienes optaron por desmantelar la seguridad social y los regímenes de pensiones, así como la responsabilidad del Estado en materia de educación. No había un movimiento de los trabajadores que les hiciera contrapeso pues la represión implacable de la dictadura se encargó de que así fuera.
 
V
 
Recuerdo haber caminado un promedio de cuatro kilómetros diarios durante aquel interminable mes de agosto de 1973, que más interminable nos parecía cuando, junto con todos mis amigos y compañeros, habíamos llegado a la íntima convicción de que después del Tancazo del coronel Roberto Souper, del día 29 de junio, lo que se perfilaba era una atmósfera de fin de reino, la eterna espera de una primavera que no llegó para nosotros. Sabíamos que el desenlace se aproximaba, pero la consigna, también tácita, era la de no hablar del tema y, en una especie de esquizofrenia colectiva, sumergirnos en las tareas cotidianas; en nuestro caso, en las de estudiantes de la entonces Sede Oriente de la Universidad de Chile.
 
Desde el 25 de julio, día en que había comenzado el nuevo paro de los camioneros y de las unidades de la locomoción colectiva, el tráfico de personas y mercancías -en la capital chilena- estaba profundamente alterado, por lo que nuestra opción de llegar a pie al campus universitario del Pedagógico, situado allá en la calle de Macul, aparecía como la única opción viable. Viniendo desde la Avenida Vicuña Mackenna y atravesando las calles Rodrigo de Araya y Zañartu veíamos, todos los días, a las unidades de carabineros cerrando algunas áreas en las cuales se ejecutaban allanamientos en aplicación de la ley de control de armas, pero -en realidad- destinadas a desarmar a la clase obrera de los sectores industriales. Tan rutinaria se hizo esa práctica que no nos pareció nada extraño encontrarnos con esos movimientos del personal uniformado de Carabineros, en la mañana de aquel martes 11 de septiembre, mientras nos dirigíamos -una vez más- a cumplir con nuestras rutinas académicas en la Universidad de Chile. Desde las primeras horas de la mañana, las radioemisoras, bajo control reaccionario, anunciaban ya un levantamiento de la marina en Valparaíso, mientras que las que eran controladas por las organizaciones populares empezaban a ser bombardeadas, lo que no evitó que esa misma mañana entráramos a la clase de estadística en la escuela de sociología, en una actitud que parecía indicar que nada grave estaba pasando. Las grandes preguntas que podemos hacernos algunos -treinta años después- serían acaso acerca de si ¿Fue una irresponsabilidad absoluta aquel gesto de darle la espalda a la realidad? o, más bien, ¿Era acaso, aquel comportamiento, una forma de aliviar la angustia que en el fondo se apoderaba de todos nosotros, al ver derrumbarse todos aquel sueño maravilloso de justicia y libertad representado por los casi mil días del gobierno de la Unidad Popular? La pesada atmósfera que se había desplegado con el nuevo y prolongado paro de los camioneros era el mejor indicador de que aquella época estaba por terminar.
 
Si en el mes de octubre de 1972, durante el primer paro de los camioneros, habíamos ido a descargar productos alimenticios a la estación Mapocho y a otra ubicada en el sector de la Avenida Grecia, con la esperanza de romper la cadena del desabastecimiento que estaban procurando la derecha reaccionaria y los grupos fascistas más activos, como el Movimiento Patria y Libertad, ahora en agosto de 1973 resultaba evidente que el movimiento popular había perdido la iniciativa y la capacidad de respuesta frente a una ofensiva reaccionaria cada vez audaz y abiertamente inclinada hacia una opción golpista.
 
Nos abruma, a veces, el recuerdo de tantos esfuerzos y tantas esperanzas que quedaron truncados, en especial los de miles de compañeros de clase obrera, de los cordones industriales de Santiago, siempre dispuestos a dar hasta lo último en la lucha cotidiana y hacer frente a los requerimientos extraordinarios, demandados por el interminable desafío de las fuerzas contrarrevolucionarias. En verdad no había ningún plan de lucha articulado para hacer frente al cruento golpe militar del 11 de septiembre de 1973; y, así, miles de trabajadores esperaron en vano por unas armas y unas instrucciones que jamás llegaron, como lo indican una gran cantidad de testimonios ofrecidos sobre esos acontecimientos.
 
Son estos recuerdos los que nos llevan a reflexionar acerca de las revoluciones y los profetas desarmados, un hecho que, a semejanza de la situación a la que se vio enfrentado León Trotsky (que en su momento fue calificado así por Isaac Deustcher en el segundo volumen de su monumental biografía del viejo líder bolchevique) en la lucha que mantuvo contra Stalin, le ocurrió a Salvador Allende en el momento de la arremetida final de la derecha y el imperialismo.
 
Muchos autores han dicho que no se juega a la revolución con las manos vacías sin pagar las consecuencias y hacérselas pagar a los trabajadores, en el tanto en que su condición es la de ser los principales protagonistas del proceso revolucionario. En honor a la verdad, hay que hacer un reconocimiento a Salvador Allende y sus compañeros por no haberse doblegado a la intimidación y a la vulgaridad de quien dirigía el golpe militar bien oculto en el cuartel de Peñalolén, pero también extraer la lección que nos da el testimonio de un pequeño grupo de francotiradores, ubicados en el Ministerio de Obras Públicas, al otro lado de la calle Morandé, quienes mantuvieron a raya al ejército durante muchas horas ayudando a quienes, como el propio Salvador Allende, de una manera suicida, resistieron desde las vulnerables instalaciones del Palacio de la Moneda, la casa de los presidentes de Chile. ¡Cuanta energía desaprovechada en lo que hubiera podido ser una formidable maquinaria de la resistencia popular frente al fascismo en ascenso! o es que acaso la revolución no fue más que un sueño imposible, como decía recientemente el escritor español Alfonso Sastre, al contrastar el optimismo de Salvador Allende y los líderes de la Unidad Popular, durante los primeros días de su gobierno, con la inevitable realidad de que la fuerza se convierte, más temprano que tarde, en la última y decisiva ratio de las orientaciones generales de todo un período histórico, que fue lo que efectivamente ocurrió.
 
VI
 
Mientras permanecíamos en aquellos interminables días en el Estadio Nacional de Santiago de Chile, convertido entonces en un campo de prisioneros políticos, pude escuchar que entre los nombres de los presuntos detenidos a quienes llamaban, por medio de altavoces, a presentarse al disco negro, un disco de ese color ubicado a un lado de la cancha, estaba el de Claudio Jimeno nuestro antiguo profesor en la escuela de sociología de la U. De Chile y cercano colaborador del presidente Salvador Allende. Buena maniobra distractora, pues Claudio Jimeno -quien había acompañado al presidente hasta el final- había sido asesinado durante los primeros días del régimen militar. Aquel elegante y atildado militante socialista había sido nuestro profesor, durante casi un semestre, durante la primera parte del curso lectivo de 1971, y habiéndose cansado de la poca aplicación de la mayoría de los estudiantes a la disciplina de las técnicas de investigación social, que impartía con gran cuidado, optó por concentrarse en las tareas políticas más importantes de aquel convulso período, al cabo del cual su vida también concluyó, de una manera violenta.De aquel Estadio Nacional, convertido en campo de concentración, con sus violencias que, en ocasiones nos alcanzaron y con las despedidas emotivas entre los compañeros bolivianos que partían hacia Europa y aquellos a quienes el régimen del general Hugo Banzer permitía regresar a su suelo natal, de las cuales fui testigo, recuerdo además la dolorosa experiencia de que me quebraran mis anteojos y que pronto me encontré en una situación semejante a las de algunos conocidos periodistas, a quienes les aconteció lo mismo: Recuerdo así Rodrigo Rojas, director del diario comunista El Siglo y Oscar Waiss, socialista y director del diario oficialista hasta el 11 de septiembre La Nación, entre otros.
 
VII
 
Aquel día 25 de julio, cuando se inició el segundo paro de los camioneros, habíamos ido –mi esposa y yo- a ver una obra del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, al fin de la cual el personaje más importante terminaba desquiciado, balbuceando una expresión como: “el sol, el sol...”. Lo que sí nos resultó evidente esa noche, en la que tuvimos grandes dificultades para regresar a nuestra casa, fue que el caos vial comenzaba a apoderarse de la capital chilena preparando el camino para los graves acontecimientos que vendrían...
 
El desabastecimiento provocaba interminables colas, en las que había que permanecer muchas horas para proveerse ya sea del pan o de la parafina –el famoso canfín, para los costarricenses- , de enorme importancia la segunda para la calefacción en un invierno en el cual las temperaturas suelen descender hasta un grado bajo cero. La intención de quienes habían organizado los paros de camioneros era la de distanciar a la población con el proceso revolucionario, provocando un desabastecimiento deliberado que, con suma facilidad, se repetía incesante a través del diario El Mercurio y otros, podía atribuirse a la incapacidad gubernamental. Sin duda habían problemas planteados a raíz de la expansión de la capacidad adquisitiva de los trabajadores, la que agotó el stock existente de mercancías al cabo del primer año de gobierno de la Unidad Popular. El aparato productivo no estaba capacitado para resolver de manera permanente un desafío tan complejo y dentro del cual estaban planteadas una enorme vulnerabilidad, dadas la falta de experiencia de los trabajadores y la drástica caída de la inversión provocada por los sectores empresariales.
 
Recuerdo con un día en la madrugada fuimos llamados los vecinos del sector en que habitaba para comprar unos pollos que distaban mucho de haber crecido. Esto no era otra cosa que la expresión más evidente desde hasta había conducido a la población la violencia de los sectores reaccionarios que se preparaban para dar el último zarpazo. Era evidente la irritación creciente de gentes de clase media y aún de algunos sectores de la aristocracia obrera, quienes influenciados por la dirección cada vez reaccionaria de la Democracia Cristiana, estaban llegando a un estado próximo al paroxismo.
 
La xenofobia había terminado por aparecer violenta y masivamente entre los sectores más recalcitrantes de la derecha y así el terreno estaba preparado para que después del golpe militar se repitiera hasta la saciedad que muchos de los extranjeros residentes en el país formaban parte de una falange de más de diez mil cubanos que Fidel Castro había enviado para imponer una dictadura bolchevique en Chile. Por un azar de la afiebrada imaginación de la reacción chilena nos habíamos convertido en cubanos, no importa si nunca hubiéramos puesto un pie en la isla mayor de Las Antillas. Podríamos concluir diciendo que, en algunas ocasiones, el imaginario político de quienes se disponen a cometer los mayores crímenes y buscan justificarlos puede resultar lo más patético del mundo.
 
SURCOS, N° 170 / 7 de octubre del 2013.
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