Derechos humanos, derechos culturales

29/04/2013
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Evolución de los derechos culturales
 
Aunque la primeras regulaciones jurídicas en el campo de la cultura se remontan al derecho francés, que reguló el depósito legal en 1534, las bases del derecho cultural han sido situadas en los siglos XIX y XX en los que se definieron tres áreas de protección fundamentales: el patrimonio cultural y los centros de depósito cultural (museos, archivos y bibliotecas), las industrias culturales (con sus orígenes en las regulaciones de imprenta) y el derecho de autor.
 
Constitucionalmente no hubo mención alguna a estos temas hasta que, en 1917, la Constitución mexicana utilizó el concepto de cultura por primera vez en un texto de este rango. Este hecho significó un salto cualitativo en el reconocimiento de los derechos culturales, que habían sido tratados hasta entonces de forma dispersa, y demostró un especial interés político en su protección. En la actualidad, en múltiples constituciones se establece la obligación de los poderes públicos de fomentar y difundir la cultura nacional y encontramos artículos referidos a la protección del patrimonio cultural y lingüístico, a la defensa de los conocimientos tradicionales y de los derechos de las minorías culturales, a la libertad de creación, al papel de las bibliotecas y otras instituciones de promoción cultural.
 
Aquel paso trascendente dado en el México revolucionario, a inicios del siglo XX, debió abrir el camino para que el Derecho cultural —como rama del Derecho— avanzara hacia el logro de un equilibrio entre los diferentes actores de los procesos culturales a nivel de toda la sociedad. No obstante, lejos de emprenderse un avance coherente y equilibrado en pos de la protección y salvaguarda de estos derechos, hemos presenciado mundialmente un desarrollo desbalanceado que se guía de manera abierta por intereses económicos. El momento actual está caracterizado, sin dudas, por una hipertrofia en  la protección de algunos sujetos y relaciones, y un abandono, tanto en  el desarrollo teórico como en  la implementación práctica, de otros muy necesarios.
 
Por ejemplo, en el marco de la UNESCO se han adoptado instrumentos tan importantes como la Convención sobre las Medidas que Deben Adoptarse para Prohibir e Impedir la Importación, la Exportación y la Transferencia de Propiedad Ilícitas de Bienes Culturales (1970), la Recomendación relativa a la Condición del Artista (1980), la Recomendación sobre la Salvaguardia y la Conservación de las Imágenes en Movimiento (1980), la Recomendación sobre la Salvaguardia de la Cultura Tradicional y Popular (1989), la Convención para la Protección de los Bienes Culturales en caso de Conflicto Armado (protocolos de 1954 y 1999), la Convención para la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial (2003), y la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales  (2005), entre muchos otros. Las Convenciones establecen acuerdos que deben ser cumplidos por los Estados signatarios y es de suma importancia su labor subsiguiente en la ejecución de sus postulados, pues, de no existir una voluntad política coherente con estos compromisos, lo adoptado puede quedar en letra muerta. Y es esto, lamentablemente, lo que ha sucedido en innumerables casos.
 
Al propio tiempo, mientras Convenciones adoptadas en el marco de un organismo de Naciones Unidas esperan por las buenas intenciones de la comunidad internacional para llevarse a la práctica, un entramado de normas es tejido por el poder transnacional y, en complicidad con gobiernos y otros organismos y organizaciones internacionales, ha logrado establecer un sistema de protección que pone en un segundo plano los derechos de acceso de los ciudadanos y privilegia, no a los creadores, sino a las empresas dueñas de sus derechos. Esta terrible armazón jurídica utiliza, para colmo, los mecanismos  de exigencia y sanciones económicas de la OMC (Organización Mundial de Comercio)
 
Mediante acuerdos internacionales de diversa índole y tratados multilaterales y bilaterales de libre comercio, los países industrializados presionan al resto del mundo a favor de la homogenización de las legislaciones de derechos de autor. Empleando la misma trampa de que la liberalización del comercio traerá beneficios a grandes y pequeños, garantizan la protección  de sus  inversiones en el campo de la cultura y fuerzan a los países subdesarrollados a invertir recursos en ello. Estados donde se están extinguiendo lenguas y prácticas culturales de sus pobladores originarios, se ven comprometidos a garantizar la persecución de quienes copien los productos de la gran industria y destinan a ello sus escasísimos recursos so pena de ser sujetos de sanciones económicas. Las inversiones en la preservación del patrimonio material e inmaterial, las posibles acciones de rescate y salvaguardia de la memoria de estos pueblos, quedan una vez más como deudas pendientes, pues las deudas ante los poderosos resultan de mayor urgencia. Se trata, en resumen, de dar un golpe mortal a los derechos culturales de esas naciones y pueblos y ofrecer garantías absolutas para el poder transnacional.
 
Se puede asegurar que hoy los instrumentos normativos internacionales y la mayoría de las legislaciones nacionales de propiedad intelectual nada tienen que ver con las necesidades de los creadores y de la sociedad y están diseñados de acuerdo con los intereses de quienes resultan titulares de derechos, es decir, de las grandes industrias editoriales, de la música, del audiovisual, del software y en general de la llamada industria del entretenimiento. 
 
Las muestras son cada vez más visibles: los creadores que utilizan nuevas formas de expresión surgidas con las nuevas tecnologías no encuentran cabida en las arcaicas leyes que suponen una originalidad a ultranza, que ignora intencionalmente el constante juego intertextual del arte contemporáneo. Las normas hegemónicas exigen un autor y una obra aislado de sus receptores sin diálogo ni interacción posible. El arte, para ellas, debe coincidir con la añeja formula  de la obra-mercancía que permita el sonar de las cajas contadoras. Esa es la premisa. Por otra parte,  las antiguas manifestaciones artísticas de los pueblos originarios siguen siendo objeto de la depredación más inescrupulosa, y se promueve, como solución, la privatización de expresiones colectivas por naturaleza. Las culturas más diversas presencian su extinción al carecer de espacios propicios para su transmisión y enriquecimiento.
 
En cuanto a los derechos de acceso, son claros y evidentes los retrocesos: las bibliotecas acosadas por la falta de recursos para pagar suscripciones, los editores tratando de imponer el pago por el préstamo bibliotecario, la prohibición de fotocopias de libros en las Universidades, las sociedades de gestión acosando a cuanto ciudadano utilice de algún modo una obra musical. Un mundo cada vez más interconectado tecnológicamente se hace cada vez más privado, y lo que la tecnología pudiera permitir lo cierran los candados de la propiedad intelectual en manos del poder corporativo. ¿A quién benefician entonces estas legislaciones?
 
Con el Acuerdo sobre los ADPIC y demás acuerdos de la OMC y la ola neoliberal de los años 90 del siglo XX en América Latina, el ejercicio de los derechos culturales chocó con obstáculos severos. La inclusión de la protección al derecho de autor dentro de los acuerdos comerciales, la consideración de los bienes y servicios culturales como una mercancía más sujeta al “libre comercio” entre desiguales (con sus consecuencias esperadas en el consumo cultural y los derechos de acceso), la privatización de los servicios educacionales y culturales, la pérdida por parte del Estado de toda función reguladora y el consecuente aniquilamiento de toda política cultural, los recortes en los presupuestos de educación y cultura, la imposibilidad de fomento, subvención ni protección a la industria cultural nacional, la apertura a las inversiones extranjeras de todos los espacios nacionales y la ofensiva para la homogeneización ya mencionada de legislaciones nacionales de acuerdo a las pautas de la OMPI-OMC, entre otros factores, signaron momentos trágicos en la evolución de los derechos culturales en Latinoamérica.
 
Derechos culturales y derechos humanos
 
Aun cuando las tradiciones anglosajona y latina conciben los derechos de autor de forma diferente, en textos normativos y tratados internacionales se  reconocen,  en el  contenido del Derecho de Autor, dos cualidades u objetivos: la protección del autor como creador de una obra intelectual concreta y la protección a todos los seres humanos como receptores o “consumidores” a los que se le debe garantizar el acceso a los resultados creativos. Este doble contenido está definido en la Declaración Universal de Derechos Humanos1 cuando en su artículo 27 establece, en primer lugar, que:
 
1. “Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”.
 
 Y en segundo:
 
2. “Toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora”.
 
La frontera que marca el límite en el ejercicio de estos derechos, ha sido  francamente desplazada, y no para favorecer a esas “personas” en su condición de “autoras”. Se han venido limitando de manera dramática los derechos “a tomar parte libremente en la vida cultural de la sociedad”, no a causa de otros derechos humanos sino de derechos “corporativos”. Por esta causa, la clasificación del derecho de autor como un derecho humano es hoy cuestionada con gran severidad. Aunque pretenda presentarse de este modo para legitimarse, la propiedad intelectual de empresas y corporaciones no es un derecho humano. Es un instrumento para la monopolización de la circulación de las obras opuesto a la esencia de los derechos culturales del ciudadano y de la sociedad en su conjunto.
 
La posibilidad de que todos accedan a los resultados de la creación, es un presupuesto de la creación misma. Ante todo, el ciudadano debe contar con un espacio para el ejercicio de su libertad de creación, o lo que es lo mismo, debe tener la posibilidad de acceder al conocimiento e interactuar con la riqueza cultural preexistente. Este espacio de protección previo a la creación, lleva implícito como precedente el reconocimiento y la posibilidad del ejercicio efectivo de otros derechos humanos esenciales de los que grandes masas hoy están privadas: el derecho al agua, a la alimentación, a la salud, recogidos en la propia Declaración Universal de los DDHH. El reconocimiento de este ámbito de la libertad humana, debe completarse con el acceso gratuito y universal a la educación, con la posibilidad real de las personas de elevar su capacidad de apreciación de las artes, de oportunidades para manifestarse y acceder a la enseñanza especializada y a otras opciones culturales que le permitan enriquecer su espiritualidad y desarrollar su talento. Estos derechos constituyen efectivamente la base del fomento de la protección a la creación y a los autores.
 
Hoy vemos pagar en el mundo enormes sumas como retribución a unos pocos y afamados artistas que han creado obras de aceptación comercial y, sin embargo, las mayorías carecen de condiciones mínimas para desarrollar sus potencialidades creativas. Frente a Estados con las manos atadas, incapaces de diseñar e impulsar políticas culturales, se alza el Mercado como juez supremo, inapelable, para establecer jerarquías y decidir qué debe ser promovido y consumido entre quienes puedan pagar los altos precios de los bienes y servicios culturales. De este mismo modo, se anula la difusión de obras y géneros sin aceptación comercial, junto a toda posibilidad de promover la creación a nivel social, y se atenta gravemente contra la diversidad cultural.
 
Los derechos culturales deben hoy proteger al creador y a la sociedad, frente a los intereses que mutilan y empobrecen la creación. El acceso a las obras no puede depender de la capacidad de pago de los ciudadanos —de por sí limitadísima en estos tiempos de crisis— ni la protección puede basarse  únicamente en la capacidad y posibilidad de generar ingresos. Sistemas de pago más rígidos no han traído como resultado mejores condiciones para la gran mayoría de los creadores, ni mayor riqueza espiritual, ni más tolerancia, ni nos ha acercado al diálogo entre las culturas. Por el contrario, han hecho más excluyentes y selectivos los escenarios, han favorecido la monopolización de la promoción y difusión culturales y han restringido el acceso a la cultura y el conocimiento.
 
Derechos culturales en Cuba
 
Un recorrido formal por las normas legales se hace innecesario. De nada valiera enumerar leyes si la realidad dijera otra cosa. No obstante, ahí está sentando pautas la Constitución de la República con sus postulados rectores. Luego, la Ley No. 1 de Protección del Patrimonio Cultural, la Ley No. 2 de Monumentos Nacionales y Locales, la Ley No. 14 de Derecho de autor, el Decreto Ley 106, el 144 y el 145, que reconocen la condición laboral especial de los artistas, entre muchas otras normas que institucionalizan y disponen los deberes del Estado para con el disfrute de los derechos culturales.
 
Pero mucho más atrás en el tiempo están también, en el propio año 1959, la fundación por el Gobierno Revolucionario del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos y de la Casa de las Américas, instituciones a las que siguieron la Imprenta Nacional y las escuelas de arte, que abrieron para los cubanos una nueva era de emancipación y descolonización culturales. La Campaña de Alfabetización, en 1961, sentó las bases imprescindibles para saltos cualitativos impensables en la Cuba prerrevolucionaria.
 
La política cultural cubana apoya decisivamente la creación; pero este respaldo no debe ser visto solo como la retribución económica puntual que pueden brindar las legislaciones autorales. Va mucho más allá, como demuestra la subvención a muchos y muy valiosos proyectos culturales sin posibilidades de subsistir por sí mismos. ¿Cómo podría explicarse el gran momento que vive el movimiento teatral cubano, en términos creativos y de público, sin esas políticas de subvención? ¿O el impulso a la música sinfónica? ¿O la creación de decenas de bandas municipales de concierto que han revolucionado el clima cultural de tantas comunidades? ¿O un evento de tanto impacto social y espiritual como nuestra Feria del Libro, que se extiende a todas las provincias del país y se ha convertido en el acontecimiento cultural de mayor masividad? ¿O que existan escuelas de arte diseminadas por todo el territorio nacional? ¿O la red de bibliotecas, museos y casas de cultura que en medio de gravísimas carencias sigue haciendo su trabajo de valor incalculable? ¿O la celebración ininterrumpida de eventos tan importantes como los festivales de cine y ballet, la Bienal de la Habana, CUBADISCO y el Festival del Caribe? 
 
El Fondo de Desarrollo de la Educación y la Cultura es otro ejemplo del ejercicio de esta política comprometida y responsable. Con ingresos provenientes  de empresas del Ministerio de Cultura, financia programas ramales y territoriales, asociados a la conservación del patrimonio, a inversiones de la enseñanza artística y al sostenimiento de eventos nacionales e internacionales y presta incluso apoyo directo y personalizado a figuras del arte y la literatura.
 
En Cuba un régimen de Seguridad social especial protege a los artistas de determinadas actividades que exigen particulares condiciones y les concede el derecho a una pensión por tiempo de servicios. También está en vigor un régimen especial de Seguridad Social para los creadores independientes.
 
Nuestra ley de derecho de autor —aunque con más de 30 años de promulgada y amén de su necesaria actualización— reconoce los derechos de los autores, tanto morales como materiales, a la vez que dispone lúcidamente la posibilidad de utilizar en el país, sin ánimo de lucro, las obras sin la autorización de sus autores, cuando sea imprescindible para las necesidades de la educación, la ciencia, o la cultura, previo otorgamiento de una licencia para estos fines. Este artículo es el que nos ha permitido, en medio de las condiciones adversas que nos impone el bloqueo y nuestra condición de país subdesarrollado, preparar la fuerza técnica y profesional calificada con que contamos.
 
Independientemente de errores, problemas por resolver, limitaciones de recursos e ineficiencias, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que en nuestro país se cumple como en pocos el “derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. Y es que nuestra política cultural se ha orientado esencialmente a propiciar la participación de los ciudadanos en los procesos culturales y su acceso a lo mejor del arte y la literatura cubanos y universales, y ha garantizado, por otra parte, la activa intervención de los creadores en el diseño y la práctica de esa política.
 
Nuestros acusadores
 
Históricamente el gobierno de los EE.UU. se ha empeñado en desacreditar la imagen de Cuba. Los derechos humanos se han convertido año tras año en tema central de una acusación caricaturesca. La potencia responsable de genocidios y guerras de saqueo, poseedora de los mayores arsenales militares del planeta, con un historial escalofriante de crímenes, torturas y cárceles secretas, acusa a Cuba de violar los derechos humanos.
 
Si este acusador tiene el tejado de vidrio en campos tan sensibles, también lo tiene, hay que decirlo, en los derechos culturales. El papel de los EE.UU. en la Organización de las Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura  (UNESCO) da muestras de ello. Han utilizado su presencia y su aporte económico a la organización como un instrumento burdo de chantaje. Se retiraron en 1984, a causa de la creciente ascendencia que por esos años habían adquirido los reclamos a favor de un nuevo orden informativo internacional, y el cuestionamiento a los monopolios de los medios y se reincorporaron luego, en 2003, al parecer para estar presentes en las discusiones que se avecinaban y poder ejercer presiones en función de sus intereses.
 
En el año 2005, cuando se discutía el proyecto final de la esperada “Convención sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales”, la entonces Secretaria de Estado Condoleezza Rice envió una carta intimidante a los Ministros de Asuntos Exteriores de los países miembros de la UNESCO: “La adopción de esta convención (dice) podría enfriar las negociaciones que se están realizando en la OMC. Por estas razones, la convención se presta al abuso por parte de los enemigos de la democracia y el libre comercio (…) Los Estados Unidos se reincorporaron a la UNESCO con la intención de participar activamente en ella y de contribuir a la labor importante de la organización en los campos de la educación, la ciencia y la preservación cultural. No queremos cambiar eso, pero esta convención amenaza el apoyo a la UNESCO en los Estados Unidos. Le instamos vivamente a participar y trabajar con nosotros para asegurar que la convención no deshaga toda la buena labor que juntos hemos realizado en la UNESCO”.
 
Las amenazas no dieron resultado. La “Convención sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales”, fue aprobada por 148 votos a favor, solo dos votos en contra (EE.UU. e Israel) y cuatro abstenciones. EE.UU. aún no ha suscrito la Convención, llamada ya el ”Kioto” cultural, en alusión a lo sucedido con el “Protocolo de Kioto sobre el cambio climático”, otro documento de importancia capital que resultó ignorado por el país con mayor responsabilidad en los desastres que intenta remediar.
 
Recientemente, en 2011, EE.UU. retiró el apoyo financiero a la UNESCO, acompañado —otra vez— por Israel, como represalia ante la aprobación de la entrada de Palestina como estado miembro.
 
A estas posiciones oficiales en el seno de la UNESCO habría que sumar la  responsabilidad directa de los EE.UU. en guerras que han motivado, junto a un altísimo costo en vidas humanas, el desplazamiento de comunidades y pueblos, el aniquilamiento de sus culturas y la destrucción del patrimonio cultural 2.  Súmese además su  impúdico injerencismo en países de todos los continentes  para imponerles tratados, hacerles aprobar normas nacionales, e incluso capacitar a sus jueces y fiscales para aplicarlas, cuando estas benefician al poder corporativo transnacional y atentan abiertamente contra los derechos culturales de sus ciudadanos. Y su papel protagónico en la extensión a la escala global de un modelo signado por intereses mercantiles, que nada tiene que ver con la auténtica creación y que ahoga la diversidad cultural y promueve el consumo de la peor “chatarra” seudoartística, que coloniza mentes, simplifica, homogeneíza y arruina la facultad para crear y disfrutar expresiones culturales complejas. Ese daño a la memoria cultural de la humanidad y al entorno en que debieran fomentarse y reproducirse experiencias fecundas y enaltecedoras de lo mejor del ser humano, es también  un golpe, quizá irrecuperable, a los derechos culturales.
 
En esta materia, como en los derechos humanos en general, a nuestros acusadores más les valdría callar.
 
Notas:
 
1- Declaración Universal de Derechos Humanos, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas (París el 10 de diciembre de 1948) http://www.un.org/spanish/aboutun/hrights.htm
 
 2- Solo en la biblioteca de Bagdad más de un millón de libros fueron quemados, sin contar con los que se perdieron, en el Museo Arqueológico se saquearon tablillas con las primeras muestras de escritura, ardieron más de 700 manuscritos antiguos y 1.500 se dispersaron. EE.UU. desestimó todas las advertencias hechas y violó la Convención de La Haya de 1954 al no proteger los centros culturales y estimular los saqueos. 
 
Ver más en “El ‘genocidio’ cultural en Iraq: un millón de libros destruidos”, de Fernando Báez, 
 
 
 
https://www.alainet.org/es/active/63694
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